Latinoamérica
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Imaginar al otro
Sergio Ramírez
Amos Oz es un escritor israelí al que admiro. Quizás baste recordar su libro
de memorias, que bien podía ser también una novela: Una historia de amor y
oscuridad. Ha vivido toda su vida en kibutz, como obrero y profesor, y no
deja de hablar un solo día sobre la necesidad de la paz y la concordia entre
palestinos y judíos. En agosto de este año le dieron el Premio Goethe, y al
recibirlo en Francfort recordó en su discurso que un día se había jurado nunca
poner un pie en Alemania. Agravios tenía suficientes, porque tíos y primos suyos
habían sido víctimas del Holocausto.
Y en ese discurso ha dicho algo que me ha conmovido: que imaginarse al otro es
un antídoto poderoso contra el fanatismo y el odio. Es cierto. No simplemente
ser tolerante con los otros, sino meterse dentro de sus cabezas, de sus
pensamientos, de sus ansiedades, de sus sueños, y aun de sus odios, por
irracionales que parezcan, para tratar de entenderlos.
Ser tolerante se queda en una actitud condescendiente. No basta. Hay que hacer
el viaje de nuestra mente hacia la mente ajena, y vivir dentro de ella lo
suficiente para que, al salir, ya no seamos otra vez los mismos. De ninguna otra
manera podría resolverse el conflicto recurrente, odioso y tan sangriento entre
israelíes y palestinos, que deberán vivir un día en paz, compartiendo el mismo
ladrillo en que los han confinado la geografía y la historia.
Pienso en Amos Oz, de pie frente al abismo de un pasado de odios seculares, de
prédica diaria de intolerancia que se resuelve, también a diario, en actos
terroristas de uno y otro lados. ¿Qué de tan terrible hay en el pasado de Costa
Rica y Nicaragua como para atizar esos vientos de odio que soplan en estos días?
Dichosamente muy poco.
Supongo que viviríamos mejor avenidos unos con otros si Nicaragua no padeciera
de tanta pobreza, y quienes buscan el sustento y el de sus hijos no tuvieran que
emigrar de manera masiva a Costa Rica; si las oportunidades de una vida mejor
para los nicaragüenses en su propio suelo no fueran tantas veces atajadas por la
injusticia, el egoísmo y la corrupción, y los repartos arbitrarios de poder. Y
creo también que si no fuera por la irritación que esas migraciones masivas
causan en las relaciones entre los dos países, el asunto del río San Juan no
sería lo sensible que es.
A los nicaragüenses les pasa en Costa Rica lo que a todos los trabajadores
emigrantes del mundo, que para alguna capa de la población del país adonde
llegan de manera forzada, porque los empuja la miseria, se vuelven indeseables,
y llega el momento en que alguien piensa que deben ser reprimidos por leyes
migratorias drásticas, como si las medidas policiacas fueran capaces de
solventar los grandes desajustes que hay entre dos sociedades vecinas en la
geografía y en la historia.
Ese mismo malestar intolerante existe en España frente a la presencia masiva de
marroquíes y sudamericanos, especialmente ecuatorianos, en Francia con los
magrebíes, en Estados Unidos con los hispanos recolectores de cosechas,
pinches de cocina, barrenderos, recogedores de la basura; quienes pueden hacer
otra cosa no quieren esos oficios, ni para ellos ni para sus hijos, pero hay
quienes no dejan de odiar a los extranjeros que los hacen por ellos.
De esa xenofobia destructiva, que se vuelve mutua, y que es fruto de lo más
primitivo que hay en el ser humano, es de lo primero que tenemos que cuidarnos.
El odio al otro, al que ni siquiera se tolera, ya no digamos que se le entienda,
o que se le imagine, como pide Amos Oz. Xenofobia como la que hemos visto sacar
cabeza y garras, luego de que un nicaragüense anónimo fue despedazado por unos
perros de presa cuando se metió a robar en un taller de mecánica, espectáculo
filmado por la televisión y visto en miles de hogares nicaragüenses y
costarricenses con el mismo horror.
¿Pero cuánto han reflexionado quienes se sienten tentados al vicio de la
xenofobia, a ambos lados de la frontera, acerca del hecho de que el ser humano
que destrozaron los perros sólo luego resultó ser un nicaragüense, algo que
nadie antes habría sido capaz de saber? Es decir, que la policía que se quedó
sin hacer nada, los curiosos que allí estaban, el dueño de los perros y los
vigilantes, a quien vieron que los perros mataban a mordiscos era alguien que
podía ser costarricense, o nicaragüense, o de cualquier otra nacionalidad, pero
que era, y eso basta, un ser humano.
Yo diría que en Nicaragua, en la mayoría que piensa, no la que atiza, lo que hay
es un sentimiento de pesadumbre, porque algo se nos va otra vez de las manos, y
porque los hechos van a estar allí, y van a herirnos otra vez, si no sabemos
dominarlos, si no aprendemos a ir más allá del desentendimiento, y aun de la
simple tolerancia. Si no aprendemos a vernos como el otro, a imaginar que somos
el otro.
* Escritor nicaragüense