Latinoamérica
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La furia después de la furia
Unas firmezas que contrastan con otras pasividades
Samuel Blixen
Brecha
Los hechos de la Ciudad Vieja del pasado fin de semana mostraron en acción a
pequeñas organizaciones políticas "a la izquierda de la izquierda" que podrían
crecer ocupando ciertos vacíos dejados por el gobierno progresista. Militantes
de esos grupos, que reivindican "otra manera de hacer política", rompieron
autos, vidrieras y negocios en varias calles de la city en protesta contra la
presencia de George W Bush en Mar del Plata y la firma del tratado bilateral de
comercio entre Uruguay y Estados Unidos.
Si las acciones de los jóvenes se salieron del cauce pacífico, la reacción de la
Policía en primer término, y la de un juez luego, sobrepasó toda proporción. Los
fundamentos del juez Fernández Lecchini para imputar "sedición" a cuatro de los
manifestantes y el derrotero mental de dicho juez para explicar su fallo
moverían a risa si no formaran parte de un contexto que de risueño nada tiene:
por un lado, la "firmeza" exhibida contra los manifestantes contrasta con la
pasividad de la mayoría de los jueces para investigar -aunque más no fuera- los
crímenes de lesa humanidad; por otro, instala un mecanismo represivo que amenaza
con criminalizar cualquier protesta social no bien sus promotores osen plantear
una mera crítica "anticapitalista y antimperialista".
Por más que se quiera minimizar el exabrupto, desde el domingo 6 Uruguay tiene
un gobierno progresista que exhibe, al menos para el exterior, desmanes de la
ultraizquierda, brutalidad policial, presos políticos (de acuerdo a los
considerandos del juez que los llevó a prisión) y cuatro organizaciones
"sediciosas". La imagen no es propicia para la estrategia que apuesta a un
perfil de seguridades jurídicas y de tranquilidad institucional para atraer
inversiones.
Esta especie de travestismo de la realidad política es consecuencia de la
prestidigitación de un juez penal que contra viento y marea, y a despecho de las
múltiples e insistentes sugerencias a la moderación, aplicó contra cuatro
manifestantes "antimperialistas, anticapitalistas y antiglobalización", un
artículo del Código Penal olvidado en los orígenes fascistas del ordenamiento de
1934, que demócratas de distinto pelo repudiaron pero no expurgaron de los
textos.
El juez Juan Carlos Fernández Lecchini instaló abruptamente la sedición en el
panorama nacional, al aplicar los incisos 3 y 5 del artículo 143 del Código
Penal, un delito que incluso los militares descartaron en su guerra
antisubversiva. La decisión descolocó al gobierno y al Frente Amplio. La
oposición, en cambio, subió la apuesta y sin tomar en consideración el escenario
que se abría con supuestas organizaciones subversivas actuando en la capital,
reclamó la cabeza del ministro del Interior, José Díaz, por una supuesta
indolencia en la respuesta policial que llevó a ciertos medios de prensa a
cronometrar la inoperancia en términos de minutos y segundos.
Acuciado por una interna ministerial complicada, Díaz basculó entre el respaldo
a sus subordinados, la reafirmación de una política que apuesta al diálogo y a
la prevención, y a no conceder espacios para la brutalidad policial, que los
hechos, confirmados por videos y fotografías, revelan sin lugar a dudas. Así lo
consignaron diversos sectores del partido de gobierno (la Vertiente Artiguista
en forma explícita), pero lo que era evidente para televidentes no lo fue para
el magistrado, quien dedujo la sedición como extensión del acto de arrojar
piedras y romper vidrios, en virtud del soporte ideológico que activó el
músculo.
La sospecha de una vinculación entre la decisión judicial y ciertos extremos
represivos impuso la consideración de una eventual maquinación de la derecha
para impulsar la desestabilización. El clima generado por algunas expresiones
reales de descontento, como el incremento de las huelgas y movilizaciones
populares, las críticas a la política económica y los callejones sin salida de
la impunidad, es un buen caldo de cultivo para que proliferen algunas
iniciativas aisladas contra el gobierno, pero también algunas no tan aisladas.
Simultáneamente, la insistente apuesta de la derecha a fabricar una sensación de
inseguridad ciudadana cuya respuesta es, inequívocamente, la imposición de un
endurecimiento de la represión -lo que el ministro Díaz califica de "demagogia
punitiva"- habría encontrado en los episodios del viernes 4 en la Ciudad Vieja
una rampa de lanzamiento. La demora entre la ubicación, por parte de la
inteligencia policial, de militantes "caratapadas" pertrechándose de piedras, y
la reacción de la Policía, dejó un espacio de especulación para una condena por
supuesta "inactividad".
Versiones de prensa que acudieron a las ya inefables "fuentes militares"
afirmaron que las alertas sobre posibles desmanes durante la concentración de un
centenar de manifestantes en la plaza Matriz fueron ignoradas por el gobierno y
por la jerarquía policial. El jefe de Policía de Montevideo, Ricardo Bernal,
desmintió tajantemente haber recibido tal información de los servicios de
inteligencia, y conminó a las "fuentes" a que se identificaran. Pero es un hecho
que los efectivos de la Guardia Metropolitana descargaron la represión en forma
indiscriminada. Voceros de la Plenaria Memoria y Justicia -una organización
creada para combatir la impunidad y que está en la mira de algunos magistrados,
objeto de sus escraches y pintadas- explicaron los desmanes como consecuencia de
los nombramientos de jerarcas policiales que controlan los aparatos represivos
que coordinan la acción policial.
Dos de esos jerarcas fueron, precisamente, funcionarios procesados por la
justicia por su responsabilidad en los hechos sangrientos ocurridos en las
inmediaciones del hospital Filtro en octubre de 1994, cuando se produjo el
asesinato del joven Fernando Morroni. Los múltiples testimonios y las secuencias
fotográficas que integran este informe no dejan dudas sobre la forma en que se
descargó la represión, independientemente del hecho, también evidente, de que
algunos de los participantes en la movilización protagonizaron desmanes.
La propia fundamentación político-ideológica del juez revela la incapacidad para
obtener elementos objetivos de culpabilidad de los procesados y, quizás, de que
ni siquiera fue ése un extremo decisivo y necesario para imponer un
procesamiento a todas luces divorciado de la magnitud de los hechos. Igualmente
desproporcionada parece ser la iniciativa de una fiscal que pretende procesar a
Irma Leites, vocera de la Plenaria, por negarse a identificar a quienes
efectuaron pintadas calificando a los miembros del tribunal de apelaciones que
archivó el "caso Gelman" como "alcahuetes de los militares".
Todo este cuadro amerita la reedición de la afirmación "pérdida de los puntos de
referencia", que el general Hugo Medina puso en circulación para justificar
torturas y desapariciones. Lo que está por definirse es en qué medida la acción
policial buscó, premeditadamente, extender la represión según un plan, y hasta
dónde la decisión del juez de instalar la sedición como elemento determinante de
la movilización fue una simple coincidencia o, por el contrario, parte de un
esquema elaborado con anterioridad. La fuerte sospecha de que entre los "caratapada"
hubo infiltrados de la derecha angosta la incidencia del elemento coincidencia.
Como en los episodios del Filtro, las circunstancias parecen haber actuado a
favor de la premeditación para fabricar un estado favorable a la
desestabilización política. La "demagogia punitiva" cuenta, para avanzar en su
esquema desestabilizador, con elementos policiales de clara filiación de extrema
derecha, con magistrados apuntalados en una concepción cerril de la impunidad,
con dirigentes políticos decididos a atizar el fuego en medio de una crisis
económica y social heredada por la izquierda, y operadores de los medios de
comunicación que aceitan los engranajes de la desinformación y la manipulación.
Y, cuando todo esto ocurre en medio de un creciente malestar en sectores que
eligieron a este gobierno, el escenario requiere una cruda precisión para
separar la paja del trigo. Si las investigaciones de los próximos días
corroboran esa hipótesis, el gobierno entonces se enfrenta a una situación de
hecho que lo expone a nuevas tormentas. La condena de los desmanes no justifica
el clima de inseguridad que instala el exabrupto de la sedición.