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22 años de Sebastián Acevedo
Manuel Guerrero Antequera
Mundoposible
Hace veintidós años, el 11 de noviembre de 1983, Sebastián Acevedo hizo un
llamado a la policía política de Chile, la Central Nacional de Información, para
que le devolviese a sus hijos que habían sido detenidos y estaban siendo
torturados.
La CNI no atendió este llamado y Sebastián Acevedo, en un acto que aún hoy nos
remece, se inmoló en las puertas de la Catedral de Concepción, como gesto de
denuncia de la tortura ejercida de manera sistemática en el país y sus propios
hijos. Han transcurrido un par de décadas, pero aquello que ocurrió, la tortura
y la inmolación de un luchador por los derechos humanos, aún no han terminado de
pasar. Y el llamado de Sebastián Acevedo actualiza la pregunta: ¿Cómo es que una
parte importante de la sociedad chilena permitió que se practicara la tortura en
forma institucionalizada? ¿Hemos finalmente dejado atrás las condiciones de
posibilidad que hicieron verosímil la tortura en Chile? Lamentablemente la
respuesta es negativa.
Uno de los aspectos más complejos de comprender en el fenómeno de la tortura es
el proceso de "subvaloración" y "sobrevalorización" de las víctimas. Se trata de
una inversión a partir de la cual el ser humano que se encuentra indefenso,
degradado e impotente ante las circunstancias que lo han fijado en calidad de
víctima inerme frente al torturador, se convierte, a partir de un fondo
ideológico masificado, en "agente de poderosas fuerzas extrañas" o herramienta y
parte de "conspiraciones internacionales". Un enemigo interno, una enfermedad,
un "cáncer que hay que extirpar de raíz".
De este modo, el ser humano objeto de la tortura ha sido, en un mismo
movimiento, degradado como inferior al torturador a la vez que se le eleva a una
condición de peligro potencial para la sociedad toda que no corresponden con la
realidad. Fondos ideológicos, como la Doctrina de Seguridad Nacional, las
Guerras Preventivas, o los mensajes actuales de "Seguridad Ciudadana"-, permiten
la emergencia de torturadores que al ejercer la violencia sienten que cumplen
con un deber cuasi sagrado de luchar contra amenazas de proporciones magníficas.
Esta inversión de roles ubica las acciones de violencia de la tortura en un
nivel "defensivo" y no "ofensivo": es el torturador el que se "defiende"
torturando, pues defiende a toda la sociedad contra las actuaciones de "fuerzas
poderosas" que la ponen en peligro. Así, el torturador actúa por un bien:
"defender" a la sociedad. Para que esta inversión de roles sea posible, se hace
creer a parte de la población –y aquí la responsabilidad de los medios de
comunicación de masas-, que aquél que es castigado con la tortura, es castigado
porque "algo habrá hecho" o "algo está por hacer". De este modo, el propio
torturado es el responsable de la existencia de la tortura que se le aplica.
La tortura es una demostración de poder que refleja en su dialéctica conflictos
sociales. La tortura es el nivel represivo más agudo del enfrentamiento de
fuerzas sociales a través de sus representantes. Junto con el castigo y la
obtención de información, la finalidad de la tortura es destruir y quebrantar a
un sujeto como medio ejemplificador de modo de aterrar a la población y
particularmente a quienes se atreven a perderle el miedo a la tortura y se
rebelan contra lo que consideran injusto o simplemente se niegan a integrarse a
tal orden.
La víctima de la tortura no es un igual, sino el "culpable" de todo lo negativo
y adverso, volviéndose la violencia ejercida en servicio social éticamente
irreprochable. Por ello no hay conflicto moral en el victimario, pues el Otro no
es considerado un semejante, un prójimo, un ser humano: es un "humanoide". El
torturador no es, sin embargo, un individuo solitario que da rienda suelta en
forma particular a su castigo a los "antisociales". Este recibe órdenes, "la
decisión de torturar viene de más arriba". Pero la violencia excede también al
que da la orden, no es una cuestión de individuos aislados. Tanto el que manda
como el mandado son parte de una organización jerárquicamente estructurada, con
pocos arriba y muchos abajo, piramidal. Y en dichos diseños organizacionales,
propios de los ejércitos, los valores adoctrinados de lealtad total, respeto
absoluto a la autoridad, fidelidad acrítica y disponibilidad absoluta, hacen que
el individuo pueda ceder su responsabilidad de decidir. Con este "obedece porque
debes", característico de este tipo de organizaciones, se tiene por efecto la
cómoda y cínica disolución de la responsabilidad individual. La palabra oficial
es ley a obedecer, la que escapa y rehuye toda discusión.
Desde aquí, entonces, la bomba de racimo que implica la sumatoria de grupo,
institución e ideología. Se da un juego dialéctico "infernal": sumisión,
disponibilidad para la institución, obediencia a la autoridad, lealtad a la
jerarquía, hostilidad frente a la diferencia, desaparición de la responsabilidad
individual en el obedecer ciego a normas que se consideran de validez universal.
Si a esto agregamos el "fondo ideológico" que prepara la victimización del Otro,
tenemos un entramado que posibilita que seres humanos normales puedan cometer
actos como los de tortura, sin sentirse siquiera responsables de sus acciones.
Estamos en deuda con Sebastián Acevedo y sus hijos, pues nuestro país no ha
resuelto lo más importante: ¿Cómo evitar que hechos como la tortura no vuelvan a
ocurrir en nuestro país?. Pues si ayer tal práctica se hizo conocida al golpear
a quienes representaban la posibilidad de cambiar el orden establecido a favor
de intereses populares, ¿podemos asegurar que hoy no se aplica tal violencia a
los tildados de "antisociales", jóvenes y niños de origen socioeconómico
precario, muchos de los cuales viven en las calles? ¿Qué sucede en las cárceles
hacinadas de Chile? ¿La violencia intrafamiliar, el femicidio, el acoso sexual
en el trabajo, no son otra forma de experiencia de la tortura? ¿Cómo es
estigmatizada desde ciertos medios de comunicación una parte importante de la
sociedad chilena y de nuestros hermanos de países vecinos? ¿No allana ello a la
emergencia de la práctica de la tortura? Hoy ya no es suficiente con hacer
patente la denuncia contra la tortura, pues ella por sí misma no basta para
asegurar un "nunca más". Como sociedad debemos ser capaces de avanzar a que se
haga justicia y se castigue a los culpables de estos horrores como señal social
de que éste tipo de hechos no pueden volver a ocurrir. Al mismo tiempo, debemos
hacer un esfuerzo mayor por cambiar las condiciones de posibilidad que volvieron
verosímil la práctica institucionalizada de la tortura, para que más allá de lo
que se pueda conseguir en el ámbito de los Tribunales de Justicia, la
desalojemos para siempre de nuestro modo de vivir la sociedad. Sebastián
Acevedo, lo que te ocurrió no nos ha dejado de pasar.
Manuel Guerrero Antequera es Sociólogo