Latinoamérica
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La lección del cura Joan Alsina
Patricia Verdugo
Sabía que lo buscaban y no huyó. Sabía que el arresto conllevaba un alto
riesgo de tortura y de muerte. Y sabiendo todo eso, el español Joan Alsina
Hurtos tomó lápiz y papel la noche del 18 de septiembre de 1973 y escribió con
la certeza de estar en víspera de morir. ¿Por qué? ¿No debió ser más fuerte el
instinto de sobrevivencia? ¿O acaso se hizo misionero buscando ser un mártir?
Quizás nada de eso. Tenía apenas 31 años y ninguna duda acerca de su papel en
este mundo. Ser sacerdote católico fue su deseo desde niño. Así lo dijo a sus
padres, José y Genoveva, cuando cumplió once años en su hogar de la "masia"
catalana de Castelló d’Empuries. Comenzaba la década de los cincuenta y el niño
Alsina –en pleno franquismo- quería ser un cura obrero, levadura en la masa para
hornear un pan que alimentara a los hambrientos. Primero fue el seminario de
Girona, luego el Hispano Americano de Madrid, teniendo en la mira el objetivo al
que apuntar la energía de su vida: ser misionero en Latinoamérica. No había
indicios que apuntaran al martirio cuando abordó el avión en Barajas y abrazó a
sus padres y hermanos.
Para entonces, 1968, Chile parecía un destino luminoso para un joven español
iluminado por la fe cristiana. Iba a convertirse en un remero más de una goleta
que, capitaneada por el cardenal Raúl Silva Henríquez, tenía claro el puerto de
arribo: una Iglesia progresista para ayudar a construir un país con justicia
social. Entre lecturas de Teología de la Liberación y días de intenso trabajo,
el joven Alsina se bebió de un sorbo el santo grial de la esperanza, inmerso
entre los pobres de Chile –cristianos y marxistas- que apostaban al socialismo
democrático con Salvador Allende como líder. Hasta que un día negro de
septiembre de 1973 cuajó el complot y, con La Moneda en llamas, comenzaron a
escucharse los bandos militares que instaban a la entrega de los rojos. El
nombre de Joan Alsina estaba escrito en uno de esos bandos. Y sabiéndolo, ordenó
sus escasas pertenencias y escribió la carta de despedida con la certeza de que
"Cristo nos acompaña siempre, dondequiera que estemos" y con la percepción de
ser grano de trigo en el campo de la historia: "si el grano de trigo no muere,
no da fruto".
¿Durmió esa noche? ¿Cuán largas fueron sus oraciones? No lo sabemos. Quizás el paisaje de Girona y los rostros amados custodiaron su vigilia. Al día siguiente, 19 de septiembre de 1973, cruzó temprano la puerta del Hospital San Juan de Dios –donde trabajaba- y fue arrestado. Pocas horas después, golpeado y sangrante, fue llevado hasta un puente de los tantos que cruzan el río Mapocho. El suboficial Donato López dio la orden de matarlo. Y el joven soldado Nelson Bañados, de apenas 18 años, cumplió la orden. Dice en su confesión: "Saqué a Juan del furgón y traté de vendarle los ojos. Pero Juan me dijo ‘por favor, no me pongas la venda. Mátame de frente, porque quiero verte para darte el perdón’. Fue muy rápido todo. Recuerdo que levantó su mirada al cielo, hizo un gesto con las manos, las puso luego sobre su corazón, movió los labios como si estuviera rezando y dijo: ‘Padre, perdónalos’. Yo le disparé la ráfaga… lo hice con la metralleta para que fuera más rápido".
Diez de la noche, 19 de septiembre. Los focos del vehículo iluminaban el
patíbulo. La fuerza de la ráfaga dejó el cuerpo de Joan Alsina sobre la baranda
del puente Bulnes y el soldado Bañados sólo lo impulsó levemente para que
cayera. Abajo, las oscuras aguas del Mapocho se hicieron tumba para el sacerdote
español como lo fueron para tantos chilenos en la dictadura. Ahora, treinta dos
años después, un juez condenó a cinco años de cárcel al suboficial López.
El soldado Bañados no necesitó condena. Se condenó a sí mismo a la lenta tortura
de ver cada día la mirada de Alsina, bendiciéndolo y perdonándolo, antes de
morir. Y se suicidó.