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Hace años, cuando escribí el libro «El águila y la gallina. Una metáfora de la condición humana», estudié a fondo el comportamiento de las águilas, y me di cuenta de que hay en él grandes lecciones que podemos aplicar a situaciones actuales.
Hoy me propongo retomar una de ellas que no pude utilizar en dicho libro: la
forma como las águilas enseñan a sus aguiluchos a ser autónomos y a volar por
sus propias fuerzas.
Como sabemos, las águilas hacen sus nidos en lo alto de las montañas, o en la
copa de grandes árboles. El tamaño del nido es considerable: un metro de alto,
tres de largo y dos de ancho. Después de nacidos, los aguiluchos permanecen en
él dos meses, alimentados por su madre, hasta que están listos para volar.
Pasado un tiempo, la madre les escatima la comida. En cambio, comienza a dar
vueltas en el aire largo rato sobre el nido, a fin de mostrar a sus polluelos la
fuerza de sus alas y su capacidad de volar. Luego desciende hasta el nido y
comienza a empujar al aguilucho hacia el borde, hasta que lo hace caer.
Y cuando cae, se apresura a recogerlo sobre sus alas extendidas. Y lo devuelve
al nido. Repite varias veces la escena, volando y volando sobre el nido,
haciendo círculos, para desafiar a sus crías a superar el miedo, a confiar en
sus jóvenes alas, y a querer volar. Y repite todo eso hasta que los aguiluchos
se liberan.
Curiosamente, el libro del Deuteronomio atestigua este hecho: «Dios es semejante
al águila, que excita a su nidada, volando sobre sus aguiluchos, extendiendo las
alas para sostenerlos y llevarlos sobre sus plumas» (32,11).
La madre-águila somete a su aguilucho a esta prueba de riesgo y coraje para que
adquiera confianza en sus propias fuerzas y comience a volar autónomamente.
A fin de impedir que vuelva al nido, remueve las hojas y las ramas para hacerlo
no habitable ya. Finalmente, el aguilucho empieza a volar y busca por sí mismo
su alimento. Ahora es ya águila adulta.
La lección es cristalina: no podemos quedarnos eternamente en la cuna y bajo las
alas de los padres. Hay que enfrentarse a la vida con sus desafíos, que muchas
veces nos hacen decir: «Dios mío, ¿estaré a la altura?» Nos damos cuenta del
peligro y de la posibilidad de fracasar.
Pero aunque fracasemos, siempre podemos aprender. Por otra parte, nunca faltará
un ala que nos ampare y algún hombro amigo en el que poder apoyarnos.
Resumiendo: vamos adquiriendo coraje para volar por nosotros mismos y seguir el
rumbo que nosotros mismos trazamos.
Otra lección: las tareas que nos proponemos deben contener exigencias que
parecen estar un poco más allá de nuestras fuerzas. De lo contrario, no
descubrimos nuestro poder, ni conocemos nuestras energías escondidas y no
crecemos.
Esta lección la aplico a la actual política económica del gobierno brasileño. Es
bien sabido que se ha mantenido la macroeconomía neoliberal, aceptando el
recetario del FMI y del Banco Mundial, lo que obliga a sacrificar las políticas
sociales castigando a los pobres.
Es la opción perezosa de los que prefieren ser gallinas a ser águilas. Rechazan
la difícil alternativa de discutir, negociar y presionar hasta abrir un camino
nuevo que haga de la economía un instrumento de la política social dirigido
hacia las mayorías.
Esta actitud haría que fuesen águilas y no gallinas. Ésos son los que garantizan
las transformaciones sociales imprescindibles para superar las desigualdades
gritantes.
El destino de un pueblo es ser águila y volar autónomamente. Misión de los
políticos es hacer lo que hacen las águilas con sus aguiluchos: estimular al
pueblo a vivir libremente y a plasmar el destino de su país