Latinoamérica
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Vigilar y castigar, amasando fortunas
La privatización carcelaria
Luis Duno-Gottberg
Aporrea
¿Cuál es el costo de las prisiones? La respuesta dependerá de la persona o
institución que aborde el problema. No coinciden aquí los diligentes
administradores estatales; los abogados que viven en (y de) la trama del sistema
penal; los comerciantes emprendedores que alquilan chaquetas en la entrada de
una prisión para distinguir a los visitantes de los reclusos, o los que venden
sofisticados equipos de vigilancia en descomunales ferias de seguridad; los
tecnócratas promotores el trabajo penitenciario; ni los presos o sus familiares,
que confrontan la degradación y la violencia de las cárceles. Si bien es cierto
que cada uno entiende la palabra "costo" de manera muy distinta, una cosa
resulta indudable: éste es siempre demasiado alto -y con el perdón de los
gerentes, no sólo es alto en términos materiales.
Dejando de lado las cuestiones de orden ético, para no resultar demasiado
"anacrónico" y responder cabalmente a nuestra época de libre mercado, conviene
centrarse en un aspecto puramente pragmático del asunto: los presos son una
carga para el Estado. En una época que se caracteriza por la crítica del Estado
benefactor y la privatización de los servicios que éste conlleva, el cuidado de
"los criminales" puede ser visto como uno de los tantos lastres que debiera
quedar en manos de la empresa privada. Remedio corporativo para los males del
Estado: los que administran hoteles o cadenas de pollo frito en decenas de
países pueden muy bien administrar las cárceles. Acaso algún joven venezolano
emprendedor, uno de esos que piensan primero en la justicia sin que ello lesione
sus bolsillos, proponga una franquicia: "Juan Carcelero Inc." o "Mc. Cana Inc.".
Las posibilidades abundan dentro de esta línea pragmática; quienes responden a
las apremiantes circunstancias económicas de sus países proponen otra solución a
los costos del sistema penitenciario: "Que los presos paguen por sus crímenes,
trabajando". Remedio que combina lo punitivo con lo productivo, el espíritu de
empresa con el castigo: que los presos fabriquen los uniformes de la policía, o
que desde sus celdas hagan reservaciones para las líneas aéreas.
¿Hay acaso aquí una posible respuesta a la terrible situación de las cárceles
venezolanas?, ¿No conviene instaurar una serie de "medidas prácticas" como las
señaladas para resolver la dantesca experiencia que sufren numerosas personas en
las cárceles del país? No se emocione el tecnócrata, no se apresure con su
respuesta, sin considerar las implicaciones de una "propuesta tan razonable". La
idea de cárceles privadas y trabajo penitenciario no se trata de una posibilidad
remota, sino de un hecho difundido en países como Estados Unidos, Inglaterra y
Australia. Grandes fortunas se han amasado haciendo del preso un obrero sin
derechos, sometido a una explotación con reminiscencias de la esclavitud. Los
"remedios" señalados al problema penitenciario nutren uno de los negocios más
exitosos en los Estados Unidos: los complejos industriales penitenciarios. Estos
complejos son una nueva modalidad de control social en la que el Estado negocia
con la empresa privada para castigar las conductas delictivas y convertir el
problema en un negocio lucrativo.
El negocio de los complejos industriales penitenciarios ha experimentado un auge
sin precedentes, debido a la expansión de las privatizaciones, la ideología que
pretende desmantelar el Estado y el "descubrimiento" de una nueva fuerza de
trabajo -los presos-, que recibe salarios ínfimos. No en balde el negocio
incluye la participación de las empresas más importantes de arquitectura y
construcción, las compañías telefónicas, la banca inversora de Wall Street y
empresas que venden desde cámaras de seguridad hasta celdas de diversos colores.
"Se venden tal como se venden los carros, los bienes raíces o las hamburguesas",
afirma un fundador de Corrections Corporation of America, refiriéndose al
negocio de las cárceles privadas. La empresa en cuestión, creada con el apoyo de
algunos inversores de Kentucky Fried Chicken, fue de las primeras en impulsar la
privatización de los servicios públicos, alegando que las compañías privadas
podían construir y administrar prisiones a más bajo costo, y con mayor
eficiencia que el Estado. Las evidencias muestran lo contrario.
El modelo no es nuevo. Hace cien años, las cárceles privadas fueron usadas en
los Estados Unidos con consecuencias desastrosas. Los prisioneros vivían
hacinados, eran golpeados frecuentemente y se alquilaba su fuerza de trabajo en
condiciones de esclavitud. La experiencia de los noventa no ha probado ser muy
diferente. La violencia en las cárceles privadas norteamericanas es mayor que en
las cárceles públicas. En 1987, los miembros de la Prison Officers Association
de Inglaterra, visitaron una de las cárceles administradas por C.C.A y
reportaron evidencias de maltratos a los prisioneros, quienes por ejemplo, eran
frecuentemente amordazados con cinta adhesiva. En su visita, los representantes
de la P.O.A encontraron también evidencias de abuso sexual en los pabellones de
prisioneras (Florida Prison Legal Perspectives, 1997).
El mismo año que algunos representantes del Gobierno Federal felicitaban a C.C.A
por su buen trabajo, Rosalind Bradford, una prisionera de 23 años, murió por
complicaciones de parto, luego de haberle sido negado el traslado a un hospital
por más de doce horas. Todo ello viene a confirmar un estudio del Tennessee
Legislative Oversight Committee (1/2/1995), el cual señala que la cárcel privada
es tres veces más violenta que en la cárcel pública. Asimismo, los programas
educativos y de rehabilitación para los consumidores de drogas, que contribuyen
a disminuir tal violencia en las cárceles, no son estimulados en las
instituciones privadas, a fin de disminuir los costos y aumentar las ganancias.
Hasta aquí el argumento en favor de la eficiencia de las cárceles administradas
por empresas no estatales.
Las condiciones de trabajo dentro de las prisiones están claramente marcadas por
el signo de la explotación. Ciertas empresas han visto con complacencia el
sugimiento de esta fuerza de trabajo que en 1994 produjo bienes por un valor de
1.31 billones de dólares. Los prisioneros fabrican ropa, repuestos para
automóviles, zapatos, pelotas de golf, además de servir como operadores
telefónicos.
Los salarios varían notablemente entre las prisiones privadas y públicas. En las
últimas, los prisioneros ganan el salario mínimo, aunque sólo reciben 20
centavos de dólar, debido a los descuentos por el pago de "habitación y comida".
En las prisiones privadas, los salarios son aún menores, situándose alrededor de
17 centavos de dólar por hora. En 1993, una investigación realizada por Courier
Journal de Louisville reveló que algunas empresas privadas estaban utilizando
mano de obra carcelaria en diversos trabajos de construcción, sin recibir ningún
salario. ¿Cuál es la diferencia entre dicha práctica y el trabajo esclavo? El
hecho de que las empresas no tienen que ofrecer ningún tipo de beneficio social,
ni pagos por concepto de enfermedad o vacaciones, hace que estos empleados
constituyan instrumento ideal para generar grandes ganancias. Un ejemplo
significativo de lo rentable que resulta el empleo de prisioneros es que una
compañía norteamericana cerró su maquiladora en México para instalarse en una
cárcel de California -donde paradójicamente la población penal es
mayoritariamente de origen mexicano. Cabe preguntarse también sobre los efectos
en el mercado de trabajo en general que tiene la existencia de una fuerza de
trabajo cautiva, cuyas posibilidades de formar sindicatos es nula, y cuyos
salarios son irrisorios.
No se trata de que el trabajo en las prisiones sea negativo, por el contrario,
los presos han mostrado interés en el desarrollo del empleo penitenciario. Sin
embargo, las condiciones en las que se han desarrollado tales iniciativas distan
mucho de ser beneficiosas para ellos.
Con respecto a los costos de las prisiones privadas, la General Accounting
Office señala que los estudios no ofrecen una evidencia sustancial de que se
hayan hecho ahorros. Otro estudio confiable señala que por ejemplo, la
administración de una cárcel privada en Tennesee cuesta uno por ciento menos que
la administración de una cárcel del Estado. Hasta aquí el argumento de que la
privatización de las cárceles ahorra dinero al Estado. Es quizás más probable lo
que afirma Eric Bates cuando señala que "la privatización de las cárceles es en
realidad la privatización de los ingresos públicos, y su transformación en
ganancias para las empresas privadas" (The Nation, 1998).
Todo parece indicar que el crimen si paga, pero a quienes administran la
justicia. Aunque estas cárceles privadas no han ahorrado recursos al estado, han
generado en cambio grandes ganancias para las compañías que las administran. Por
ejemplo, Corrections Corporation se encuentra entre las cinco compañías más
rentables en la bolsa de Nueva York. Compañías como AT&T y MCI han descubierto
que los prisioneros son clientes ideales para sus servicios telefónicos. Pero
como resulta frecuente, un mercado cautivo genera abusos: algunas empresas
cobran cantidades exorbitantes por minuto e incluso incurren sobrecargos
importantes. Otra evidencia de que las cárceles privadas constituye un gran
negocio es la publicación de un nuevo periódico dedicado a "las últimas
tendencias y novedades" en el mercado penitenciario. El Correctional Building
News publica anuncios publicitarios de las principales compañías que participan
en el negocio. Uno de estos anuncios dice "¡No toque!", promocionando rejas
electrificadas.
La lógica de estos mecanismos de control social me recuerda un conocido relato
de Swift. El autor sugiere allí "una propuesta razonable" para remediar el
problema de los niños pobres de Irlanda: que estos pequeños indigentes sean
literalmente convertidos en el alimento de otros menesterosos. Swift enumera las
ventajas de su propuesta: con ella se alimenta a la población y se reduce el
número de pobres; los padres y la nación se alivian de un gran peso; las calles
no estarán tan pobladas de vagabundos; pero sobre todo, no será necesario
mantener a una población improductiva. En ese orden de ideas también parece
razonable explotar a los presos, a fin de que las corporaciones acumulen grandes
fortunas.
En definitiva, el problema es de orden ético.