No se descubre el Océano Pacífico si se dice lo que desde antes del 2000 ya se
afirmaba, en medio del enojo de algunos y el escepticismo de otros: que un
gobierno foxista iba a ser un desencanto para los que votaran por Vicente Fox
Quesada (por lo cual por internet nos llovieron insultos anónimos orquestados
por manos también cobardemente anónimas, y hasta veladas amenazas, pero no sólo
al palenquero sino a muchos periodistas de todos los medios). A los cuatro años
de su administración, eso está recontra confirmado: este equipo foxista no ha
sabido qué hacer con el gobierno y no ha trascendido del discurso electoral
panfletario, plagado de exabruptos, liviandades y frases huecas. Determinado,
además por un doble discurso inevitable, el que viene de una intención política
de derecha que se enfrenta a la sociedad en sus bases, pero no se resigna a
abandonar el palabreo que le dio votos en el 2000. Una política reaccionaria, en
suma, que sólo se puede imponer a punta de pinochetazos, pero no por medios
democráticos creíbles.
La naciente democracia mexicana ha demostrado que por esta vía es imposible
sostener en México, aunque de momento triunfe, una política de derecha,
empresarial, neoliberal y sometida a los designios del imperio. Es muy poderoso
el derrotero histórico y social del país, como para entregarse así como así a
caminos que nos llevan al despeñadero. Fox, con sus bravatas electorales, le dio
la impresión a muchos que era el caudillo del momento, por varias razones: (1)
No era en rigor un candidato del PAN, por el cual no votan nunca las mayorías
debido a su estrechez de miras sociales (este partido representa sólo a algunas
clases medias y sobre todo a empresarios, o a gente influida por la iglesia
católica), sino de un aparente movimiento cívico que se deslindaba del partido
que lo postuló, lo cual quedó evidenciado a sólo 3 días de haber obtenido el
triunfo electoral ('gobernaré yo, no el PAN', dijo entonces Fox), como reflejo
de lo que había sido su campaña. (2) Picaba la cresta del descontento popular
acumulado contra el PRI, pero que curiosa o significativamente era un PRI
encabezado por priístas para entonces trasmutados de 'populistas' en
neoliberales lo más puros posibles (harvardianos, yaleanos, en general cipayos
intelectuales, etc.); o sea, el voto relativamente mayoritario que lo favoreció,
absolutamente difuso en sus contornos ideológicos, se ilusionó con 'algo
distinto' y 'contrario' al neoliberalismo rapaz y empobrecedor de mayorías que
los priístas de los últimos tiempos habían perpetrado, sin entender que el
foxismo era un caballo de Troya sin los alcances épicos de su original griego,
ya que traía en la entraña el prosaico, fenicio afán de lucro bajo la nómina del
'mercado libre'.
La 'mediatiquez' foxista no quiso o no pudo desmantelar de cuajo el mensaje
contrario al neoliberalismo, pero por otro lado ésta, la neoliberal, era su
línea real, aunque se fueron por la frase hueca del 'gobierno del cambio'. Desde
el principio del gobierno de Fox fue evidente que quería realizar una
contrarrevolución total, manifiesta en las intenciones de imponer políticas anti
populares (IVA a alimentos y medicinas, profundización en la privatización de
los servicios de salud) y antinacionales (privatización y desnacionalización del
petróleo y la electricidad), con el consuelo de adoptar programas miserabilistas
del neoliberalismo para sólo encubrir esta intención real y paliar la pobreza
(Oportunidades, Contigo, etc.). El cuerpo social se alarmó ante estas intentonas
y se puso en guardia contra ellas. En medio de zozobras y, también,
inconsecuencias, los legisladores y gobernadores priístas resurgentes supieron
mantener a raya estas pretensiones contrarrevolucionarias. Y ante los nulos
resultados de la gobernación actual, sus candidatos fueron acumulando victorias
electorales llevados del desencanto y la demostrada ineptitud foxista.
Si López Obrador, en contraste, creció en la aceptación popular y pese a todo
mantiene un alto rango de preferencia, no es por su bonita cara, sino porque esa
mínima política social ejercida (nucleada en torno al apoyo a 'los viejitos' y a
los discapacitados) es efectiva, real, no de palabras ni de espots televisivos,
sino que ha trascendido y se ha arraigado en el seno familiar de amplios
segmentos populares. Es algo tangible, algo que no ha podido tener el foxismo y
de ahí su persecución contra el 'Peje', acusación viviente de la ineptitud de
quienes están encaramados en el gobierno federal, por el momento, sin que ello
signifique que el gobernante capitalino no cometa errores profundos en su
acción.
Por todo eso el foxismo ha tenido que mantener el doble discurso. No se quiere
despegar de la proclama de campaña, que aparentaba ser popular, la cual le
retribuyó votos y popularidad, pero a la vez esa proclama no tiene nada que ver
con sus designios reales en tanto que es una alianza endeble de grupos políticos
de la derecha, que postulan el capitalismo salvaje. De ahí que mantengan la
doble moral, el doble discurso, la doblez en casi todo (diccionario: doblez es
'astucia o malicia en la manera de obrar, dando a entender lo contrario de lo
que se siente'), y se pretendan mantener a golpes de espot televisivo, no de
actos de gobierno que amparen o sustenten una verdadera política popular y
nacional. Pero eso es igual en el cotidiano laboreo foxista. Un día, hace poco,
llama Fox al entendimiento y al diálogo a los legisladores que se oponen a sus
políticas reaccionarias, y dos o tres días después los tilda urbi et orbi de
'algunos necios' que se oponen a sus reformas, a su 'cambio', a su presupuesto
cargado a favor de los que ya lo tienen todo, y vaticina que la historia se los
reclamará. Dejemos que la historia, y la actualidad también, le reclamen la
doblez del discurso y del hacer. Eso se está viendo ya en las elecciones y se
seguirá viendo.