Internacional
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Nuevo Orleáns y la bomba de tiempo
Ángel Guerra
La Jornada
Los miles de cuerpos humanos inertes que flotan o yacen bajo el agua en Nueva
Orleáns podrían ser hoy los de seres vivos, probablemente hacinados en albergues
a cientos de kilómetros de su ciudad y enfrentados a un futuro incierto, pero
vivos. Cuántos sueños, añoranzas, amores, caricias, planes experiencias,
sepultados para siempre. No propiamente bajo la inundación, una consecuencia
largamente anunciada del paso de un gran huracán por la mítica ciudad del
Mississippi. Sino como resultado de la insensibilidad, el maridazgo con el gran
capital y el desprecio por los pobres de la pandilla gobernante en Estados
Unidos. No consideremos por ahora otros ángulos y causales de esta debacle, que
además de su alto costo en vidas y sufrimientos humanos ha arrasado un valioso
patrimonio cultural. Centrémonos en un solo aspecto: hubiese bastado con tener
listo un efectivo plan de evacuación y la voluntad política de hacerlo funcionar
para evitar que se perdiera una sola vida. Era lo menos que podía esperarse del
país más rico y poderoso del mundo, al que sobran medios de transporte y dedica
millonadas supuestamente a preservar la seguridad de sus ciudadanos.
Pero no, la consigna de las autoridades fue ¡sálvese el que pueda!,
desentendiéndose de los que no tenían autos, ni dinero, ni un lugar a dónde
escapar, negros en su mayoría. Decenas de miles, a los que después se les
reprochó el haber "escogido" quedarse, quedaron atrapados por la inundación.
Unos se ahogaron y otros han permanecido días atenazados por el hambre y la sed
en los techos a donde nadie los fue a rescatar. Otros fueron a los refugios que
se les indicó, totalmente desatendidos. Cuando la indolencia ante el drama se
tornó un gran escándalo nacional que amenazaba gravemente la imagen de Bush II
fue que comenzó a fluir lentamente la ayuda.
No debemos sorprendernos, el capitalismo se trata de acumular ganancias por una
minoría. En la etapa neoliberal este rasgo seminal del sistema ha sido
exacerbado al extremo con el "enflaquecimiento" del gobierno, la sustitución de
las políticas de asistencia social por la "mano invisible" del mercado, la
entrega de los servicios que antes eran públicos a la buena voluntad de
las corporaciones y las instituciones caritativas. Fue grotesco el espectáculo
de los dos Bush y William Clinton pidiendo donaciones privadas desde la Casa
Blanca, centro de un poder que gasta en matar miles de veces más que lo que se
requeriría para reconstruir Nuevo Orleáns y sostener a los refugiados
decentemente por el tiempo necesario. Los personeros del imperio que exime de
impuestos a millonarios y grandes empresas, mantiene cientos de bases militares
en el mundo y ocupa dos países para beneficio de un puñado, mendigando migajas
para los damnificados.
El desastre de Nueva Orleáns revela la profunda crisis moral que atraviesan el
Estado y la clase dominante de Estados Unidos. Durante las últimas décadas y,
particularmente, durante el gobierno del eterno vacacionista, se han recortado
severamente los fondos de salud, seguridad social, servicios a la comunidad y de
la propia agencia de protección contra desastres. Todos los recursos son pocos
para la política de guerra y por eso los diques que impiden al lago Ponchartrain
verter sobre Nueva Orleáns no fueron reforzados. El culto fanático por el lucro
explica que cientos de kilómetros de manglares, indispensables para el
equilibrio ecológico y para proteger la ciudad de las olas, fueran sacrificados
a la especulación inmobiliaria. Bajo Bush, que se niega a ratificar el Protocolo
de Kyoto, se han menospreciado como nunca los peligros del calentamiento
atmosférico para no perjudicar las exorbitantes ganancias de las grandes
petroleras estadunidenses. Como consecuencia, continúa elevándose la temperatura
del mar, que propicia la aparición de temporadas de huracanes de insólita
intensidad. En suma, no fue Katrina, sino la codicia, el racismo y el
abandono por el gobierno de sus responsabilidades lo que destruyó Nueva Orleáns.
Este desastre mostró también el creciente tercer mundo existente dentro de la
superpotencia, cuya magnitud actual ha azorado a los propios estadunidenses de
clase media al verlo por primera vez en las pantallas de televisión. Una
realidad que no interesará a los anunciantes de las grandes cadenas ni
complacerá reconocerla a los privilegiados por el american way of life,
pero una bomba de tiempo que puede hacer estallar al sistema.
aguerra12@prodigy.net.mx