Internacional
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Mitos del excepcionalismo americano I
Howard Zinn
La Jornada
Tradución: Ramón Vera Herrera
La noción del excepcionalismo americano -al que sólo Estados Unidos tiene
derecho, sea por sanción divina o por obligación moral, de brindar civilización,
democracia o libertad al resto del mundo, mediante la violencia si es necesario-
no es nueva. Comenzó desde 1630, en Bay Colony, Massachusetts, cuando el
gobernador John Winthrop pronunció las palabras que siglos después serían
citadas por Ronald Reagan. Winthrop llamó a Bay Colony, Massachusetts, "ciudad
en una colina". Reagan la embelleció un poco llamándola "refulgente ciudad en
una colina".
La idea de una ciudad en una colina alivia el alma. Sugiere lo que George Bush
ha mencionado: que Estados Unidos es faro de libertad y democracia. Que la gente
puede voltear a vernos para aprender de nosotros y emularnos.
En realidad nunca hemos sido sólo una ciudad en una colina. Pocos años después
de que el gobernador Winthrop pronunció sus famosas palabras, la gente de esa
ciudad en la colina salió a masacrar a los indios pequot. He aquí la descripción
de William Bradford, uno de los primeros colonos, del ataque emprendido por el
capitán John Mason contra el poblado pequot.
"Aquellos que escaparon al incendio fueron muertos con espada, algunos
destazados y otros atravesados por las bayonetas, de tal modo que los
despacharon rápidamente y pocos escaparon. Se supone que masacraron a unos 400
en esa ocasión. Era una visión de miedo verlos freírse en el fuego y, al mismo
tiempo, observar cómo se coagulaban los ríos de sangre; era horrible el
hedor. Pero la victoria parecía un dulce sacrificio y dieron gracias a Dios, que
había tejido todo tan maravillosamente para ellos, que pudieron atrapar a sus
enemigos en sus manos y lograr una victoria tan súbita sobre un enemigo tan
insultante y orgulloso."
Este tipo de masacre, descrita por Bradford, ocurrió una y otra vez, conforme
los estadunidenses marchaban hacia el Oeste, el Pacífico y el Sur, al Golfo de
México. (De hecho, nuestra celebrada lucha por la liberación, la revolución
estadunidense, fue desastrosa para los indios. Los colonialistas tenían la
restricción, impuesta por los británicos en su proclama de límites de 1763, de
no penetrar en territorio indígena. La independencia borró esas fronteras.)
Expandirse a otros territorios, ocuparlos y lidiar brutalmente contra la gente
que resista la ocupación es un hecho persistente en la historia estadunidense,
desde los primeros asentamientos hasta hoy día. Y a esto lo acompaña
frecuentemente una forma particular del excepcionalismo americano: la
idea de que su expansión proviene de una orden divina. Poco antes de la guerra
con México, a mediados del siglo XIX, justo después de que Estados Unidos se
anexó Texas, el editor y escritor John O'Sullivan acuñó la famosa frase del
"destino manifiesto". Dijo que era "el cumplimiento de nuestro destino
manifiesto expandirnos por el continente que nos había brindado la providencia
para el libre desarrollo de nuestros millones que se multiplican año tras año".
A principios del siglo XX, cuando Estados Unidos invadió Filipinas, el
presidente McKinley expresó que la decisión de tomar ese país le vino una
noche, al hincarse a rezar, y que Dios le dijo que invadiera.
Invocar a Dios se volvió hábito de los presidentes estadunidenses a lo largo de
la historia de la nación, pero George W. Bush lo ha vuelto una especialidad. Al
redactar un artículo para el periódico israelí Haaretz, el reportero
habló con los líderes palestinos que se habían reunido con Bush. Uno informó que
el presidente estadunidense le dijo: "Dios me dijo que atacara a Al Qaeda, y
ataqué. Y luego me dio instrucciones de que atacara a Saddam, y lo hice. Y ahora
estoy decidido a resolver el problema de Medio Oriente". Es difícil saber si la
cita es auténtica, sobre todo por ser tan literaria. Lo cierto es su
consistencia con los frecuentes alegatos expresados por Bush. Una historia más
creíble proviene de un simpatizante de Bush, Richard Lamb, presidente de la
Comisión de Etica y Libertad Religiosa de la Convención Bautista del Sur, quien
afirma que durante la campaña electoral el mandatario le comentó: "creo que Dios
quiere que yo sea presidente, pero si no ocurre pues ok".
Una orden divina es una idea muy peligrosa, más si se combina con potencia
militar (Estados Unidos tiene 10 mil armas nucleares, bases militares en cientos
de países y naves de guerra en todos los mares). Con la aprobación de Dios, no
hay necesidad de criterios humanos de moralidad. Cualquiera que hoy invoque el
respaldo de Dios se avergonzaría de recordar que las tropas de asalto nazis
tenían escrito en sus cinturones "Gott mit uns" ("Dios está con
nosotros").
No todos los líderes estadunidenses han alegado contar con la aprobación divina,
pero persistió la idea de que Estados Unidos tenía justificaciones únicas para
usar su poder y expandirse por todo el mundo. En 1945, al final de la Segunda
Guerra Mundial, Henry Luce, propietario de una vasta cadena de empresas de
comunicación -Time, Life, Fortune-, declaró que éste sería
"el siglo americano", que la victoria en la guerra le confería a Estados
Unidos el derecho a "ejercer sobre el mundo el pleno impacto de nuestra
influencia, para los propósitos que a nosotros convengan, y a través de los
medios que nos parezcan apropiados".
Esta confiada profecía fue representada durante el resto del siglo XX. Casi
inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos penetró en
las regiones petroleras de Medio Oriente mediante arreglos especiales con Arabia
Saudita. Estableció bases militares en Japón, Corea, Filipinas y otras islas del
Pacífico. En las décadas que siguieron orquestó golpes de Estado de derecha en
Irán, Guatemala y Chile, y brindó ayuda militar a varias dictaduras en el
Caribe. Buscando establecer pie firme en el Sureste asiático, invadió Vietnam y
bombardeó Laos y Camboya.
No bloqueó su expansión la existencia de la Unión Soviética, aun cuando ésta
adquiría armas nucleares. De hecho se exageró la amenaza del "comunismo
mundial", lo que le dio una poderosa justificación para expandirse por todo el
globo, y pronto tenía bases militares en unos 100 países. Se suponía que Estados
Unidos se interponía para que la Unión Soviética no conquistara el planeta.
¿Podemos creer que fue la existencia de la Unión Soviética lo que impuso el
agresivo militarismo de Estados Unidos? Si así fuera, cómo explicamos su
violenta expansión antes de 1917. Cien años antes de la revolución bolchevique,
el ejército estadunidense aniquilaban a las tribus indias, abriendo espacio a la
gran expansión hacia el Oeste y sentando un primer ejemplo de lo que ahora
denominamos "limpieza étnica". Y con el continente conquistado, la nación
comenzó a mirar ultramar.
En la alborada del siglo XX, conforme el ejército estadunidense entraba en Cuba
y Filipinas, el excepcionalismo americano no siempre significó que
Estados Unidos quisiera avanzar solo. La nación deseaba -de hecho estaba
ansiosa- unirse al pequeño grupo de potencias imperiales a las que algún día
habría de suplantar. El senador Henry Cabot Lodge escribió entonces: "en aras de
su expansión futura y su defensa actual, las grandes naciones absorben todos los
basureros de la tierra... en su carácter de gran nación de la tierra, Estados
Unidos no debe asumir esa misma línea de acción". Es claro que el espíritu
nacionalista de otros países los llevó a ver su expansión sólo en términos
morales, pero esta nación, sin duda, fue más allá.
Nadie ha expresado con mayor claridad el excepcionalismo estadunidense que el
secretario de Guerra Elihu Root, quien en 1899 declaró: "el soldado
estadunidense es diferente de todos los otros soldados de otros países desde que
comenzó el mundo. El es la avanzada de la libertad y la justicia, de la ley y el
orden, de la paz y la felicidad". Mientras decía esto, los efectivos
estadunidenses comenzaban en Filipinas un baño de sangre que arrancaría la vida
a 600 mil.
La idea de que Estados Unidos es diferente porque sus acciones militares son en
beneficio de otros, se hace particularmente persuasiva cuando la expresan
líderes que se supone son liberales o progresistas. Por ejemplo, Woodrow Wilson,
quien siempre encabeza la lista de los presidentes "liberales" y a quien
académicos y la cultura popular siempre califican de "idealista", fue despiadado
en el uso de su poderío militar contra naciones más débiles. Fue él quien envió
a la armada a bombardear y ocupar el puerto mexicano de Veracruz en 1914, porque
los mexicanos habían arrestado a algunos marineros estadunidenses. Mandó a los
marines a Haití en 1915, y cuando los haitianos resistieron miles fueron
asesinados.
Al año siguiente los infantes de la Marina estadunidense ocuparon República
Dominicana. Las ocupaciones de Haití y República Dominicana duraron muchos años.
Y Wilson, cuando se religió en 1916, dijo: "sí hay una nación muy orgullosa de
luchar", y pronto envió a los jóvenes al matadero de la guerra europea.
Theodore Roosevelt era considerado un "progresista", y de hecho hizo campaña
presidencial en la plataforma del Partido Progresista en 1912. Pero fue amante
de la guerra y simpatizante de la conquista de Filipinas -congratuló al general
que borró un poblado filipino de 600 personas, en 1906. En 1904 promulgó
el Corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe, que justificaba la ocupación de
países pequeños en el Caribe para darles "estabilidad".
Durante la guerra fría muchos "liberales" estadunidenses quedaron
atrapados en una suerte de histeria acerca de la expansión soviética, que
ciertamente ocurría en Europa del Este pero que se exageraba como amenaza para
Europa occidental y Estados Unidos. Durante el periodo del macartismo, Hubert
Humphrey, liberal quintaesencial en el Senado, propuso campos de detención para
los sospechosos de subversión, que en tiempos de "emergencia nacional" pudieran
ser arrestados sin mediar juicio alguno.