Internacional
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Transformar puntos de vista, de uno en uno
Howard Zinn
Mientras escribo esto, el día después de la toma de posesión, los titulares
del New York Times, en forma de banderola, dicen: "Bush en su segunda
toma de posesión afirma que diseminar la libertad es el llamado de nuestro
tiempo". Dos días antes, en una página interior del Times, apareció una
fotografía de una niña llorando, agazapada y cubierta de sangre. El pie de foto
reza: "Una niña iraquí grita después de que sus padres fueran asesinados por
soldados estadunidenses que dispararon contra su automóvil al no detenerse tras
los disparos de advertencia, en Tal Afar, Irak. Los militares investigan el
incidente".
Hoy, hay una enorme foto en el Times de gente joven que vitorea al
presidente mientras avanza su comitiva por Pennsylvania Avenue. Dudo que dichos
jóvenes que vitorean a Bush hayan visto la fotografía de la niñita llorando. Y
aun si la vieron, ¿se les ocurriría empalmarla con las palabras de Bush, aquello
de diseminar la libertad por todo el mundo?
Esta interrogante me lleva a una más amplia, que la mayoría de nosotros,
sospecho, se ha formulado: ¿Qué hace falta para darle un vuelco a la conciencia
social, de una racista a otra que favorezca la equidad racial, de estar en favor
del programa fiscal de Bush a estar en contra, de estar en favor de la guerra de
Irak a oponernos a ella? Desesperadamente buscamos una respuesta, porque sabemos
que el futuro de la raza humana depende de un cambio radical en la conciencia
social.
Me parece que no necesitamos involucrarnos en algún sofisticado experimento
sicológico para saber la respuesta. Más bien es cosa de voltear a vernos y
hablar con nuestros amigos. Entonces, aunque nos inquiete, nos percatamos de que
no nacimos siendo críticos de la sociedad como es. Hubo un momento en nuestras
vidas (o un mes, o un año) que ciertos hechos afloraron ante nosotros, nos
sorprendieron y ocasionaron que cuestionáramos creencias que estaban muy fijas
en nuestra conciencia, incrustadas ahí por años de prejuicios familiares,
educación ortodoxa y saturación de los periódicos, la radio y la televisión.
Esto podría llevarnos a una conclusión simple: todos tenemos la enorme
responsabilidad de captar la atención de otros mediante información que no les
llega, la cual tiene el potencial de hacerlos repensar ideas que están fijas
hace mucho tiempo. Es un pensamiento tan simple que lo pasamos por alto con
mucha facilidad mientras buscamos alguna fórmula mágica (desesperados ante la
guerra y el poder aparentemente inamovible que detentan manos implacables),
alguna estrategia secreta que traiga paz y justicia al país y al mundo.
"¿Qué podemos hacer?" Me lanzan esa pregunta una y otra vez como si tuviera
alguna solución misteriosa, desconocida por los demás. Lo extraño es que la
pregunta puede formularla alguien sentado en un público de mil personas, pese a
que su sola presencia ahí conforma un espacio de información que podría tener
consecuencias dramáticas si se transmitiera. La respuesta es tan obvia y
profunda como el mantra budista que dice: "Busca la verdad en el punto
exacto donde estás parado".
Sí. Vuelvo a pensar en los jóvenes que en la toma de posesión sostenían
cartelones en favor del preidente Bush: hay algunos que permanecerían inmutables
con la nueva información. Puede uno mostrarles a la niña ensangrentada cuyos
padres fueron asesinados con armas estadunidenses y hallarán toda clase de
razones para menospreciarla: "Hay accidentes (...) fue una aberración (...) es
alto el costo de liberar una nación", y más y más.
Existe un núcleo duro de gente en Estados Unidos que no se conmoverán, no
importa qué datos exponga uno, pues es su convicción que la nación siempre trata
de hacer el bien, casi siempre hace el bien, en el mundo, pues es un faro de
libertad (palabra usada 42 veces en el discurso de toma de posesión de Bush).
Pero ese núcleo es minoría, como lo es el núcleo de gente que llevaba carteles
de protesta en dicho acto político oficial.
Entre esas dos minorías existe un vasto número de estadunidenses que crecieron
creyendo en la bondad de la nación, y a quienes les cuesta trabajo creer otra
cosa, pero que pueden repensar sus creencias cuando les damos información que no
conocían. ¿No es esa la historia de los movimientos sociales?
Hubo alguna vez en Estados Unidos un núcleo duro que creía en la institución de
la esclavitud. Entre los años 30 del siglo XIX -cuando un pequeño grupo de
abolicionistas comenzó su agitación- y los 50 del mismo siglo -cuando la
desobediencia de los esclavos fugitivos llegó a su clímax- la gente del norte
del país, que al principio quiso enfrentar con violencia a los agitadores,
terminó abrazando su causa. ¿Qué sucedió durante esos años? Ocurrió que la
realidad de la esclavitud, su crueldad, y el heroísmo de quienes resistían, se
hizo evidente a los estadunidenses mediante discursos y escritos de los
abolicionistas, el testimonio de los esclavos evadidos y la presencia de
magníficos testigos negros como Frederick Douglas y Harriet Tubman.
Algo semejante ocurrió en los años del movimiento negro del sur, con el boicot
de autobuses en Montgomery, los plantones, las marchas, las caravanas de la
libertad. La gente blanca -no sólo en el norte, también en el sur- quedó
perpleja al darse cuenta de la larga historia de humillación de millones de
personas que habían sido invisibles y que ahora exigían sus derechos.
Al comenzar la guerra de Vietnam, dos terceras partes del pueblo estadunidense
la respaldaban. Unos cuantos años después, dos tercios se oponían a ella. Aunque
algunos se mantuvieron arrogantes en su belicismo, un tercio de la población
supo cosas que tiraron por la borda ideas mantenidas por mucho tiempo acerca de
la bondad esencial de la intervención estadunidense en Vietnam. Las
consecuencias humanas de las feroces campañas de bombardeo, las misiones de
"caza y destrucción", fueron muy claras en la imagen de la niña desnuda que
corre por un camino con la piel chamuscada por el napalm, en las mujeres
y niños que se agazapan en las trincheras en My Lai mientras los soldados les
vacían los rifles en el cuerpo, en los marines que prenden fuego a un
caserío campesino mientras los ocupantes se quedan parados, bañados en lágrimas.
Tales imágenes hicieron imposible que la mayoría de estadunidenses le creyera al
presidente Lyndon Johnson cuando decía que combatíamos por la libertad del
pueblo vietnamita, que todo eso valía la pena porque era parte de la lucha
mundial contra el comunismo.
En su discurso de toma de posesión, y por cierto en los cuatro años de su
primera presidencia, George W. Bush ha insistido en que nuestra violencia en
Afganistán y en Irak va en el interés de la libertad y la democracia, y es
esencial en la "guerra contra el terrorismo". Cuando comenzó la guerra de Irak,
hace casi dos años, casi tres cuartas partes de los estadunidenses respaldaban
la guerra. Hoy, las encuestas de opinión pública muestran que por lo menos la
mitad de la ciudadanía considera que fue un error ir a la guerra.
Es claro lo que ocurrió en estos dos años: una consistente erosión del respaldo
a la guerra, conforme la gente se hizo más y más consciente de que el pueblo
iraquí, que se supone recibió a las tropas estadunidenses con flores, se opone
masivamente a la ocupación militar. Aunque los principales medios de
comunicación se niegan a mostrar la tremenda cuota que la guerra cobra entre los
hombres mujeres y niños iraquíes o a mostrar a los soldados estadunidenses con
miembros amputados, se filtran suficientes imágenes como éstas, más la sombría y
creciente cuota de muertos, y comienzan a tener efectos.
Hay sin embargo aún una gran franja de estadunidenses abierta al cambio, más
allá de la minoría de núcleo duro que no se dejará disuadir por los hechos (y
sería un gran desperdicio de energía hacerlos objetos de nuestra atención). Para
dicha franja amplia, sería importante comparar el grandilocuente discurso de
toma de posesión de Bush acerca de la "diseminación de la libertad" con el
registro histórico de la expansión estadunidense.
Esto no es sólo desafió para aquellos maestros que pudieran darle información a
sus alumnos que no encontrarían en los libros de texto, sino para todo aquel que
tenga la oportunidad de hablar con amigos, vecinos y compañeros de trabajo,
escribir cartas en los periódicos o convocar a pláticas públicas.
La historia es poderosa: es el relato de las mentiras y las masacres que
acompañan nuestra expansión nacional, primero por el continente victimando a los
pueblos indígenas, luego en el extranjero donde dejamos muerte y destrucción en
nuestras invasiones a Cuba, Puerto Rico, Hawaii y especialmente Filipinas. La
prolongada ocupación de Haití y República Dominicana, el envío repetido de
marines a Centroamérica, la muerte de millones de coreanos y vietnamitas, en
ningún caso resultó en democracia y libertad para sus pueblos.
Añadan a todo eso la cuota de jóvenes estadunidenses, especialmente los pobres,
negros y blancos, que no se mide únicamente en cadáveres o miembros cercenados,
sino en todas las mentes dañadas, todas esas sensibilidades corrompidas por
efecto de la guerra. Todas esas verdades se abren camino, contra todos los
obstáculos, y destruyen la credibilidad de los operadores de la guerra,
cotejando lo que nos enseña la realidad contra la retórica de los discursos de
toma de posesión y los boletines de la Casa Blanca.
El trabajo de un movimiento es impulsar el aprendizaje, hacer evidente la brecha
entre la retórica de la "libertad" y la foto de una niña ensangrentada que
llora.
Además, hay que ir más allá de la descripción del pasado y el presente, y
sugerir alternativas a los caminos de la voracidad y la violencia. A lo largo de
la historia, la gente que trabaja por las transformaciones se ha inspirado en
visiones de un mundo diferente. Es posible, aquí en Estados Unidos, resaltar
nuestra enorme riqueza y sugerir cómo dicha riqueza podría hacer viable una
sociedad en verdad justa si no se desperdiciara en guerras, si no la acapararan
los súper ricos.
Estas comparaciones hay que hacerlas. Los damnificados por el reciente desastre
en Asia, los millones que mueren de sida en Africa, claman por justicia ante los
500 mil millones de dólares en presupuesto militar. Las voces de gente de todo
el mundo que se unen año con año en Porto Alegre, Brasil y otros sitios -"otro
mundo es posible"- apuntan a un tiempo en que se borren las fronteras
nacionales, en que los recursos naturales del mundo sean de provecho para todos.
Las falsas promesas de los ricos y poderosos que nos hablan de la "diseminación
de la libertad", podrán cumplirse, pero no serán ellos quienes las cumplan sino
el esfuerzo concertado de todos nosotros, conforme surja la verdad y crezca
nuestro número.
Traducción: Ramón Vera Herrera
* Tomado de The Progressive, marzo de 2005. El trabajo más reciente de
Howard Zinn (en colaboración con Anthony Arnove) es Voices of a People's
History of United States