Internacional
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Conservadores de EEUU con crisis de identidad
Jim Lobe
IPS
Después de cuatro años de "guerra contra el terrorismo", debería estar claro
que la política del presidente estadounidense George W. Bush difícilmente pueda
calificarse de "conservadora", como indican las convenciones periodísticas
usuales.
El carácter esencialmente radical de la política exterior, por ejemplo, fue
evidente casi desde el momento en que Bush se mudó a la Casa Blanca, el 20 de
enero de 2001.
En cuestión de semanas, su gobierno dejó en evidencia su falta de interés en
participar en los esfuerzos multilaterales para combatir el recalentamiento del
planeta o para promover el desarme.
Al menos, Bush mostró muy poco empeño en preservar el orden multilateral que
Estados Unidos había ayudado a promover durante el pasado medio siglo, y así se
arriesgó, incluso, a sembrar el enojo entre sus más cercanos aliados europeos.
Aun así, en los primeros nueve meses del gobierno, los halcones --alianza de
neoconservadores, nacionalistas agresivos y la Derecha Cristiana-- estuvieron
bajo el control de los denominados "realistas", que habían dominado la política
exterior durante 50 años.
Pero los atentados que dejaron 3.000 muertos en Nueva York y Washington el 11 de
septiembre de 2001 rompieron las cadenas que restringían los movimientos de los
defensores de una visión unilateralista del mundo, quienes pudieron así ensayar
la creación de un "mundo unipolar".
En este nuevo escenario, Washington haría las normas, las aplicaría con su
abrumador poder militar y las dejaría de lado cuando se saliera con la suya.
Tal concepto del orden mundial, ilustrado dramáticamente con la invasión y
ocupación de Iraq, provocó una rebelión en filas conservadoras.
Los "paleoconservadores" y algunos "libertarios" fueron los primeros en desertar
del gobierno, acusándolo de desarrollar una política exterior incompatible con
los valores republicanos, por su intención de crear un imperio de gran poder
militar y fuerzas prestas a trasladarse a cualquier lugar del planeta.
"Una república, no un imperio": ése fue el título utilizado por el
paleoconservador Pat Buchanan para criticar, con un libro entero, la política
internacional del gobierno.
También expresaron grandes reservas los realistas que dominaron la política
exterior en el gobierno de George Bush, padre del actual presidente (1989-1993),
quienes, sin embargo, no se rebelaron abiertamente para no quemar los puentes
hacia el joven Bush.
A pesar del poderío militar dominante de Washington, argumentan, las ambiciones
unipolares suponen para el gobierno un riesgo de "exceso imperial", con
compromisos que sobrepasen la capacidad económica y política del país para
cumplirlos sin apoyo de otras naciones.
Estos compromisos también amenazan el actual orden mundial y las instituciones
que lo sostienen --incluida, por ejemplo, la Organización del Tratado del
Atlántico Norte (OTAN)--, de las cuales Estados Unidos fue el principal creador
y beneficiario. ¿Por qué los conservadores querrían ponerlas en peligro?
Los conservadores también tildan de peligrosa y utópica la insistencia del
gobierno en ubicar en la cúspide de su agenda internacional la exportación de la
democracia. Esta concepción, afirman, es la antítesis del pensamiento
conservador, que tradicionalmente destaca el rol de la cultura y la historia en
el desarrollo político de otros países.
Las posiciones realistas son ampliamente compartidas tanto por los burócratas de
la seguridad nacional --quienes, en tanto burócratas, tienden a ser
conservadores por naturaleza-- como por los defensores a ultranza de la
Constitución, la más conservadora de las normas de Estados Unidos.
Para no manifestar sus opiniones en público por temor a represalias de un
gobierno que ha demostrado afán de venganza y terquedad, estos funcionarios
profesionales del servicio exterior, los servicios de inteligencia y las fuerzas
armadas en actividad --la mayoría de ellos del Partido Republicano-- han
ventilado sus críticas a través de sus colegas retirados.
Entre ellos figuran figuras de fuste como el ex comandante en jefe del Comando
Central de Estados Unidos, general Anthony Zinni, el ex director de la Agencia
Nacional de Seguridad, general William Odon, y una creciente cascada de
críticos.
Todos estos conservadores disidentes --libertarios, realistas,
paleoconservadores y burócratas-- han demostrado la certeza de sus
preocupaciones acerca del radicalismo de la política exterior. Pero la falta de
interés del público por los asuntos internacionales le ha restado impacto a sus
cuestionamientos.
De hecho, los votantes republicanos, que tienden a ser más provincianos y menos
educados que los demócratas e independientes, se han inclinado por darle la
razón al gobierno, pues creen que la política exterior de Bush sólo tiene
impacto fuera de fronteras.
En ese sentido, Bush, el vicepresidente Dick Cheney y los halcones del Congreso
legislativo han tenido un acceso mucho mayor a los medios masivos de
comunicación que los conservadores disidentes.
En las últimas semanas, eso parece haber cambiado, pues comenzaron a notarse más
las implicancias domésticas de la política exterior, y no sólo en lo que refiere
al costo del mantenimiento de las tropas en Iraq y la reconstrucción de ese
país.
La última gran crisis en filas republicanas surgió por la revelación de que el
gobierno había ordenado, en secreto, intervenir las comunicaciones entre
ciudadanos estadounidenses y personas en el exterior sin el aval del tribunal
especial a cargo de supervisar esas operaciones.
La defensa de esas acciones por parte de Bush y Cheney empeoró la percepción del
público, al afirmar que el presidente tiene poderes virtualmente ilimitados en
su carácter de comandante en jefe en tiempos de guerra.
De acuerdo con esas declaraciones, la presidencia podría pasar por alto leyes
aprobadas por el congreso, lo que causó consternación entre legisladores
conservadores que hasta ahora habían seguido con fidelidad la línea dictada por
el gobierno.
Según el punto de vista del gobierno, un presidente en tiempos de guerra puede
hacer las leyes, aplicarlas e ignorarlas si se interponen en su camino,
concepción que contradice el sistema de pesos y contrapesos que establece
controles recíprocos entre los poderes del Estado.
Y la división de poderes está en el corazón conservador de la constitución
estadounidense.
Frente a las cámaras de televisión, el analista republicano Bruce Fein acusó a
Bush de atribuirse "más poder que el rey Jorge (de Inglaterra) en tiempos de la
Revolución" que culminó con la independencia de Estados Unidos.
"El presidente Bush representa un peligro claro para el estado de derecho",
volvió a advertir, en una columna publicada por el diario conservador The
Washington Times.
La también columnista conservadora Anne Applebaum, del diario The Washington
Post, advirtió que "el estado de derecho es más fundamental para el éxito
nacional que la democracia o la libertad, pues sin él las otras no pueden
existir".
"No hay democracia si el presidente, una vez elegido, puede cambiar las normas",
rezongó Applebaum.
Para el ex consejero de inteligencia de la Casa Blanca y ex senador republicano
Warren Rudman, la vigilancia de los ciudadanos son la correspondiente
autorización es "causa de gran preocupación".
Al discutirse la extensión de la Ley Patriótica antiterrorista a fines de este
mes, el senador republicano John Sununu citó al padre del conservadurismo
estadounidense, Benjamin Franklin: "Aquellos que renuncian a las libertades
esenciales para comprar un poco de seguridad temporal no merecen ni la libertad
ni la seguridad."
Aún está por verse si estos cuestionamientos florecerán en una investigación
legislativa más amplia sobre la visión presidencial de las facultades del Poder
Ejecutivo.
Pero la naturaleza radical de las ideas que prevalecen en la política exterior
del actual gobierno deberían obligar, al menos a los periodistas, a revisar a
quienes califican de conservadores y a quiénes no.