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Francia: la aparición del subsuelo
José María Pérez Gay /I
La Jornada
Franceses protestan contra el estado de excepción y en demanda de un
Estado social de emergencia, frente al Palacio Saint Michel, en París, luego de
la ola de disturbios que ocurrió en los suburbios de la ciudad y varias
entidades francesas, en imagen del pasado 16 de noviembre FOTO Reuters
La tarde del jueves 27 de octubre, un grupo de jóvenes musulmanes jugaban un
partido de futbol en los Clichy-sous-Bois, suburbio de París. Al regresar a sus
casas, unos 12 policías aparecieron de pronto y detuvieron a seis sin cargo
alguno. Bouna Traoré de 15 y Zyed Beena de 17 años salieron corriendo y los
policías detrás de ellos. En la persecución vertiginosa se encontraron con
Muhittin Altun, otro joven musulmán de 16 años; los tres siguieron corriendo por
un pedregal y se toparon de pronto con la valla metálica de una central
eléctrica. Saltaron la valla con gran agilidad y entraron, para su desgracia, en
la caseta de un transformador de alta tensión. Bouna y Zyed murieron
electrocutados; Muthittin resultó herido con graves quemaduras, pero salvó la
vida. Unos días después declaró que huían de los policías, y para evitar ser
capturados entraron, sin darse cuenta del riesgo mortal, en la caseta del
transformador. "Nos escondimos allí durante una hora, Bouna tocó un cable",
declaró Muhittin, "sentimos un golpe y el ruido de una descarga eléctrica." Esa
tarde nadie pudo adivinar que la desgracia de Bouna y Zyed iba a prender la
llama de la rebelión juvenil más impresionante de la historia moderna de Europa.
Cuando Querido Moheno (1874-1933), periodista y diputado mexicano del gobierno
usurpador de Victoriano Huerta, vio en 1913 a las "hordas zapatistas" pasar a
caballo frente a su ventana, habló de la aparición del subsuelo. La
Francia moderna, nacida de la revolución de 1789, un Estado democrático, rico,
industrializado, defensor a ultranza de los derechos humanos, emblema de la
cultura occidental, una de las naciones más importantes de la Unión Europea,
cuyo proyecto, entre muchos otros, se proponía la asimilación y la integración
de los inmigrantes, ha visto también, en 2005, la aparición del subsuelo, el
fantasma de la guerra civil en los sótanos de sus ciudades. En diez meses de
2005, las llamas se han llevado 30 mil automóviles de los suburbios franceses.
En el último mes fueron más de 6 mil 600. ¿Pero quiénes son esas bandas de
adolescentes sin líderes, sin organización, sin ideología ni proyecto político,
que se lanzan a las calles con una indomable voluntad de combate y destruyen
todo lo que representa al Estado, a los servicios públicos y, sobre todo, a los
policías, los brazos armados de Nicolas Sarkosy, el ministro del Interior.
Francia nunca dejará de sorprendernos. La primera gran rebelión de adolescentes
en la historia moderna ha surgido en su territorio. El sábado 29 de octubre la
revuelta ya era incontenible. Los jóvenes de 14 y 16 años incendiaron vehículos,
destruyeron más de 100 edificios públicos, saquearon y arrasaron centenas de
comercios. Los vecinos de la barriada de Aulnay-sous-Bois no dieron crédito a
sus ojos. "Han quemado los automóviles de la gente pobre, sin recursos, de los
que no podemos meterlos en un estacionamiento privado, ni tenemos un seguro que
nos pague el dinero que aún debemos", decía François Ledux, un hombre de 40 años
del barrio de Rose des Vents, en la delegación de Aulnay-sous-Bois, el corazón
de la violencia en la banlieue (periferia) parisina, donde además habitan
los inmigrantes magrebíes y subsaharianos. "No han quemado los Mercedes Benz y
los BMW de los jefes de las bandas, ni de los capos narcotraficantes, ellos
tienen sus automóviles muy bien guardados", afirmaba Ledux.
Aulnay-sous-Bois en el departamento de Seine-Saint Denis tiene algo más de 80
mil habitantes; por paradójico que suene, el barrio de La Rose des Vents, donde
habitan cerca de 24 mil personas -ciudad de torres de hormigón y antenas
parabólicas, salas de videojuegos, computadoras, Internet y monitores- era una
suerte de símbolo del proyecto de urbanización parisina, más de 300 colonias
cuyas torres de 15 o 20 pisos de altura -con apartamentos de 25 metros
cuadrados- se extienden a lo largo de la banlieue. Sin embargo, en esa
zona no existe seguridad alguna, sus habitantes viven al margen de la sociedad,
de la policía y de la ley. Muy pocas personas se atreven a salir de noche por
sus calles, no quieren ir ni a la tienda a comprar víveres.
En la noche del viernes 4 de noviembre más de 2 mil 200 automóviles ardían
envueltos en llamas y 250 personas estaban detenidas. Los jóvenes se lanzaban al
ataque en forma organizada, encapuchados y en motos, arrojando cocteles
molotov contra los vehículos estacionados, y luego desaparecían del lugar de
los hechos. Las bandas coordinadas por zonas incitaban a la revuelta a través de
Internet, llamaban a otras ciudades a la rebelión contra la autoridad
gubernamental, en particular contra Nicolas Sarkosy, el ministro del Interior.
Sarkozy había resbalado sobre una pista de hielo cuando llamó raicailles
(canallas, escoria, gentuza) a las bandas. Los jóvenes -y adultos de
veintitantos- de las banlieues (suburbios) asumieron el insulto, "ahora
van a conocer a la escoria" -dijeron- y, en ese preciso momento, dio lugar a la
primera batalla contra los odiados agentes antimotines (CRS), el resultado: un
muerto y 37 heridos. La revuelta de los jóvenes de la banlieue no es sino
el fracaso de la resignación; la rabia que se descarga de inmediato; el
ciberespacio les acerca aún más el mundo al cual nunca tendrán acceso, al que
nunca podrán pertenecer. Esa inmediatez de la resignación ha sido desafiada por
la muy distinta inmediatez de la espontaneidad y la voluntad, por el autismo de
sus combatientes y sus pulsiones autodestructivas. Los jóvenes vándalos
franceses, magrebíes y subsaharianos nos revelan los misterios e incógnitas que
yacen ocultos en el subsuelo mismo del mundo contemporáneo de la globalización.
Por primera vez enfrentamos una utilización insólita del ciberespacio. Muchos
jóvenes han grabado con sus cámaras las escenas de violencia en las que
participaron; las conservan como un recuerdo de sus actuaciones estelares, un
antídoto contra el veneno lento del anonimato, del silencio y la resignación.
Los nómadas urbanos, esa categoría tan atractiva para Oswald Spengler, se
encuentran marginados de la sociedad, pero no del gueto y del ciberespacio, de
los teléfonos celulares y de las imágenes digitales de la destrucción; los blogs,
la bitácora en línea, una suerte de relación de los hechos, recuentos diarios de
los días en una página de Internet, han superado a la revuelta misma, se
reproducen miles y miles de fotos de los autos en llamas, los mensajes enviados
en clave narran las aventuras de la noche, la atracción del abismo, el imperio
del odio contra los policías, a quienes llaman smiths como en la película
Matrix. Los jóvenes de la banlieue son mirones muy enterados.
"Quienes se lanzan a quemar coches pertenecen a la tercera generación, los que
tienen entre 13 y 18 años", afirma Didier Carmignac, profesor de preparatoria en
Rose des Vents, "y representan hasta 20 por ciento de la población de estos
barrios". Más todavía: "no tienen una identidad definida, no se sienten
franceses, nunca han visto trabajar a sus padres, sólo conocen el desempleo y la
delincuencia, además es un grupo que siente un rechazo patológico a la lectura".
La televisión, los monitores y la Internet -la hegemonía de la industria de
la conciencia virtual- los han poseído desde hace muchos años, les ha
arrebatado la capacidad de leer y pensar.
El departamento de Seine-Saint-Denis, el más afectado por la revuelta, tiene una
población de l.4 millones y en sus calles conviven más de 70 nacionalidades; el
número de desempleados asciende a 14 por ciento, y son 47 mil personas las que
cobran el salario de desempleo (RMI). "En los apartamentos de interés social de
la calle de Helené-Cochnnec", cuenta Carmignac, "las pequeñas bandas desean
destruirlo todo: coches, almacenes, gimnasios, sobre todo escuelas primarias.
"Si algún día nos organizamos", le dijo un joven de Rose des Vents a Carmignac,
"tendremos granadas de fragmentación, explosivos, metralletas Kalaschnikov (...)
Nos daremos cita en la Bastilla y será la guerra. Cada vez que lanzamos un
coctel molotov, estamos pidiendo auxilio. No tenemos palabras para explicar lo
que sentimos. Sólo sabemos hablar con el fuego".
El domingo 6 de noviembre, la furia de la destrucción adolescente alcanzó un
récord difícil de superar: mil 406 vehículos incendiados y 395 personas
detenidas. La rebelión se extendía cada vez más: 274 ciudades afectadas, entre
ellas Rennes, Toulouse, Nancy, Montpellier, Burdeos, Clemont-Ferrand; mil 285
detenidos, 5 mil 244 automóviles incendiados en la provincia, 77 policías
heridos de gravedad, 31 bomberos con quemaduras de segundo grado. En la
madrugada del lunes, las bandas devastaron todo lo que encontraban a su paso:
cuatro bibliotecas municipales, tres guarderías infantiles, dos iglesias
católicas, siete oficinas de correo, cinco comisarías, las reservas de
medicamentos de varias farmacias, las conservas de los supermercados, y todo
tipo de comercios, zapaterías, boutiques, artículos deportivos. En la
medianoche, la policía francesa encontró otros 453 vehículos incendiados, entre
ellos muchos autobuses y arrestó a otras 65 personas. A pesar de que el gobierno
había impuesto el toque de queda, y Dominique Villepin, el primer ministro,
llamaba a mil 500 reservistas, que se unirían a los 9 mil 500 agentes en activo,
nadie pudo detener la revuelta de los jóvenes de la banlieue.
La aparición del subsuelo no comenzó el pasado 27 de octubre, cerca de París,
con la muerte de dos jóvenes musulmanes que escapaban de la policía. Desde el 1º
de enero de 2005 se han registrado en Francia cerca de 72 mil casos de violencia
urbana, 32 mil vehículos incendiados, 442 combates entre las bandas de jóvenes.
En esta rebelión no sólo ha fracasado, me temo, el modelo de integración
multicultural de Francia, sino también y sobre todo el de la globalización.