Europa |
Kale borroka en la Bastilla
Rafael Cid
Sorprende la estúpida imprevisión de nuestros publicitados diligentes
gobiernos. El Estado de este primer tercio del siglo XXI es un muy engrasado
artefacto global, neocapitalista y preventivo. Acciones punitivas contra
enemigos en barbecho, leyes restrictivas de libertades fundamentales para aislar
a supuestos enemigos domésticos e injerencias humanitarias urbi et orbi jalonan
su hoja de ruta. Y sin embargo, en casa del herrero cuchillo de palo, como
demuestran los sucesos que a golpe de cóctel molotov revientan las noches de
muchas ciudades galas.
La nueva versión de la kale borroka que está teniendo lugar en las últimas
semanas en Francia describe la falacia de una política preventiva basada en el
autobombo y destapa la futilidad de unas normativas motivadas por la
escenificación mediática. Ejecutivos y legislativos que son capaces de colocar
una fuerza de intervención en los sitios más insospechados del mundo por
intereses de alta geopolítica o cercenar derechos por razones de Estado, se
muestran incapaces de prever motines que han crecido bajo sus propias narices.
Ahí no hay previsión, ni prospectiva, ni anticipación, ni perspectiva, sólo la
política del estacazo que los Sarkozy de turno llaman de "firmeza y justicia",
cuando en realidad detrás de esta kale borroka se ocultan miles de pequeñas y
desgraciadas historias de frustración, explotación y desesperanza. Claro que
entre los que atizan la revuelta y hacen pira de vehículos y mobiliario público
hay auténticos gamberros, porque no se trata de una nueva toma de la Bastilla
que insufle un cambio de época. Pero también hay agentes provocadores y
mercenarios empotrados para hacer de esos ataques indiscriminados de odio social
un avispero capitalizado por los adalides de la ley y el orden.
Poco importa que la falta de futuro que corroe a buena parte de esa
lumpenjuventud, sin salida laboral o con empleos de subsistencia y sin los
mínimos recursos para establecer un proyecto de vida, esté en la raíz del
problema. Anden ellos caliente y zúrrense las gentes. La democracia metonímica
de lo políticamente correcto hace que se truquen causas por efectos, porque
prevenirlos significaría rectificar al alza la fórmula de asignación de recursos
sociales sobre la que pivota la autista opulencia de una élite.
Mayo del 68 fue sobre todo el movimiento de contestación de una juventud,
estudiantil y obrera, contra un sistema caciquil que era incapaz de escapar a la
sofocante ritualización de un orden autoritario y paternalista. Pero en el nuevo
ludismo que se intuye entre las ascuas de este otoño parisino de 2005 no anida
únicamente una bronca refutación de la desigualdad de clases. La denuncia más
estridente de esta kale borroka tiene que ver con resortes memos ideológicos y
mucho más primarios. Estamos ante una pandemia protagonizada por los sin techo,
los sin trabajo, los ciudadanos-patera que naufragan en la sociedad de la
abundancia y responden paulovianamente mediante el único legado que le ha
inculcado el sistema: la violencia.
Un violencia gregaria, pirómana y prefascista que expresa el fracaso de un
modelo de convivencia centrado en el cuanto peor mejor, cuanto peor para los más
mejor para los menos. Una violencia que nunca se podrá llamar impunemente
gratuita sin antes no condenar la política irresponsable y suicida de una casta
dirigente incapaz de comprender que la historia ni tropieza ni se detiene. Y
que, por ejemplo, cuando se olvida el clamor de un referéndum para una
Constitución en Europa que exigía que el hombre y no el mercado volviera a ser
la medida de todas las cosas, se están creando las condiciones para mutaciones
sociales.