Europa |
La República Francesa se desmorona por las costuras
deshilachadas de su revolución
Tras la batalla de Bailén en tierras andaluzas, que le infligió a Napoleón la
primera derrota de su vertiginosa carrera militar, dos personajes de mi novela
La parábola de Carmen la Reina parten rumbo a Granada. Uno es Moisés
Botines, guerrillero de Artefa, que fue a la guerra únicamente para cumplir una
venganza familiar. El otro se llama Pierre Le Borgne, es un pariente lejano de
Robespierre y acaba de desertar del ejército imperial porque ha decidido
quedarse en España, donde castellanizarán su nombre y pasará a llamarse Pedro
Tuerto. Estamos en 1808, sólo dos décadas después de la Revolución Francesa.
Moisés Botines le pregunta:
-Cuéntame lo que pasó en tu tierra durante la revolución.
-La revolución estuvo bien, pero me parece a mí que algún día habrá que hacer
otra mejor, porque en Francia los pobres siguen tan miserables como antes.
Hoy, en noviembre de 2005, no ya dos décadas sino dos siglos después, las cosas
siguen igual y los pobres son tan miserables como entonces en una sociedad con
un barniz de abundancia, que esconde a sus desheredados en esa suerte de patio
trasero invisible que son los guetos urbanos, mientras la clase política
hace gárgaras a diario con la palabra democracia y repite incansable palabras
vacías como libertad, igualdad y fraternidad, sobre las cuales se fundó una
grandeur que hace tiempo dejó de existir.
La Revolución Francesa, la primera de la historia, dejó sin solucionar el
problema original de las desigualdades sociales, porque lo que buscaba la
burguesía triunfante no era en modo alguno cambiar las estructuras económicas de
dominación, sino ocupar la silla de la aristocracia. Sin tratar de quitarle
mérito a los avances indudables que supuso aquel cataclismo con respecto al
régimen feudal anterior, podría decirse que el traje revolucionario de
Robespierre no se confeccionó con tejido nuevo, pues fue más bien un remiendo de
la anticuada indumentaria real; pero sus costuras, estiradas hasta el límite en
los últimos años por la globalización, se están ahora deshilachando.
La República Francesa puede enorgullecerse de muchas cosas: de haber engendrado
en su seno a la Comuna, de su larga tradición de tierra de acogida, de la
Resistencia frente al nazismo o de su magnífico sistema de enseñanza pública –la
escuela republicana-, que los gobiernos derechistas de Raffarin y de Villepin
están destruyendo poco a poco al limitar sus presupuestos, pero también
es culpable de colonialismo en África o de aquella guerra sucia y genocida que
libró y perdió contra los argelinos [1]. Tales crímenes, que el Estado francés
no ha reconocido nunca [2], son el germen de los disturbios que hoy aterrorizan
al Elíseo.
El colonialismo, aquel sistema de pillaje que enriqueció a Europa durante cuatro
siglos y sentó las bases de la inalcanzable distancia existente entre el Primer
Mundo y el Tercero, ha terminado por funcionar como un bumerang demográfico para
las antiguas metrópolis, que tras haberse implantado por la fuerza en tierras
lejanas sin que nadie las invitase, ven ahora cómo los antiguos nativos las
invaden a su vez para huir de la miseria que dejaron al descolonizar, en una
especie de conquista a la inversa o, si se quiere, de venganza de la historia.
España, Portugal, Francia o Inglaterra, mal que les pese, están hoy cambiando de
color a causa de la llegada masiva de cientos de miles de parias que no tienen
nada que perder. El capitalismo y el racismo que aquí imperan (¿acaso no son la
misma cosa?) es una combinación explosiva que no cesará de llevar al límite las
contradicciones de nuestros países mientras sigamos sin remediar el eterno
problema del reparto de la riqueza.
Pero volvamos a Francia, que es donde ahora ha estallado la conflagración. Todas
las ciudades francesas, grandes y pequeñas, acogen hoy minorías árabes y negras
procedentes de países tales como Argelia, Marruecos, Túnez, Camerún o Costa del
Marfil. La integración es escasa y en algunos lugares inexistente. Los árabes no
son árabes, sino beurs; los negros no son negros, sino blacks,
ambos términos igual de racistas y despectivos que el de sudacas con que
muchos bienpensantes españoles conocen a los latinoamericanos. Hasta aquí nada
se sale del molde habitual de cualquier sociedad occidental venida a más. Pero
eso no es todo: en la tierra de la libertad, la igualdad y la fraternidad, los
beurs y los blacks no gozan en términos prácticos de los mismos
derechos que el francés «pura sangre», se los discrimina con sutileza por su
acento o su color, viven hacinados en barrios insalubres donde no hay trabajo ni
esperanza de obtenerlo y, para colmo, se los culpa de manera colectiva de la
inevitable delincuencia que esa situación tan arbitraria suele producir. Si un
francés de origen árabe atraca un banco, viola a una muchacha o comete un
asesinato se dirá que lo ha hecho un árabe. Si esos mismos delitos los comete un
francés de apellido Dupont o Lachapelle, se dirá que el autor es un delincuente,
sin hacer mención de su origen. Por supuesto, no se debe generalizar, ya que no
toda la sociedad francesa es así.
Beurs y blacks forman un subproletariado urbano que sólo
necesitaba una pequeña chispa para que estallase la conflagración. Esa chispa la
ha venido propiciando el actual ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, un
ultraderechista partidario de la mano dura que desea convertirse en presidente
de la República en las próximas elecciones y que ha adoptado la ley y el orden
como estandarte. Desde que entró en el ministerio, ha suprimido la policía de
barrio, que era un cuerpo integrado en las comunidades, y le ha concedido plenos
poderes a la policía antidisturbios, formada en buena parte por jóvenes con
escasa formación, dudosos modales (tutean autoritariamente a sus interpelados,
en un país que se había distinguido siempre por su cortesía) y marcada tendencia
a sospechar posibles delitos cada vez que perciben por las calles una pandilla
de «minorías visibles», eufemismo políticamente correcto cuando no se quiere
mencionar el color de la piel.
El pasado jueves 27 de octubre, en el suburbio parisiense de Cliché-sous-Bois,
dos adolescentes de origen árabe que al parecer huían de las fuerzas policiales
se refugiaron en un transformador y murieron electrocutados. El gobierno dijo
luego que los policías no los estaban persiguiendo a ellos, sino a otros, si
bien llegaron a conocer que ambos se habían adentrado en la planta eléctrica, lo
cual ha permitido que el tribunal de justicia de Bobigny inicie una encuesta
contra un agente por «falta de asistencia a personas en peligro». Los hechos
siguen sin elucidar, pero aquellas dos muertes significaron el comienzo de una
insurrección urbana que desde entonces no ha cesado de crecer y de extenderse a
todo el país, azuzada por el inadmisible verbo de Sarkozy, que no duda nunca a
la hora de tratar a la pequeña delincuencia de «chusma indeseable».
Naturalmente, la clase política francesa, siempre deseosa de proceder a
soluciones cosméticas pero nunca de poner el dedo en la llaga de la injusticia,
habla ahora de bandas mafiosas, de redes de tráfico de drogas en los barrios o
incluso de astuta utilización de los jóvenes insurrectos por parte de grupos
islamistas. De lo que no se le ocurre hablar, ni por asomo, es del viejo
concepto marxiano de la lucha de clases. Y no señalo aquí solamente a los
miembros de la derecha -que al menos en Francia tienen la decencia de
autodenominarse de derecha, no de centro, como en España-, sino a los capitostes
de la izquierda oficial, que huyen como la peste de cualquier desliz semántico
relacionado con el marxismo y se sienten muy felices con la posibilidad de
alternar de vez en cuando en el poder, aunque sea al precio de bajarse los
pantalones y permitir sin rechistar que el auténtico control de las riendas
públicas esté en manos privadas. No hay nada nuevo bajo el sol.
¿A qué estamos asistiendo estos días en Francia? ¿Se trata de delincuencia común
disfrazada de protestas populares o más bien del hartazgo intolerable de una
clase social excluida? Yo me inclino por lo segundo. Los jóvenes airados del
patio trasero francés responden a treinta años de humillaciones mediante la
violencia, la única forma de manifestarse que tienen para llamar la atención de
los medios. Es más, me atrevo a afirmar que se trata de una variante,
asimismo revolucionaria, de aquel mayo francés de 1968, que sirvió únicamente
para que De Gaulle dejase la política activa y para poco más, pues las fuerzas
del mercado terminaron por diluir los avances que se obtuvieron. Los estudiantes
que lograron poner patas por alto el país en la década de los sesenta sentían la
misma insatisfacción que los marginados actuales de los guetos de Francia.
Aquéllos querían y éstos quieren cambiar la realidad y para eso está la lucha de
clases. Ni unos ni otros sabían o saben a ciencia cierta cómo hacerlo, pero lo
desearon y lo desean con todas sus fuerzas. Cada uno lucha con las armas que
posee.
La violencia que acompaña a todo acto revolucionario, por muy desagradable o
injusta que sea si se contabilizan sus víctimas caso por caso, no deja de ser
una imagen especular de esa otra violencia larvada que consiste en tolerar el
desempleo, el racismo, la exclusión, el menosprecio y la pobreza. A esta
violencia, a mi parecer mucho más delictiva e inmoral, los jóvenes responden
quemando automóviles y mobiliario urbano. No estoy defendiendo aquí tales
acciones -en sí mismas, delitos indefendibles-, sino tratando de entender por
qué ocurren, qué las ha provocado. Esos beurs, esos blacks,
podrían haber sido personas amables y respetuosas con la República si ésta
hubiera sido respetuosa con ellos. Pero no lo fue.
El análisis de los disturbios actuales como un problema de orden público que
necesita represión es una trampa ideológica típica del pensamiento derechista,
pues al centrarse en los efectos, no en las causas de tales efectos, deja sin
responder la pregunta fundamental: ¿Es normal que en una sociedad se considere
normal que haya ricos y pobres? Si la respuesta es que sí, asistiremos al
maquillaje de siempre: ayudas económicas circunstanciales, visitas paternalistas
del presidente a los barrios afectados, leyes redactadas a toda prisa que
hablarán de igualdad de oportunidades y, cuando se calmen los ánimos,
olvidaremos el asunto, los árabes seguirán siendo beurs, los negros
blacks, los ricos, ricos y los pobres, pobres. Y así hasta la siguiente
escaramuza.
En cambio, si la respuesta fuese que no, se afrontaría el problema y se
cambiaría el modelo económico imperante, que es el origen de la enfermedad. Por
supuesto, dicho de esta forma, más de un lector esbozará una sonrisa, pues si
fuera tan fácil de resolver ya estaría resuelto.
Lo cual me lleva a la pregunta final de estas disquisiciones. ¿Es posible un
cambio revolucionario en Francia? Mi respuesta es un no rotundo. Ya he dicho en
algún otro lugar que para mí el socialismo, es decir, el reparto igualitario de
la riqueza, sólo tiene hoy posibilidades de triunfar en América Latina,
probablemente porque sus desheredados constituyen la mayoría de la población,
han sufrido más y están más dispuestos a seguir hasta la muerte a cualquier
líder que los ame y se ocupe de ellos. La prueba es que cuando aún eran posibles
las revoluciones armadas el pueblo de Cuba respondió a la consigna
revolucionaria y que hoy, descartadas ya las guerrillas, el pueblo venezolano
está revolucionando su país por medio de las urnas.
Sería maravilloso creer que en Francia pudiese surgir un Hugo Chávez capaz de
canalizar con el voto de las masas la energía vital de esos jóvenes
desesperanzados y de toda la enorme franja de la ciudadanía francesa nativa que
es solidaria, generosa, que no se siente superior a los demás, que no es
racista, que desea compartir, que aspira al socialismo. Pero, por desgracia, ese
líder ideal no ha nacido todavía. Por eso, no habrá una segunda revolución como
era el deseo de mi personaje Pierre Le Borgne. Por eso, también, la lucha de
clases seguirá latente en el patio trasero del viejo país de Robespierre.
Notas
[1] Para mayor detalle sobre la actitud del Estado francés sobre la guerra nunca
declarada de Argelia, véase Políticas del perdón, de Sandrine Lefranc
(traducción de Manuel Talens), Editorial Cátedra, Madrid 2004.
[2] La realidad es incluso más grotesca, pues a esa ausencia de reconocimiento
de los crímenes colonialistas se suma ahora una autoalabanza de carácter legal:
el 23 de febrero de 2005, los diputados y senadores franceses adoptaron una ley
que reconoce «la obra realizada por Francia» en sus antiguas colonias. El
artículo 4 de dicha ley exige que los programas escolares «reconozcan en
particular la labor positiva de la presencia francesa en ultramar». A partir de
ahora los estudiantes franceses sólo tendrán acceso a estudiar la impoluta
Historia Oficial. Agradezco a Salim Lamrani esta información.
*Manuel Talens es escritor español (