Argentina: La lucha continúa
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La inflación del modelo
Claudio Katz
EDI
El rebrote actual de la inflación es consecuencia del propio modelo exportador
que impulsa el gobierno. En condiciones de alta concentración oligopólica y
continuada desindustrialización, este esquema amenaza la continuidad del
crecimiento y agrava el empobrecimiento.
Algunos funcionarios minimizan el problema recordando que un aumento de los
precios del 8 al 15% anual es irrelevante en comparación a la carestía de los
años 80 o a la hiperinflación de los 90. Pero en la actualidad, cada punto de
inflación sin compensación salarial agrega 125.000 nuevos pobres a un infierno
de miseria que no existía en esa época.
El incremento promedio del 4% de los precios minoristas durante el primer
trimestre incluyó una suba del 5,9% de la canasta de alimentos, que afecta
directamente a los desamparados. Si el repunte inflacionario no tiene
contrapesos en aumentos de sueldos y subvenciones a los desempleados, medio
millón de pobres se agregarán al 40% de la población que no cubre sus
necesidades básicas. Existe un segmento fronterizo de 9% de cuasipobres que
recaerá en la miseria si persiste la carestía.
La inflación tiene numerosas raíces en un país con precios históricamente tan
descontrolados. Pero el resurgimiento actual no obedece a las distintas
hipótesis que manejan los funcionarios del gobierno.
EL FANTASMA DE LOS SALARIOS.
Lavagna ha retomado el viejo diagnóstico patronal de la inflación por salarios
para culpabilizar a los trabajadores por la carestía. Por eso intenta eliminar
los aumentos por decreto y quiere condicionar la recuperación de los sueldos a
incrementos de la productividad, negociados con cada sector empresario. Presenta
este mensaje como un acto de protección hacia los pobres, recordando que "en la
carrera contra los precios siempre pierden los salarios". Pero no menciona que
los capitalistas necesitan el auxilio de sus ministros para ganar este puja.
Si la inflación dependiera del salario, el derrumbe actual de los sueldos
debería mantener planchado a los precios. Son los capitalistas y no los
trabajadores quiénes manejan esta variable, introduciendo remarcaciones frente a
una suba de los sueldos. Avalar este traslado como una reacción natural
presupone asumir la visión de los empresarios, porque el salario constituye un
costo sólo para ellos. Para los trabajadores es un ingreso que disminuye en
términos reales cuándo hay inflación.
Atribuir en la actualidad la inflación al costo salarial es completamente
absurdo, porque esta variable se ubica en un 20 o 30% por debajo del nivel
vigente antes de la devaluación. Los capitalistas han logrado un ahorro que solo
difiere según la rama, el destino de los bienes y la productividad de cada
firma. Todos los empresarios lucran con el retroceso de los salarios reales que
en promedio se ubican un 13% por debajo de diciembre del 2001. Esta pérdida es
menor entre los trabajadores del sector privado formal, pero se eleva al 28 %
entre los empleados públicos y al 26% entre los informales.
Por su parte Kirchner se orienta a aceptar un "nivel moderado de inflación",
como si esta perspectiva fuera indolora. Una carestía perdurable sería
particularmente dramática para los desocupados y la mitad de la población
asalariada que se encuentra contratada en empleos de pobreza. Para ellos
cualquier suba de precios significa enfermedad, desnutrición y embrutecimiento.
EL FRENO DE LA DEMANDA
Otros funcionarios como Redrado diagnostican que la inflación resurgió porque en
los últimos meses el consumo crece por encima de la inversión. Pero un repunte
de este tipo debería ser transitorio y quedar acotado a los productos adquiridos
por los sectores altos ingresos. Explicaría los aumentos de ciertos servicios,
pero no la suba generalizada que en el último año afectó al 96% de las
mercancías.
En el contexto de ingresos polarizados que caracteriza a la Argentina es falso
sugerir que la demanda global infla los precios. Con la reactivación de los
últimos años la torta se agrandó en comparación al desplome precedentes, pero
también se ampliaron las porciones que deglute la minoría. La brecha entre el 10
% más rico y más pobre pasó de 24,25 veces (mayo 2003) a 27,81 veces (diciembre
2003) y luego a 28,94 veces (mayo 2004). Los privilegiados recobraron su nivel
de hiperconsumo, pero la mitad del país carga con la cruz del subconsumo.
Los economistas más ortodoxos del gobierno que temen el recalentamiento de la
demanda intentarán ajustar el torniquete monetario (subejecución del gasto,
recorte de la emisión, incremento de tasas de interés), mientras refuerzan el
apretón fiscal sobre la clase media.
Pero estas medidas tienen limitada efectividad en el marco de inédita austeridad
que impuso Kirchner. Cualquier sugerencia monetarista de inflación por emisión
es un despiste completo en la actualidad. Con el gasto estatal en un piso sin
precedentes, la impresión de billetes no amplifica la escalada de los precios.
Lo que reina es el dogma del superávit fiscal y el circulante se mantiene
contraído por la baja monetización que legó el colapso bancario.
CONCERTACIONES FALLIDAS.
Otro sector del gobierno más cercano al presidente considera que la inflación se
origina en las remarcaciones que disponen las 200 empresas formadoras de
precios. Por eso los funcionarios intentaron negociar un acuerdo para frenar la
escalada, pero sin lograr ningún resultado. Ahora discuten con las mismas
empresas el lanzamiento de una "canasta social" de alimentos básicos. Nadie sabe
porqué funcionaría esta segunda variante luego del fracaso de la primera
concertación. La nueva canasta permitiría disimular los aumentos ya aplicados y
seguramente incluirá bienes de baja de calidad. Podría además servirle a Lavagna
-siempre irritado con los guarismos del Indec- para construir alguna estadística
paralela.
Para actuar efectivamente sobre los formadores de precios habría que utilizar
ante todo las leyes de abastecimiento y emergencia que fueron sancionadas en
épocas de alta inflación y que contemplan multas, clausuras y decomisos de
mercaderías. Pero el presidente ni siquiera menciona esta posibilidad porque
acepta de antemano el chantaje del desabastecimiento. Mientras por un lado
recurre a una negociación heterodoxa con las cúpulas empresarias, por otra parte
exalta la vigencia neoliberal de los precios libres.
En medio de tantas idas y vueltas, Kirchner presentó la anulación de una suba de
combustibles como un éxito de su campaña contra los abusadores. Pero en realidad
ese incremento fue eliminado cuándo apareció una concesión oficial a las
petroleras (importar gas oil sin impuestos). Además, la rebaja es completamente
irrelevante en comparación a la renta que obtienen las compañías por la
diferencia entre costos y precio de venta locales de los combustibles.
Después de ese episodio el presidente igualmente tiende a sustituir el escrache
individual de los remarcadores por un vago llamado a "comprarle a los que no
aumenten". Convoca a los consumidores a hacer lo obvio, imaginando que al cabo
de una jornada laboral agotadora la población dispone de tiempo y energías para
comparar las cotizaciones de cada comercio. Dada la concentración oligopólica de
muchos precios esa recorrida resultará bastante inútil. La soberanía del
consumidor es un mito particularmente absurdo en los sectores controlados por
dos o tres empresas, como lácteos, gaseosas, cigarrillos, envases, cemento o
higiene.
Es indudable que la inflación actual contiene un fuerte componente de inducción
oligopólica, especialmente en combustibles y alimentos. Para preservar su
rentabilidad cercana al 30% anual -que supera al mejor momento de la
convertibilidad- las grandes compañías ajustan precios ante cualquier asomo de
mayores costos.
Un ingrediente central de este impulso son los aumentos de tarifas que ya
dispuso el gobierno, como por ejemplo la suba del 53% de la energía eléctrica
mayorista desde enero del 2004. Qué los futuros incrementos excluyan o no a los
usuarios particulares no será muy relevante. Basta que afecte a los industriales
o comerciantes para que lo sufran todos los consumidores.
La inflación actual que plasman los formadores de precios se encuentra
igualmente contrapesada por la competencia que opone a los propios monopolios.
Lo que gravita más sobre la escalada de precios son las tensiones que emergen
del propio modelo.
LAS EXPORTACIONES Y LA DEUDA
El principal motor de la inflación actual –en un contexto de competencia
monopólica- es el modelo exportador de bajos salarios. Este esquema reaviva el
viejo mecanismo de adaptación de los precios internos al ascenso de las
cotizaciones (o el volumen) de las agroexportaciones. Cómo el empresario puede
colocar el mismo producto fuera del país -obteniendo mayor lucro- traslada ese
adicional al mercado local.
Este alineamiento –que históricamente socavó la estabilidad de los precios en la
Argentina- opera con plenitud desde la devaluación. Por eso en los últimos tres
años la carne subió entre 113% y 150% y el aceite de maíz trepó 339%. Para
contrarrestar este desestabilizador encarecimiento se aplican las retenciones.
Pero con presiones, fraudes fiscales y prédicas neoliberales, las grandes
empresas han logrado atenuar la incidencia de este impuesto.
La carestía actual es un efecto demorado de la devaluación. La baja traslación a
los precios que siguió al fin de la convertibilidad (y que tanto enorgullece a
Lavagna) se está diluyendo. La brecha entre la devaluación (200%) y el aumento
de los precios mayoristas (100%) y minoristas (55%) tiende a cerrarse con la
reactivación que sucedió al colapso deflacionario de 1998-2001.
El propio gobierno apuntala la inflación por exportaciones al sostener la
cotización del dólar. Busca evitar la revaluación del peso, que deriva del
reingreso de capitales y de las expectativas en nuevos negocios. Cómo, además,
el dólar tiende a devaluarse a escala internacional, el costo de este
sostenimiento es cada vez mayor. Si la compra oficial de divisas cruza cierto
límite el impacto sobre los precios será más significativo.
Pero el gobierno debe convivir con este escenario, porque depende del cobro de
las retenciones para mantener el superávit fiscal que destina al pago de la
deuda. No puede rehuir las derivaciones inflacionarias que tanto fastidian al
presidente. El canje de los títulos ha introducido otro factor autónomo de
inflación, al dejar nominado en pesos indexables la mitad del nuevo pasivo. Por
cada punto de incremento de los pecios la deuda trepa 1500 millones de pesos.
Este tipo de desembolsos se financiaron en el pasado con emisión y alimentaron
el círculo vicioso de endeudamiento inflacionario.
EL AHOGO ESTRUCTURAL.
La inflación actual también proviene en cierta medida de la baja oferta
industrial. Este determinante estructural sobrevuela el esquema actual de
crecimiento con reducida inversión. Aunque la producción industrial ya recuperó
el nivel de 1998, la inversión se mantiene un 20% por debajo de ese año y sólo
en el 2004 retomó un signo positivo. Por efecto de la depresión y el default,
los aportes de capital externo para proyectos productivos de largo plazo no
repuntan y los capitalistas locales destinan por ahora el grueso de sus fondos a
especular con inmuebles, acciones y bonos.
La inflación estructural actual es consecuencia de una primarización
acumulativa. El extendido cementerio fabril continúa pesando sobre el conjunto
de la economía. La recuperación solo eliminó la capacidad ociosa de las plantas
ya existentes, pero no revierte el completo abandono de la gran producción
(locomotoras, motocompresoras). Incluso la elaboración local de bienes muy
elementales (biromes, bujías, tubos fluorescentes o cepillos de dientes)
continúa postergada. Por eso solo un tercio de la escasa inversión se destina
bienes de capital, mientras los acuerdos de comercio exterior con Brasil o China
convalidan la demolición industrial. El país ha quedado convertido en un
proveedor excluyente de materias primas.
La ausencia de inversión pública por la prioridad del superávit fiscal refuerza
la desindustrialización y la consiguiente inflación estructural. Cómo ocurrió en
los 90 el gobierno apuesta todas sus fichas al resurgimiento de la inversión
privada. Pero mientras espera se agrava un estrangulamiento de la oferta, que en
algunos sectores como la energía ya conspiran contra la continuidad de la
reactivación.
CONTRADICCIONES Y ALTERNATIVAS.
El gobierno está atrapado por los efectos de la inflación que motoriza su propio
modelo. Desearía eliminarla, pero no puede taladrar los cimientos de su obra. La
inflación ha sido imprevista, pero no es ajena al curso elegido desde la
devaluación. Nadie puede en este caso achacarle culpas a la convertibilidad o a
la herencia menemista.
Los economistas del "Plan Fénix" sostienen que una "inflación tolerable"
resultaría beneficiosa si permite evitar el enfriamiento de la economía. Pero se
olvidan de agregar que esta conveniencia excluye a todos los trabajadores,
desempleados e integrantes de la clase media. Promueven el sostenimiento del
dólar alto con el mismo entusiasmo que auspiciaron la devaluación. Como se
compatibiliza este "tipo de cambio real competitivo" con la redistribución del
ingreso -que también promueven- es un misterio insondable.
El gobierno difunde el temor a la inflación para rechazar las demandas
salariales y restaurar un clima de emergencia, que no se condice con los índices
de crecimiento, ni con las enormes ganancias empresarias. Recurre al auxilio de
la burocracia sindical para contrarrestar los reclamos de los asalariados y
afirma que no hay espacio para reconquistar inmediatamente los derechos
arrebatados a los trabajadores.
Pero la inflación no es un mal inexorable, ni se elimina con nuevos ajustes.
Existen alternativas no contractivas, ni empobrecedoras de política
antiinflacionaria. Aplicando las leyes que están vigentes se podría sancionar a
los responsables de la carestía, recurriendo a la movilización popular si
aparece el desabastecimiento. Congelar primero y revisar después todas las
tarifas permitiría anular un factor de incentivo directo del ascenso de los
precios.
Pero cortar las raíces del impulso inflacionario exige además revertir la
prioridad asignada a las exportaciones en desmedro del consumo popular. El punto
de partida es desvincular los precios locales de sus cotizaciones
internacionales y para ese fin las retenciones son insuficientes por su limitada
eficacia en la regulación de los precios. Aquí se requiere la intervención
estatal directa para la fijación de ciertos precios estratégicos en función de
los costos internos, especialmente en el área de los combustibles.
Como la inflación no se origina en el aumento del consumo masivo es
completamente contraproducente enfriar la demanda popular. Un modelo
antiinflacionario debería actuar en dirección opuesta, incentivando la
recomposición del poder adquisitivo y aumentando simultáneamente la provisión de
los productos prioritarios. La inflación estructural se corrige
reindustrializando con el sostén de la inversión pública.
Pero esta política de obra pública y aumento de salarios es incompatible con el
pago de la deuda. Esta hipoteca es el gran obstáculo para implementar medidas de
protección del bolsillo popular. El fraudulento pasivo apuntala el modelo
exportador, ahoga el gasto social e impide actuar contra el rebrote de los
precios. Después del canje apareció la inflación, para recordar que los efectos
de la deuda no desaparecieron con el fin del default.
16-4-05
* Economista, profesor de la UBA, investigador del Conicet. Miembro del EDI
(Economistas de Izquierda). Su página Web es: www.netforsys.com/claudiokatz