Argentina: La lucha continúa
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Historias de gula y muerte en Villa Lugano
Sebastián Hacher
Lunes, 5 de Diciembre de 2005
Ramón suelda pedazos de caño. Entrecierra los ojos
para no quemarse las pupilas y se zambulle en su obra como un maestro de yoga en
sus pensamientos. Pero no medita: simplemente construye el puesto de choripán
que le encargó un cliente. Ramón es de la clase de hombres que se encadenan al
trabajo y a sus pertenencias como forma de vida.
Pero ahora le quedan pocas. José Luis Miranda, alias "el Gula", desvalijó su
casa. No fue la primera vez que robó en el barrio, ni la última. De 28 años, es
conocido en Villa 20 por robarles a sus vecinos. Según su prontuario, está
involucrado en al menos 38 causas judiciales por robo, hurto, lesiones y ahora
también por homicidio. La policía aduce que no lo puede detener porque no le
conoce la cara, pero los vecinos son terminantes: el Gula es tan discreto como
un escarabajo navegando en vaso de leche.
"Esto –dice Ramón mostrando su casa- es lo último que me queda, y no lo voy a
dejar por nada del mundo". Pero ese galpón que es taller y vivienda, no siempre
tuvo la misma forma. Primero fue un rancho de madera, que sirvió para delinear
el contorno de lo que hoy es una construcción de dos plantas. Cada habitación es
el producto del ahorro sacrificado o de la changa inesperada que le permitió
invertir en ladrillos y cemento.
Así crece todo en el barrio; a los tumbos, irregularmente. Por eso Ramón se
siente más afortunado que sus vecinos: su habilidad para fabricar rejas le
permitió progresar pese a todo. Durante los años 90, y aún hoy, el suyo tal vez
sea el oficio perfecto para una época empeñada en encerrar a los hombres y a las
cosas. Es el vendedor de helados del infierno. Y en ese privilegio estaba
escrita la desgracia, que se concretó cuando la familia de Ramón volvía de un
paseo por parque Chacabuco. Aquella vez llegaron a una casa vacía.
Electrodomésticos, herramientas y hasta muebles habían sido arriados a plena luz
del día.
Dias después, una vecina volvió a su casa mas temprano que lo previsto. Se
encontró con una docena de pibes que la vaciaban. Era la banda del Gula actuando
bajo la luz del sol . Todos vieron el espectáculo: la mujer se colgó de las
piernas de los ladrones, lloró y se arrastró por las calles de tierra. Luego
rescató el botín con la furia de un tigre luchando por sus cachorros.
Cuando terminó el escándalo, Ramón acompañó a la mujer hasta la comisaría 52,
pero prefirió no figurar como testigo. Desde que desvalijaron su propia casa
había recibido amenazas, y para entonces intuía que en las filas policiales no
podía encontrar seguridad. El Gula andaba suelto, y todos sabían de lo que era
capaz.
El nuevo rey
En una de esas noches donde el frío obligaba a la mayoría a quedarse adentro,
Mariana miraba por la ventana de su rancho. Entre la bruma de la madrugada
distinguió a una bandita de pibes que caminaba en fila india. "Venían de
desvalijar una casa. Llevaban bultos y adelante de todo venía el Gula. Había
también unos pibitos haciendo de campana. El más chico tendría unos ocho años.
Yo les puse ‘Gula y los siete enanitos’".
Es que desde hace más de un año, explica Mariana, "por más chiquito que sea,
todo pibe que empieza a robar en la villa anda con el Gula. Es el rey de los
rastreros". Rastreros, se entiende, son los ladrones de poca monta que han roto
los viejos códigos de convivencia barrial y atormentan a sus vecindades con
robos cotidianos.
Muy cerca de allí, Susana está sentada en un pasillo donde se amontonan los
carros de los cartoneros. Sentada en una silla diminuta, se ríe y hace bromas
con un hombre que lava ropa en un fuentón en la puerta de otro rancho. Entre
mate y mate, explica que la familia del Gula no tiene nada que ver, que desde
que él se convirtió en el monarca de los rateros, para su padres y sus trece
hermanos han sido todas desgracias. Algunas de ellas se grabaron en sus pupilas
para siempre. Susana vio a Bartolo, uno los hermanos del Gula, correr con
desesperación. Lo habían rociado con querosén y lo habían prendido fuego.
Bartolo gritaba y "se le caía la carne del cuerpo, pero no se murió". Dicen que
lo incendiaron por una venganza contra el Gula. "Como no lo podían agarrar a él
–especula Susana- seguro que pagó su hermano". Unos meses después, el Gula se
peleó con un pibe del barrio. Como con las piñas no le fue bien, quiso usar un
arma para definir la situación. Su contrincante logró sacársela. Cuando iba a
disparar, el hermano mayor del Gula se interpuso. Recibió varias balas en el
pecho, y murió.
Cuando terminó el entierro, una de las hermanas del Gula se presentó en la
oficina de Protección a la Víctima. Quería denunciar que lo estaban
persiguiendo: la Brigada de Investigaciones de la Comisaría 52 lo había ido a
buscar al velorio. Meses más tarde, la misma mujer volvió a comunicarse con ese
organismo para invertir la denuncia. Entonces decía que él "estaba robando en el
barrio, que nadie hacía nada para pararlo, y que tenía miedo que lo maten".
Después de aquel episodio del entierro, y a pesar de que seguía engrosando su
prontuario, no se registraron encontronazos de Gula con la ley. Es sabido que la
comisaría 52 –que tiene jurisdicción en Villa 20- suele tender lazos económicos
con jóvenes que roban en la zona de Lugano. Con respecto a Gula, no hay pruebas
de que haya sucedido algo así, pero la sospecha cunde entre quienes viven en los
márgenes de la legalidad. "Por algo lo dejaron de buscar, y eso que el tipo es
muy violento. Es un asesino. Alguna relación con la comisaría tiene que tener
–explica una joven que conoce bien los movimientos en la zona- porque no hay
otra forma de que siga sobreviviendo en un barrio como éste, con una policía tan
jodida y que controla toda la movida. Además, anda con Ricardito, otro pibe que
trabaja para la brigada".
Custodiados
Al cuñado de tal lo dejó rengo de un tiro en la pata. El hermano de aquel otro
quedó hemipléjico por una bala en la columna. Como un plato cocinado por mil
manos, el condimento de las historias que rodean al Gula aumenta sin control. A
fuerza de ejercer violencia, se construyó una fama que corre más rápido que sus
acciones. Eso lo sabía el hijo de Ramón cuando se lo cruzó en la calle. "A vos
te vamos a matar porque tu viejo nos mandó al frente", lo amenazó el Gula. Como
prueba de que hablaba en serio le apuntó con un arma a la cabeza. El adolescente
volvió a su casa pálido, sucio y temblando de miedo.
Esa fue la última noche que la esposa y los hijos de Ramón pasaron en Villa 20.
Apenas se tranquilizaron un poco, juntaron sus cosas y se fueron. Él prefirió
quedarse. Estaba derrotado y confundido, pero sentía que no podía abandonar el
sacrificio de tantos años. De golpe asumió que estaba solo. Ya no podía confiar
más en la comisaría, y sus vecinos se refugiaban en un silencio que se podía
pesar con una balanza.
Para entonces, el Gula era un duende maldito, una leyenda urbana que se escapaba
por los pasillos y se burlaba de todos. ¿Dónde ir, a quién pedir ayuda en medio
de ese panorama? Ramón decidió que los tribunales eran la última opción, y allí
le ofrecieron lo que le pareció una buena respuesta: ponerle consigna policial
las 24 horas del día.
Tenían miedo de que El Gula volviera a actuar contra él o su familia.
De gira
La custodia no alcanzó para que su familia volviese. Corría el mes de marzo del
2005 y Ramón se convertía en una especie de preso voluntario. Un policía de la
Comisaría 52 vigilaba cada uno de sus movimientos.
Con el paso de los días, Ramón terminó por sentirse cómodo y se familiarizó con
sus cuidadores. Tanto, que la tarde del jueves 31 de mayo le pareció que ya era
tiempo de salir. Uno de sus hijos cumplía años, y por la noche la casa podía
quedar a cargo de la custodia .Ese día estaba de guardia el agente Adrián
Bustos. Para Ramón, Bustos era lo mejor que había en su custodia. Por eso le
pareció natural ofrecerle que se quede cuidando mientras él estaba ausente.
Ese jueves por la noche, apenas Ramón se fue, Adrián Bustos recibió visitas. Los
agentes Miguel Ángel Cisneros y Mariano Almirón estaban de franco pero se
unieron a su colega para hacerle compañía.
En Villa 20, los fines de semana el ruido de las fiestas familiares compite con
la música a todo volumen que fluye de los pasillos. El barrio hierve de festejos
de cumpleaños y gente que se prepara para ir a los boliches de la zona. En
algunas ventanas se distinguen sombras bailando al ritmo de la cumbia, y otras
se convierten en negocios: despachan cerveza fría a través de las rejas. En las
esquinas oscuras, los pibes se refugian para conjurar al tiempo fumando porro
con los ojos rojos escondidos debajo de la visera.
Pero antes de eso, en las últimas horas del jueves y las primeras del viernes,
hay otros rituales más secretos. En las madrugadas laborales y vacías de gente,
los pasillos se vuelven territorio de sombras y silencio, refugio de los
primeros adelantados que esperan el sol como santo y seña para irse a dormir. El
preámbulo del fin de semana es patrimonio de los insomnes, los soñadores y los
extraviados.
Los tres policías que se encontraron aquella noche conocían bien el terreno, y
la casa de Ramón les brindó el escenario ideal: un refugio para charlar, tomar
cerveza y cocaína. Pero calcularon mal: a las cuatro de la mañana se les
acabaron todos los condimentos. Atravesaron ese momento de la noche en el que la
abstinencia de cocaína es como haber bebido un cóctel de desesperación, paranoia
y respiración agitada. El corazón late como una bomba de presión a punto de
explotar, y alguien sin voluntad haría cualquier cosa por una dosis extra. Sobre
todo si tiene un arma y una placa en la que escudarse.
No lo pensaron mucho. Decidieron que era tiempo de ir a buscar más. Enfilaron
para la calle principal de la villa, donde se amontonan los negocios de la zona
junto al boliche del barrio, que los fines de semana alberga a más de 3000
personas. Allí se cruzaron con un pibe. "Anda a comprarme gilada", le dijeron,
pero no quería saber nada. Le pegaron un par de piñas, le apuntaron con el arma.
Obtuvieron la misma respuesta: nada. Lo estamparon contra un poste de luz y lo
dejaron ir, sangrando y con un diente menos. Siguieron su raid atacando a un
vecino. Como vestían de civil, el hombre pensó que le estaban robando. Logró
escapar, entró a su casa, se subió al techo y trató de ahuyentarlos con un tiro
al aire. Los tres policías sacaron sus armas y comenzaron a disparar.
Tiroteos
La Turca llevaba un buen rato durmiendo cuando empezaron los ruidos. El primer
disparo la sobresaltó. Cuando el estampido de las balas rompe la noche en algún
pasillo, hay que esperar que termine la balacera para enterarse cómo fueron las
cosas. Se fijó a tientas si David, su marido, seguía en la cama, y como él
estaba ahí, tan sorprendido como ella, se tranquilizó. Minutos después, cuando
escucharon que las balas pasaban cerca de su ventana, tuvieron el impulso de
tirarse cuerpo a tierra en su propio dormitorio.
La Turca tiene 40 años, mide casi 1.80 y es la única sirio-libanesa en toda la
villa. Con David se conocieron en 1993, y desde entonces no se separaron un sólo
día. Juntos empezaron a trabajar en un comedor del Frente Barrial 19 de
diciembre, donde se alimentan decenas de chicos. Juntos construyeron su casa,
donde funciona un merendero que lleva el nombre de su único hijo: el Tatito.
Aquella madrugada del 1 de abril, a pocos metros de su casa, otra pareja mucho
más joven que La Turca y David, vivía una situación similar. Camila Arjona, de
14 años y embarazada de 5 meses, dormía con su novio Leonardo cuando sintieron
el tiroteo. Se despertaron, y se acordaron de que el hermano de Leonardo no
estaba en la casa. Cuando vieron que ya no se escuchaban más tiros, salieron a
ver qué pasaba.
Afuera, la paranoia de la cocaína llegaba a su máxima expresión. Los tres
policías seguían con las armas en la mano, apuntando a las sombras. Cuando
vieron venir a Camila y a Leonardo, dispararon sin dudar. Los chicos se dieron
vuelta y corrieron. El barrio se volvía a sacudir con la balacera . El parte
policial dirá luego que se secuestraron 16 vainas servidas, pero que unas
cuantas más descansan como souvenir en las repisas de las casas del barrio.
Entrando en el pasillo, Leonardo sintió que Camila le soltaba la mano. Caía
"como si se la tragara un precipicio". Se paró y se agachó junto a ella. Intentó
levantarla, pero enseguida entendió que estaba muerta. Corrió con todas sus
fuerzas, como nunca lo había hecho en su vida.
Lo seguían tres policías enfurecidos, dispuestos a dispararle a todo lo que se
moviera.
Pocos minutos después se oyó el último tiro. La Turca decidió que era tiempo de
salir a mirar. Se terminó de vestir, se levantó del piso, bajó las escaleras y
enfiló para la puerta. Atrás iba David. Se asomaron, y lo primero que vieron fue
el cuerpo ya inerte de Camila. Un minuto después, el oficial Adrián Bustos se
paró junto al cadáver, la levantó de los pelos y la volvió a tirar al piso para
pisarle la cabeza. Los testigos le escucharon decir "uy, me equivoqué", y luego
"morite, boliviana de mierda".
Embarrados
Primero detuvieron a los agentes Miguel Ángel Cisneros y Mariano Almirón. Más
tarde, encontraron al oficial Adrián Bustos: dormía en la casa de Ramón. El
custodio en el herrero amenazado había confiado tanto, tenía los zapatos
manchados con masa encefálica de Camila Arjona. Junto con esa prueba, la
justicia secuestró el arma que había disparado la bala mortal. Ramón se enteró
de la situación cuando volvió a su casa y supo que la habían allanado. Desde
entonces no tuvo más custodia policial.
Las torturas, el fusilamiento y armado de causas, las detenciones arbitrarias y
el cobro de coimas están incorporados a la vida cotidiana de los jóvenes de la
villa, tanto como la impunidad de la que gozan personajes como el Gula. La
mayoría de los casos ni siquiera llegan a denunciarse, pero la muerte de Camila
fue la gota que colmó el vaso de la paciencia social. Tanto la repercusión
mediática, como la brutalidad del crimen, impulsaron una movilización que
cuestionó la continuidad de todo el personal de la comisaría 52.
Cinco días después del asesinato, el 6 de abril, el juez Jorge López allanó la
seccional "para asegurar que no se alteren las pruebas secuestradas", y
determinó que la Gendarmería Nacional realizara las pericias del caso. El
Gobierno Nacional, por su parte, ordenó que la División de Asuntos Internos de
la Policía Federal hiciera un monitoreo para "el análisis del funcionamiento en
la Comisaría 52, mientras continúe el proceso de instrucción penal". En la
práctica, eso significó desoír el reclamo popular, garantizando la continuidad
del comisario Eduardo Malerba al frente de la seccional.
Con esa continuidad, la comisaría 52 preservó algunos de sus métodos: las
amenazas a quienes hacen peligrar su dominio territorial. Varios de los testigos
de la muerte Camila, fueron interceptados por fornidos hombres de civil. "Vos no
viste nada, o te puede pasar lo mismo" fue el mensaje que recibieron quienes
estaban dispuestos a declarar o participaban de las movilizaciones exigiendo
justicia.
Gatos y ratones
A pesar de las amenazas, la Turca y David continuaron con su vida normal.
Participaron de las movilizaciones, siguieron trabajando en el comedor y criando
al Tatito. Algunas veces a la semana, David cumplía con una tarea que le siempre
le resultó sencilla: acompañar al camión que repartía la comida para los
comedores del barrio. Su sola presencia garantizaba que no les roben a los
repartidores. Era una cara conocida, un vecino al que todos respetaban.
Por eso hay cosas que la Turca no puede creer.
Sucedió el domingo 7 de agosto a las 7: 15 de la mañana. El sonido del timbre la
arrancó del sueño, y en seguida descubrió que Davíd no estaba en la cama. Se
levantó, abrió la puerta y ahí estaba Damiana, la hermana del Gula. A David, le
dijo, le habían robado y estaba tirado en el piso. Su muerte era cuestión de
horas: los golpes en la cabeza le habían producido 20 hematomas. Le habían
pegado entre varios y con furia.
Más tarde, sería el propio hijo del Gula –un niño de 10 años- el primero en
contar lo que pasó. El Gula y su grupo –entre los que estaban su hermano menor y
su cuñado, el "Chito"Garcia- lo habían atacado por la espalda.
Dos de los autores del hecho, incluyendo un menor de edad, fueron detenidos el
mismo día. Pero del Gula no hubo noticias. Algunos lo vieron en el Bajo Flores,
refugiado en la casa de un pariente. Otros dicen que cada tanto, protegido por
las sombras de la noche, vuelve al barrio para visitar a sus amigos y hacer de
las suyas.
Para la Turca, hay cosas que no cierran. No sabe si fue una mueca del destino o
un mensaje mafioso, pero asegura que David recibió un golpe exactamente "el
mismo lugar en el que Bustos le pegó a Camila".
Sentados en un bar de comidas bolivianas, intentamos desenmarañar la trama en la
que se ocultan los verdaderos motivos del asesinato de David. ¿Los mandó alguien
para apretarlo, y se les fue la mano, o lo hicieron por motus propio porque
David era un referente del barrio que les molestaba? ¿Trabaja el Gula bajo las
ordenes de la policía, o es una sociedad de hecho por conveniencia mutua? La
reflexión es penosa. Cada tanto, algún parroquiano se levanta de la silla, se
acerca tambaleante hasta nuestra mesa y le da el pésame a la Turca. Alguno
siente la necesidad de repetir la operación varias veces. A la tercera vez se
acerca, le da la mano, se inclina hacia delante con ademán borracho y se queda
en silencio, buscando palabras en un pozo profundo.
De fondo, suena una rockola que además de música tiene videos a un peso la
canción. Primero pasan un tema donde un ratón le canta su amor a un queso
atrapado en la ratonera. Al rato, el mismo roedor baila con un gato una canción
de ese género indefinido que se escucha en los colectivos de larga distancia. El
dibujo parece haberse hecho con falsos hologramas tridimensionales, algo
parecido a la técnica con la que se animaban las reglas de los colegiales en los
años 80.
Por momentos, el volumen sube demasiado, y apenas escuchamos nuestra propia voz.
Pero no nos quejamos: es la mejor forma de garantizar que nadie se entere de lo
que charlamos. En el fondo del bar quedan algunos albañiles y verduleros que
salieron de trabajar. Más cerca de la puerta está la consigna policial de la
Comisaría 52, que custodia a la Turca. El oficial, vestido de civil, no la
pierde de vista. Cuando la Turca se va, él la sigue a diez pasos de distancia.
Dicen temer que el Gula vuelva a actuar contra ella o su familia.
*Nota: Para preservar la integridad de las personas, los nombres de las
personas que brindaron su testimonio para esta crónica han sido cambiados.