Argentina: La lucha continúa
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La Cumbre de las Américas: de Chapultepec a Mar del Plata
Mario RapoportLa Cumbre de las Américas que se llevará a cabo en noviembre en la ciudad de
Mar de Plata volverá a poner sobre el tapete los temas centrales de discusión en
las relaciones interamericanas. La cumbre ha sido una iniciativa de los Estados
Unidos desde comienzos de la década de 1990, época en que se iniciaban las
tratativas del acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos, Canadá y México.
Aquí volverá a impulsarse la liberalización, ahora concentrada en la propuesta
del ALCA. En la Cumbre de Monterrey, realizada en enero de 2004, los países
latinoamericanos manifestaron sus críticas a la prédica del libre comercio como
condición necesaria para disminuir la pobreza y mejorar la distribución del
ingreso y se opusieron a las exhortaciones liberalizadoras de Estados Unidos.
Aunque su trascendencia mediática suele deformar los efectos simbólicos de las
cumbres, estas sirven efectivamente para medir el pulso de la política exterior
de los países latinoamericanos y su organicidad en torno al objetivo de llevar a
cabo una estrategia conjunta para el desarrollo de la región. En este sentido,
es muy interesante analizar si hubo o no cambios en la política norteamericana,
comparando su conducta en la inmediata posguerra, que marca su presencia como
superpotencia mundial, con la que presenta en la actualidad.
Cuando la Segunda Guerra Mundial terminó con la victoria de los Aliados, las
relaciones interamericanas se encontraban en un atolladero. En general, los
Estados Unidos enfrentaban grandes demandas de América Latina, y tenían muy poco
para ofrecer. Sin embargo, habían emergido de la Segunda Guerra con una fuerza
económica y política incomparable. Un problema espinoso era la incertidumbre
sobre el futuro de la cooperación económica interamericana. Los latinoamericanos
temían que la reconstrucción de Europa absorbiese todos los recursos disponibles
y relegase al olvido todos los proyectos de desarrollo en América Latina.
En la Conferencia de Chapultepec (México), celebrada del 21 de febrero al 8 de
marzo de 1945 y última dentro de la política del "Buen Vecino" inaugurada por el
presidente Roosevelt en 1933 procurando romper con la tradición intervencionista
norteamericana, el Secretario de Asuntos Económicos, William Clayton, reconoció
de forma más o menos evidente que Europa era ahora el foco de atención de la
política económica de su país, pero intentó granjearse el favor de los países
latinoamericanos. Estados Unidos prometió no discriminar en contra de América
Latina y aseguró buena disposición para la provisión de bienes de capital; no
obstante, la situación era muy complicada dado que la demanda mundial superaba
largamente a la oferta. Clayton anunció, además, que el Export-Import Bank
estaría nuevamente otorgando préstamos para proyectos de desarrollo
consistentes, e incentivó a los latinoamericanos a aprovechar estas facilidades.
Esas módicas concesiones eran parte de la estrategia negociadora de los Estados
Unidos, que tenía claramente fijadas sus prioridades para la región. En la
Resolución Nº 97 presentada a la Conferencia, proponían "que no se construyan
industrias que no pudiesen sobrevivir en el largo plazo sin subsidios del
gobierno". El fuerte énfasis en la prioridad de la iniciativa privada estaba
también presente en la más amplia resolución Nº 98. Titulada "Una Carta
Económica para las Américas", se trataba de una crítica al nacionalismo "en
todas sus formas". En ella figuraban los lemas centrales de la política global
estadounidense: reducción de barreras comerciales, rechazo de acuerdos que
restringieran el comercio, tratamiento equitativo al capital extranjero y
aliento a la iniciativa privada. Estados Unidos había fijado su política en
torno al objetivo central de promover el libre comercio internacional. Además de
operar para evitar la participación de los Estados nacionales de la región en
actividades empresariales, estaba especialmente preocupado por impedir que se
utilizaran tarifas y restricciones arancelarias para aislar espacios nacionales
o regionales de la colocación de productos norteamericanos.
Esta política había comenzado a gestarse en la Conferencia Interamericana de
Montevideo, en 1933. Antes, la crisis de 1929, el desempleo y la recesión
llevaron a Estados Unidos a establecer una posición tendiente a reforzar el
proteccionismo existente. Pero, con la llegada de Roosevelt al gobierno, el
Departamento de Estado comenzó a impulsar una política diferente. La promoción
del desmantelamiento arancelario se hacia a través de tratados de comercio
recíproco y se sostenía en la tesis de que la recuperación de la producción y el
empleo en los Estados Unidos requería comprar más para poder vender más, tal
como lo sostenía el entonces Secretario de Estado, Cordell Hull, aunque esto no
implicaba, como se vio en la práctica, abrir las compuertas de la economía
estadounidense a productos competitivos, como los argentinos.
En la Conferencia de Chapultepec el posicionamiento de los Estados Unidos se
había consolidado en esa dirección, marcada por el antinacionalismo, el
antiestatismo, y el objetivo expreso de abrir mercados para el comercio y la
inversión extranjera directa norteamericana. Ese enfoque, que apuntaba a una
arquitectura global y no regional, fue especialmente claro en su posición
respecto del financiamiento del desarrollo en América Latina. En los documentos
presentados por la delegación norteamericana en Chapultepec, se respaldaban las
instituciones financieras internacionales, pero no se mencionaba siquiera la
creación de una institución bancaria hemisférica. De acuerdo a ese planteo, el
Fondo Monetario Internacional y el Banco Internacional para la Reconstrucción y
el Desarrollo vendrían a sustituir, y no a complementar, los acuerdos bancarios
regionales. La idea de crear un Banco Interamericano de Desarrollo, que estaba
pendiente de aprobación en el Senado norteamericano, ya había sido descartada
por Washington.
Por otro lado, en el contexto de la posguerra, la cuestión de la seguridad
continental era central, y constituía un punto de fuerte disenso. En las
conversaciones de Dumbarton Oaks (EEUU), mantenidas entre agosto y octubre de
1944 y en la Conferencia de Yalta (Unión Soviética), realizada del 4 al 11 de
febrero de 1945, se había perfilado una política de seguridad claramente
subordinada a la autoridad mundial central, pronta a crearse. Los países
latinoamericanos, que habían sido marginados de las discusiones de las grandes
potencias, demandaban un sistema de seguridad interamericano dentro de la ONU
que no estuviera sujeto al veto de los grandes poderes en el Consejo de
Seguridad.
Los Estados Unidos no tenían intenciones de discutir el tema antes de la
Conferencia de constitución de las Naciones Unidas, que se realizaría en San
Francisco en abril de 1945. No obstante, en Chapultepec, los latinoamericanos
insistieron en la cuestión, buscando limitar jurídicamente el poder de
Washington y presionando a la delegación estadounidense para que aceptase una
declaración en la que todos se comprometían a defender la soberanía de cada país
latinoamericano y a desistir de acciones unilaterales. Finalmente, sólo se firmó
una inocua declaración de solidaridad continental.
Los representantes de América Latina también formularon una serie de sugerencias
para revisar las propuestas sobre seguridad continental surgidas en las
conversaciones de Dumbarton Oaks. Una de ellas, planteada por el embajador
brasileño Carlos Martins, reclamaba un asiento permanente para un representante
latinoamericano en el Consejo de Seguridad, iniciativa que no consiguió el apoyo
norteamericano.
Sesenta años después de la Conferencia de Chapultepec, la política de Estados
Unidos no ha cambiado la prioridad de sus objetivos, aunque sí se ha
incrementado su poderío, su capacidad hegemónica y su intervencionismo
unilateral, mientras los países latinoamericanos no están a la altura de
establecer orgánicamente sus intereses y defenderlos apropiadamente.
En el terreno económico, en particular, la prioridad de Washington sigue siendo
el libre comercio, mediante una disminución de las barreras arancelarias en todo
el mundo. Su política está dirigida a lograrlo sobre todo a través de la OMC,
pero también de una propuesta continental específica como el ALCA. Sin embargo,
ante la resistencia que esta última iniciativa ha encontrado, los Estados Unidos
se han dedicado a firmar tratados bilaterales de libre comercio con varios
países de la región. En la Cumbre volverán a impulsar el ALCA, la reducción de
barreras arancelarias y el establecimiento de derechos a la propiedad
intelectual. En contrapartida, es poco factible que se registre un cambio de
actitud en torno al asunto comercial más perjudicial para los países
latinoamericanos: los subsidios a la producción agropecuaria.
Mar del Plata, salvo la belleza de sus playas, no ofrece a los delegados
latinoamericanos, opciones muy distintas a las que se planteaban en México,
cuando la posguerra abría la esperanza de una paz eterna y de una prosperidad
que no fue. La diferencia está en que ahora, a pesar de sus dificultades y
problemas, se hallan en marcha procesos de integración regional, como el
MERCOSUR, o aún en proyecto, como la Unión Sudamericana de Naciones, a través de
los cuales puede consolidarse una perspectiva de desarrollo común que tiene
otros ámbitos de pertenencia.