Argentina: La lucha continúa
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Como es la vida de los chicos de la tragedia, una "pequeña familia del rock" donde todos se conocen
Callejeros
Trabajos de verano que se transforman en permanentes. Solidaridades de vida
dura, al borde de la clase media o en el mundo villero. Amistades, rituales y
señas de reconocimiento. Cómo es la vida "rollinga" de los adolescentes y
jóvenes que murieron o sobrevivieron al incendio en República Cromañón.
Dalma, sobreviviente y seguidora de Callejeros, con su mamá, que siempre la
acompaña, y una de sus amigas "de recitales".
Por Marta Dillon
Página 12
Laura anima fiestas de cumpleaños. Pipi se las arregla con algún trabajito en
boutiques, ahí en la calle Avellaneda, con una familia coreana. "Es que las
familias de Floresta –dicen– no están tan bien como para darnos los diez pesos
de la entrada cada fin de semana." Ale trabaja en un lavadero de esos que fueron
novedad cuando ella nacía; durante las vacaciones nada más. Buchu ya no volantea
más. A Tincho se le soltó su mano en medio de una avalancha que como una marea
de lava lo arrastró sin remedio hacia un hilo de luz que le salvó la vida. Y sin
embargo, apenas pisó la calle le arrebató la linterna a un bombero y volvió,
desesperado, a buscar a su chica, Buchu, Agostina Abosaleh, 16 años y una
energía envidiable para hacerles zancadillas a las restricciones. La encontró
desvanecida. Igual la hizo caminar con las piernas blandas como chorros de agua
y la dejó en una ambulancia. Buchu murió al amanecer en el Hospital Argerich.
Una semana después, sus amigas lloran como las niñas que son, cerca de donde
pegaron cartas idénticas a las que pueblan sus carpetas de estudiantes
secundarias, con dibujos que reemplazan la palabra corazón y signos de
admiración que no alcanzan para subrayar la intensidad de su memoria. "Eramos
seis –dice Laura, con la voz estridente que le permite la angustia–, siempre
juntas, para todos lados, éramos ‘Las 78’, pero no te puedo decir lo que
significa porque es un secreto. Lo inventó Buchu y ella nunca lo contaba, los
que lo saben es porque lo adivinaron." ¿Y qué puede querer decir ese apodo para
un grupo de adolescentes que compartían cada semana el rito de juntar monedas,
cambiarse la ropa, robar una cerveza de la heladera de papá y salir a ver alguna
banda con lo recaudado en trabajos tan provisorios como precarios? "Es una
boludez –empieza a sonreír Agustina–, nos gustaba más que ponernos las pibas de
la esquina, como se ponen algunas." ¿Será que todas nacieron en 1987 y 78 es el
año al revés? ¿Tendrá algo que ver con Attaque 77?
Conservar ese secreto las anima un instante, las rescata del silencio recoleto
que quedó en Plaza Once cuando la marcha del 6 de enero se llevó a la mayoría
hacia Plaza de Mayo, y las devuelve a esas anécdotas cotidianas que ahora
brillan como gemas. "Nunca conocí a alguien que tuviera tantos amigos como Buchu,
pero era un desastre, nunca tenía un mango, se subía al colectivo con el único
billete de cinco pesos y rescataba las monedas del pasaje entre nosotras.
Siempre había que prestarle ropa, llegaba tarde a todos lados. A mí me queda su
ropa en casa. Y en la casa de ella también debe haber remeritas mías." Las 78
hacían danza-teatro para bandas de rock como Callejeros, usaban unos trajes
negros sobre los que cosían retazos fosforescentes que brillaban bajo la luz
negra. Buchu, dicen, era tan desbolada que los pegaba con plasticola y mientras
bailaba dejaba estelas de estrellas en el piso que caían de su traje. El mismo
que Laura tiene en su casa.
Son chicas de clase media, en la periferia de la clase media, con casa propia la
mayoría, pero que necesitan trabajar para darse "sus gustos" y sabían que a
pesar de que las esperaba la universidad pública en la que todas tienen puesto
algún plan a largo plazo, esos trabajitos de verano se harían de tiempo
completo, siempre que lo consiguieran, "porque nosotras sabemos cómo es la
situación de nuestros viejos". Buchu ya no va a ir al conservatorio de música,
como soñaba. Tampoco habrá vacaciones en Gesell, en carpa y comiendo arroz
hervido. Las 78 creen que no habrá vacaciones para ninguna, perdieron una
hermana y ese apellido secreto que eligieron quedará lisiado, para siempre.
Los invisibles
"Luchando sin atajos/los invisibles/ piden que sus críos se salven/ y no piden
más", dice una de las canciones de Callejeros, una que sirvió para que sus
seguidores se identificaran con un nombre que les resultaba común: los
invisibles. Así se llaman los foros y con esa misma palabra que enuncia lo que
está y no se ve, pintaron banderas en las que siempre aparece el barrio, o
mejor, el suburbio, y hasta la esquina precisa en la que se hicieron amigos y es
la cita obligada para salir a patear la noche. Virreyes, Varela, Puente La
Noria, Celina, Martín Coronado, El Docke, Laferrère, Bajo Flores, ubicaciones
geográficas que fijan la identidad y la pertenencia, la que no se cambia como no
se cambia la camiseta de fútbol. Lugares, la mayoría, de casas bajas construidas
en otras décadas, cerca de alguna fábrica que hoy es un fantasma de sí misma. La
invisibilidad es un estigma, pero Callejeros la convirtió en un himno de melodía
bailable y seguramente no de casualidad desde 2001 hasta ahora cada vez lo
entonaron más voces, al mismo tiempo que esa clase media en el borde iba cayendo
en el abismo de los números estadísticos y cruzando la frontera de "los pobres".
Y sin embargo a pura resistencia siguen conservando algunos rasgos de la clase a
la que accedieron padres y abuelos a fuerza de trabajo, de comprar terrenos
alejados para la casa propia y soñar destinos profesionales para los hijos.
En la casa de Valdi, "gráfico de nacimiento" según su hermana, "igual que mi
papá", saben lo cerca que queda el abismo. En ese lugar de Lanús Oeste, casi
Valentín Alsina, no se erguía la Villa Diamante como ahora, plagada de pasillos
intestinos, cuando el padre compró el terreno en el que hasta el 30 de diciembre
vivían tres hermanos, cada uno en su pieza, construidas a medida que las dos
mujeres se quedaron embarazadas y parieron y Valdi se mudó con su novia, Tania.
Valdi, Osvaldo Zapata, tenía 25, llevaba siete de noviazgo y tenía una "pasión
inoxidable" por la música. Así como fue a ver a Callejeros, se había ido solo a
escuchar a Cacho Castaña, a mitad de año. El industrial que empezó a los 13 lo
dejó en el camino, el papá necesitaba ayuda en la imprenta que también funciona
en la casa y últimamente eran dos hermanos los que trabajaban en la empresa
familiar. "Valdi quería comprar un terreno y ampliar la imprenta para que las
dos hermanas mujeres trabajáramos también ahí. Cada una de nosotras tiene una
nena. Estaba a full todo el tiempo, se manejaba re bien con los clientes, con
los cheques", dice Sandra, la mayor, que el jueves de la masacre despreció la
invitación de su hermano para ir a ver el show en República Cromañón. "Es que yo
le había dicho que quería ir a algún lado con mi hija, de 13, antes de que deje
de darme bola y él compró las entradas de regalo."
Era de Racing y seguía a todas partes al club de sus amores. Los ojos negros y
el pelo largo, como lo muestra la foto que Sandra imprimió en una remera, sobre
el corazón. Hacía rato que su cara estaba tapada con un trapo cuando su papá lo
encontró, tirado en el playón donde se acomodaban los cuerpos sin nombre ese
jueves negro. Igual sus amigos trataron de reanimarlo, le golpearon el pecho, le
dieron su aliento a través de la boca inerme. Después, mucho después, tocaron en
su velorio el tema que estaban practicando juntos, Valdi en la batería, con su
grupo Maldita Generación. El guitarrista de la banda de Lanús, Abel González,
habitante de esa villa que crece de espaldas a la casa ampliada de los Zapata y
en donde la cumbia suena en cada vuelta del laberinto, Abel, que había
acusticado su pieza de chapa para los ensayos, pagó su propio cajón: de sus
ahorros para comprarse una moto para hacer reparto de pizza se descontó lo
necesario para el sepelio. "El ya tenía una antes –dice Sandra, bajo el sopor de
la tarde sobre el asfalto que sostiene el altar a los muertos en Ecuador y
Bartolomé Mitre–, la había comprado sin papeles, para trabajar. La policía se la
había incautado y estaba empezando de nuevo." Tania, la novia eterna de Valdi,
todavía no sabe que está muerto. El viernes le sacaron el respirador pero nadie
se anima a decirle la verdad.
Familia Callejera
"Loooko! toy buscando una chica ke se llama Dalma, ella siempre está con la
madre, hasiendo pogo en el medio... we, si saben algo avisen. ¡nunca olvidar,
siempre resistir!". En la página de internet que "caristone", una chica de Boedo
con piercing en la lengua, armó como sitio no oficial de Callejeros, cientos de
chicos y chicas escriben su desolación con ortografía incomprensible. De los
días anteriores a la masacre, los mensajes parecen igualmente jeroglíficos, pero
todos destinados a alentar el cierre del año de la banda, poblados de
"aguantes", luchas y resistencias que no se definen. Dalma, por fin, apareció en
la marcha y se fundió en abrazos con otros que conoce por apodos o de vista,
"amigos de recitales, porque la familia del rock es chica. ¡Bah! es como si vos
siempre compraras en la misma feria, al final conocés a todos aunque no sepas de
sus vidas".
Para llegar a su casa en un día de lluvia como el último viernes, hay que estar
dispuesta a mojarse los pies en un agua negra que impide ver los desagües. Es un
chalet blanqueado y sin terminar del plan Fonavi, al límite de la "villa
cuernito", en Dock Sud. Ahí resiste el embate de sus vecinos, que la cargan
cuando sale a la calle con sus atributos de chica stone y los walkman puestos.
"Lo que pasa es que para escuchar rock hay que tener un poco de nivel
intelectual, porque a lo mejor dice lo mismo que la cumbia, pero con metáforas.
Hay que tomarse el trabajo para entenderlo", dice, aunque se enoja también con
los "rollingas" que "para putear te dicen cumbianchera o villera".
Suele suceder que cuando los límites están muy cerca es necesario expresar las
diferencias que hacen de frontera, para afirmarse. Buchu –y sus amigas de
Floresta– no necesitaba explicar demasiado por qué prefería sus zapatillas de
lona a esos tractores último modelo que otros adolescentes exhiben en los pies.
Para ellas, los jeans rotos y las zapatillas dibujadas son signos de una
elección. Para Dalma, en cambio, son una forma de resistencia: "A veces es muy
feo que te griten crota, o ‘rollinga, comprate zapatillas’, pero yo prefiero mis
topper a que me chifle la panza. Vos los ves a los cumbieros con Adidas de 250
pesos y flacos como una astilla ¡será que no comen!". Dalma no se acuerda casi
nada del último recital, salvo de la advertencia por las bengalas. Pero eso era
lo más común, si había estado en mayo, junto a su madre, que la acompaña a todos
lados, cuando se prendió fuego por primera vez la media sombra que tapaba los
cables en el boliche de Chabán. "El en persona apagó el fuego para no llamar a
los bomberos, pero éramos pocos y salimos todos. Después volvimos a entrar. ¿Y
por qué volvimos a entrar? Nosotros mismos nos tenemos que rescatar, pero
estamos muy acelerados."
Igual, ella tiene todo para agradecer a la "familia callejera", mientras está
bailando en un recital, de espaldas o de frente a los músicos, a nadie le
importa "si sos gorda, si tenés plata, si fumás o no fumás, si vivís en la villa
o al lado. Ni siquiera importa si un día estás con un novio y otro día con otro
pibe, por ahí ellos se encuentran y está todo bien, ‘quedatelá’, dicen. En
cambio en la bailanta capaz que por eso se acuchillan. Y eso que van
reempilchados".
El Terko y el Topo
"Era mi hermano el que se hacía llamar así, Terko, por un tema de La Renga que
decía ‘siempre que muera, volveré a nacer’. Era un pibe común, de 18, acababa de
terminar la escuela, en el Juan XXIII de Ramos Mejía. Iba a estudiar ingeniería
informática. Jugaba al fútbol, estaba todo el día frente a la computadora, era
parte de su vida. Y con mi papá, a los dos les gustaba la música, entonces mi
papá se metía en el medio de los chicos", dice Romina Viega Mendes. Fueron cinco
los egresados del Juan XXIII que llegaron aquella noche a ver Callejeros, y tres
sobrevivieron. El Topo, Federico González y el Terko, Cristian Viega Mendes,
quedaron mezclados en un abrazo, inconscientes, debajo de una pila de cuerpos
enmarañados. Tan juntos estaban que los documentos llegaron con el cuerpo
equivocado a la morgue. Fue un alivio corto para el novio de Romina, esa vez no
tendría que dar la mala noticia a su suegro, una noticia que detodos modos no
tardó en teñir la casa de los Viega Mendes de un luto que apenas se nombra.
Son tres familias en el mismo terreno –a medida que alguien se casa o se junta,
igual que los Zapata, se construye–, en el partido de La Matanza, el mismo del
que salió el grupo Callejeros, "pero ellos son de Celina –dice Romina–, del otro
lado de la Riccheri, ahí es un poco más humilde". Ahí, escampa y oscurece sobre
el Camino Negro. Ellos, en cambio, son de "donde está la universidad". Cristian,
que también tenía su banda, Efecto Secundario, y una comunidad en internet en la
que jugaba juegos de rol, había ampliado sus amigos en las veredas del conurbano,
en el partido de La Matanza, uno de los más pobres del Gran Buenos Aires. Y ahí
están esos amigos, sosteniendo una bandera que Romina no termina de reconocer
porque lleva el apodo de su hermano pero ninguna imagen. Eso, dice, sería
demasiado. Al fin y al cabo era un pibe como cualquier otro, como cualquiera de
los 191 que registra el contador de muertes hasta el momento, un número tan
amplio que por momentos parece desdibujar el hueco infinito que se abrió en
tantas casas.
Dicen que para conocer a todo el mundo basta con conocer a 8 personas, 8 grados
de separación del resto de los hombres y mujeres. Basta mirar alrededor para
saber que de este luto no hay separación posible, porque en definitiva todos los
relatos hablan de lo mismo, de estos que somos en esta frontera de la Tierra