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Argentina: La lucha continúa




Epidermis

Gustavo Sánchez
(gsanchez22@argentina.com)

En la cultura de las armas, es probable que la gente se mate. Y en la de la pirotecnia, que se queme. Las tragedias de Patagones y Once deberían remitirnos allí antes que a la búsqueda de responsabilidades institucionales o privadas que sólo pueden ser posteriores a la matriz cultural que constituye su esencia, aunque la voracidad punitiva del espectáculo televisivo y periodístico tenga su razón de ser en la búsqueda frenética del culpable (entidad casuística y preferentemente individual). Lo que se impone es una reflexión cultural antes que policial, jurídica o política. Pero de esto los medios no pueden ocuparse... ¿Podrá la sociedad?
Si resulta posible matar así, y si es necesario hacerse notar de esa manera, es porque el sentido y el valor de la vida tanto como los de la propia identidad se hallan profundamente tergiversados. En la masa indivisa que exige compulsivamente la afirmación del yo hay que destacarse como se pueda. Se interpela al Individuo a la vez que se lo somete a la fuerza de desintegración más poderosa. Y es que en el mercado sólo puede transarse aquello pasible de ser reducido a una magnitud común (los valores de uso son intercambiables en tanto que valores de cambio).
La horda primitiva siempre está dispuesta a retornar desde el fondo de la historia, y las cámaras a no perderse la primicia (si no a producirla) . La muerte es poca pena para un violador serial -responde la víctima emulando la violencia sufrida en carne propia; sublimación sádica que busca redención infligiendo dolor en el cuerpo victimario: a diferencia del dolor, la muerte es un concepto demasiado abstracto.
Si la reflexión fue siempre una cualidad adulta, las características de la cultura epidérmica parecen las propias de una sociedad infantilizada. Y esta afirmación es menos metafórica de lo que parece, en un contexto en el que el mercado prioriza los segmentos de consumo más dinámicos, asociados con las generaciones más jóvenes, y en el que resulta imperativo mantenerse a distancia de la muerte secular, cosa que se consigue más eficazmente cuanto menos años se tiene. Una cultura despojada de toda noción de trascendencia, se relaciona fóbicamente con la muerte y con el contenido trágico e imprevisible que forma parte de la vida. El viejo Heidegger pediría serenidad ante las cosas, pero la racionalización moderna, y los extremos a los que asistimos, quieren arrancar toda incertidumbre; hacer del hombre un ser insensible al dolor -y por lo tanto incapaz de procesarlo-; abolir el tiempo (que es siempre la promesa de la muerte) en un presente eterno hecho sólo de futuro.
Entonces el tsunami devasta el sudeste asiático. El eje de la tierra se mueve. En cien años tal vez lluevan meteoritos letales cuando la temperatura del planeta lo haya hecho ya inhabitable por otras razones. El individuo epidérmico piensa: por suerte a mí no me va a tocar. El futuro-ahora no sólo despoja a la historia del pasado, sino también de cualquier noción de posteridad, concepto no pertinente para el palimpsesto digital (la pantalla es una superficie nueva cada vez, no quedan huellas). Así, jamás podrían haberse construido naciones ni obras de arte (¿se construyen todavía?... sólo desde otros imaginarios y resistencias).
La tecnociencia parece ser la única esfera de la cultura que confía seriamente en el futuro, acaso porque su existencia misma depende de la creencia en un progreso inexorable e ilimitado. Pero su expansión totalitaria provoca un entorno de premoniciones apocalípticas que abruman al individuo epidérmico. También en la edad media el fin del mundo estaba próximo, pero aquél era un imaginario trascendente, y éste, desesperado. Todavía queda pensar que la ciencia sea capaz de resolver su propio enigma; de conjurar el peligro que ella misma ha engendrado: intensificando la predicción de las catástrofes -naturales o no-, creando un medio ambiente artificial, preparando genéticamente al hombre para adaptarlo a un ecosistema dislocado... y en última instancia, quizá Marte pueda hacerse habitable cuando sea inevitable emigrar.
Y tal vez algo de esto se consiga a tiempo; aun así, cabe pensar todavía en otras formas de vida posibles, en las que la destructiva irracionalidad de la racionalidad instrumental pudiera apaciguarse por medio de límites éticos y políticos; y en las que el hombre fuera capaz de convertirse en un ser más sensible que sensorial, aunque eso suponga otra forma de relacionarse con el dolor y con la muerte.