Argentina: La lucha continúa
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Gustavo Sánchez
En la cultura de las armas, es probable que la gente se mate. Y en la de la
pirotecnia, que se queme. Las tragedias de Patagones y Once deberían remitirnos
allí antes que a la búsqueda de responsabilidades institucionales o privadas que
sólo pueden ser posteriores a la matriz cultural que constituye su esencia,
aunque la voracidad punitiva del espectáculo televisivo y periodístico tenga su
razón de ser en la búsqueda frenética del culpable (entidad casuística y
preferentemente individual). Lo que se impone es una reflexión cultural antes
que policial, jurídica o política. Pero de esto los medios no pueden ocuparse...
¿Podrá la sociedad?
Si resulta posible matar así, y si es necesario hacerse notar de esa manera, es
porque el sentido y el valor de la vida tanto como los de la propia identidad se
hallan profundamente tergiversados. En la masa indivisa que exige
compulsivamente la afirmación del yo hay que destacarse como se pueda. Se
interpela al Individuo a la vez que se lo somete a la fuerza de desintegración
más poderosa. Y es que en el mercado sólo puede transarse aquello pasible de ser
reducido a una magnitud común (los valores de uso son intercambiables en tanto
que valores de cambio).
La horda primitiva siempre está dispuesta a retornar desde el fondo de la
historia, y las cámaras a no perderse la primicia (si no a producirla) . La
muerte es poca pena para un violador serial -responde la víctima emulando la
violencia sufrida en carne propia; sublimación sádica que busca redención
infligiendo dolor en el cuerpo victimario: a diferencia del dolor, la muerte es
un concepto demasiado abstracto.
Si la reflexión fue siempre una cualidad adulta, las características de la
cultura epidérmica parecen las propias de una sociedad infantilizada. Y esta
afirmación es menos metafórica de lo que parece, en un contexto en el que el
mercado prioriza los segmentos de consumo más dinámicos, asociados con las
generaciones más jóvenes, y en el que resulta imperativo mantenerse a distancia
de la muerte secular, cosa que se consigue más eficazmente cuanto menos años se
tiene. Una cultura despojada de toda noción de trascendencia, se relaciona
fóbicamente con la muerte y con el contenido trágico e imprevisible que forma
parte de la vida. El viejo Heidegger pediría serenidad ante las cosas, pero la
racionalización moderna, y los extremos a los que asistimos, quieren arrancar
toda incertidumbre; hacer del hombre un ser insensible al dolor -y por lo tanto
incapaz de procesarlo-; abolir el tiempo (que es siempre la promesa de la
muerte) en un presente eterno hecho sólo de futuro.
Entonces el tsunami devasta el sudeste asiático. El eje de la tierra se mueve.
En cien años tal vez lluevan meteoritos letales cuando la temperatura del
planeta lo haya hecho ya inhabitable por otras razones. El individuo epidérmico
piensa: por suerte a mí no me va a tocar. El futuro-ahora no sólo despoja a la
historia del pasado, sino también de cualquier noción de posteridad, concepto no
pertinente para el palimpsesto digital (la pantalla es una superficie nueva cada
vez, no quedan huellas). Así, jamás podrían haberse construido naciones ni obras
de arte (¿se construyen todavía?... sólo desde otros imaginarios y
resistencias).
La tecnociencia parece ser la única esfera de la cultura que confía seriamente
en el futuro, acaso porque su existencia misma depende de la creencia en un
progreso inexorable e ilimitado. Pero su expansión totalitaria provoca un
entorno de premoniciones apocalípticas que abruman al individuo epidérmico.
También en la edad media el fin del mundo estaba próximo, pero aquél era un
imaginario trascendente, y éste, desesperado. Todavía queda pensar que la
ciencia sea capaz de resolver su propio enigma; de conjurar el peligro que ella
misma ha engendrado: intensificando la predicción de las catástrofes -naturales
o no-, creando un medio ambiente artificial, preparando genéticamente al hombre
para adaptarlo a un ecosistema dislocado... y en última instancia, quizá Marte
pueda hacerse habitable cuando sea inevitable emigrar.
Y tal vez algo de esto se consiga a tiempo; aun así, cabe pensar todavía en
otras formas de vida posibles, en las que la destructiva irracionalidad de la
racionalidad instrumental pudiera apaciguarse por medio de límites éticos y
políticos; y en las que el hombre fuera capaz de convertirse en un ser más
sensible que sensorial, aunque eso suponga otra forma de relacionarse con el
dolor y con la muerte.