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Medio Oriente - Asia - Africa

Arafat, el huerfano de la Muqata


Santiago Alba
Gara


Durante los últimos tres años de su vida, encerrado en la antigua prisión inglesa de la Muqata como presidente de la ANP y presidiario de Israel, Yasser Arafat soñó sin duda muchas veces con una muerte violenta a manos del ejército ocupante. Más remota que nunca la constitución de un Estado palestino, incapaz de conciliar las diferencias dentro de su propio partido, caminaba Arafat por los pasillos de su mermado palacio, arriba y abajo, con este sueño quizás de un final glorioso que le equiparase a todos esos "shuhadá" a los que no había podido proteger, en su propia tierra, del enemigo. Pero Abu Ammar, como le llamaban familiarmente los suyos, era un hombre realista y sabía que de Sharon no podía esperar ni siquiera que lo matase.

Mitad por estrategia, mitad por crueldad, el siniestro general lo descalificaba públicamente como un obstáculo para la paz y al mismo tiempo lo mantenía con vida en los límites de una ratonera cada vez más pequeña, cada vez más angosta, cada vez más insalubre. Jugaba con él y exasperaba a su pueblo, explotando con refinadísima ferocidad la sensibilidad de los árabes frente a las humillaciones simbólicas. Un día le arrancaba una columna, otro le rebañaba un muro, otro le volaba un despacho, hasta dejarlo pelado entre los escombros, recluido en el último y tembloroso edificio del recinto al que los caprichos del monstruo proporcionaban irregularmente agua, electricidad y medicinas. Desde allí Arafat impartía instrucciones, elaboraba discursos, irradiaba su autoridad, gobernaba -en fin- su archipiélago de agujeritos; allí Arafat recibía delegaciones solidarias que desafiaban el cerco israelí, pero también a dignatarios europeos que no sentían vergüenza de tener que pedir permiso a un carnicero para visitar al presidente electo de una nación; allí Arafat encogía, languidecía, envejecía en su perenne uniforme verde oliva bajo su kufiya de nieve negra. Por nada del mundo Sharon lo habría matado; todos los días daba las gracias a Yahvé por haberlo dejado escapar en Beirut y tenerlo ahora a merced de sus zarpazos juguetones en un cuadradito de tierra.
La figura de Arafat era ambigua y discutible, pero su muerte ha apenado incluso a aquellos que tenían más razones para hacerle reproches. No sólo porque había acabado por concentrar demasiada existencia -héroe o dragón- como para no dejar un hueco entre los ladrillos del aire sino porque representaba a su pueblo, incluidos sus detractores dentro y fuera de la OLP, mucho más que cualquier otro gobernante del mundo. No fue su poder, en realidad tan frágil, el que lo convirtió en un símbolo; fue el poder negro, agresivo, absoluto, de Israel gravitando ininterrumpidamente sobre sus hombros. Ningún otro mandatario ha tenido nunca, al mismo tiempo, tanta personalidad y tan poco poder por culpa de otros. En este sentido, su muerte no es algo que le haya ocurrido a él sino algo que le han hecho al pueblo palestino: es el enésimo bombardeo, el próximo metro de muro, el olivo número 1.000.000 arrancado del suelo milenario de Cisjordania. Su muerte ha escenificado con dramática fidelidad un destino colectivo: el de un pueblo que muere todos los días fuera de casa y es enterrado todos los días en una prisión. Los diez sacos de arena acarreados hasta Ramala desde Jerusalem, donde Arafat jamás será sepultado mientras pueda impedirlo un sionista, expresan al mismo tiempo el amor desesperadamente concreto y la angustiosa ligereza de estos palestinos a los que no se quiere dejar más tierra que la que puedan llevarse en el bolsillo. Los que hemos visto alguna imagen del entierro de Arafat en la Muqata -con todos esos jóvenes saltando en racimo por encima de las vallas- no hemos podido dejar de sentir una dolorosa melancolía; bajo las cámaras de los fotógrafos, centro de la atención mundial, los palestinos reunidos por millares en Ramala me han parecido más abandonados que nunca, hijos de huérfanos y padres de huérfanos, y también más necesarios que nunca. Pero si me han parecido huérfanos no es porque hayan perdido a Arafat; todo lo contrario: me ha parecido más bien que era Arafat, mediante esta muerte común y casi típicamente palestina, el que se reincorporaba retrospectivamente, y así iluminaba, a un pueblo de huérfanos, como un huérfano más entre los huérfanos, sin diferencias ya de rango ni de estirpe; y todos huérfanos -el rais desaparecido y su pueblo resistente- se apiñaban ahí para darse un poco de calor y retar al mundo que los mira y quiere seguir mirándolos perecer, sin hacer nada, día tras día. Bajo las cámaras de televisión de todo el mundo, el pueblo palestino se mostraba en Ramala tan exactamente solo -maniatado por los EEUU, traicionado por los árabes, ignorado por los europeos- como lo ha estado siempre.
El legado de Arafat, la gran conquista de cuarenta años de lucha, es finalmente esta horrenda paradoja propia de nuestra época: las cámaras de televisión. Probablemente hay pueblos más abandonados en otras regiones de la tierra: pienso, por ejemplo, en el pueblo saharaui, en el pueblo kurdo o en el pueblo checheno. Pero el pueblo palestino, gracias a la incansable labor de Abu Ammar, es hoy el pueblo más públicamente abandonado del planeta. Es el único pueblo al que vemos todos los días y al que abandonamos todos los días sin inmutarnos. Abrimos las páginas de los periódicos, escuchamos la radio, encendemos la televisión: "Vamos a abandonar otra vez al pueblo palestino". Si Sharon puede permitirse toda la publicidad del mundo, es que Israel ha ganado definitivamente la batalla y nosotros hemos perdido definitivamente el alma.
La figura de Arafat es de las que se agigantan con el tiempo, porque vendrán aún tiempos peores y porque sus defectos y sus errores aparecerán restrospectivamente -así operan los mitos- como golpes de astucia o razones de fuerza mayor. En la levadura de su soledad colectiva, el pueblo palestino hará crecer la estatura de este hombre autoritario y carismático que luchó y luchó sin ganar nada y sin perderlo todo y que durante diez años, de vuelta a su tierra desmigajada, dio a los palestinos un presidente antes de darles un país: una sombra, en todo caso, que ningún palestino quería perder.