Latinoamérica
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Del caso Berríos al plan Cóndor, incluyendo a Bordaberry
La impunidad cercada
La impunidad se desfleca lentamente mientras la justicia investiga los
asesinatos de Michelini y Gutiérrez Ruiz y avanza el pedido de extradición de
tres oficiales, requeridos por el caso Berríos. Antes paseaban por 18; ahora les
queda la opción de pasar a la clandestinidad, como Manuel Cordero.
Samuel Blixen
Brecha
Sobre la palabra de honor empeñada por el comandante del Ejército, Santiago
Pomoli, empezó a correr la cuenta regresiva: el fiscal penal Luis Bajac elevó al
juez Gustavo Mirabal su opinión favorable a la extradición solicitada por el
juez chileno Alejandro Madrid, de tres oficiales del Ejército implicados en la
conspiración para el secuestro y asesinato del agente de la DINA chilena,
Eugenio Berríos, ejecutado en nuestro país después de permanecer secuestrado
durante más de un año en una operación conjunta de militares chilenos y
uruguayos.
El general Pomoli, bajo palabra de honor, había asegurado en su momento al
magistrado que los coroneles Tomás Casella (r) y Wellington Sarli, y el teniente
coronel Eduardo Radaelli se presentarían ante el juzgado tantas veces como
fueran convocados y que estarían en todo momento ubicables.
Con la opinión del fiscal, quien estimó que el pedido de extradición es
formalmente correcto y ajustado a los términos del tratado entre Chile y
Uruguay, el juez comenzará el lunes 13 el estudio del reclamo de su colega
Guzmán. Mirabal tendrá diez días para pronunciarse sobre dos cuestiones
principales: una, que el delito de conspiración fue cometido en Chile, como
asegura el magistrado chileno; y dos, que la prescripción del delito debe
contarse de acuerdo con las leyes chilenas, que estipulan un máximo de 15 años.
Si el juez coincide con el fiscal y otorga la extradición, entonces se abre un
interrogante: ¿serán detenidos los tres oficiales en forma preventiva mientras
se sustancien las acciones de apelación -detención que habitualmente se aplica
en cualquier caso de extradición-, o se extenderá el compromiso de garantía del
comandante hasta que la extradición se efectivice? Si se produce esto último se
verificaría una notable discriminación a favor de inculpados que recibirían un
trato distinto por el solo hecho de ser militares; y además nada asegura que, al
menos en el caso de Casella, no ocurra lo que pasó con el coronel (r) Manuel
Cordero, que sigue en la clandestinidad, con paradero desconocido, mientras el
juez Pedro Hackenbruck sigue esperando que se presente en el juzgado para
decidir sobre el procesamiento solicitado por el fiscal Rafael Ubiría por el
delito de desacato por ofensas. Porque ocurre que Radaelli y Sarli, como
oficiales en actividad, están sujetos a la obediencia debida, y si se fugan,
como lo hizo Cordero, entonces se convertirían en desertores. Pero tales
acotaciones no se aplican a la conducta de Casella, que es retirado. Además, la
detención preventiva inevitablemente ocurrirá si se otorga la extradición,
porque los tres oficiales se negaron a la invitación del juez Mirabal para
viajar voluntariamente a Chile.
Ahora bien: si por el contrario el juez desecha la extradición, habrá que ver
qué hace la justicia uruguaya, porque delito hubo, un cadáver fue encontrado con
tres balazos en una duna. Si, como se presume, la justicia chilena entrega las 6
mil fojas de actuaciones sobre el caso, es posible que surjan elementos que la
Policía y la justicia uruguaya no supieron encontrar en los 11 años que se
tomaron para averiguar, sin éxito.
En un sentido o en otro parece agotada "la otra" impunidad, aquella que se
desplegó más allá de la generosa ley de caducidad aplicando lo que algunos
expresaron como "el espíritu de los legisladores", que se extiende a todo
aquello que molesta a los militares, en su relación con la justicia, y que ha
instalado en el país dos categorías de ciudadanos. El caso Berríos es un ejemplo
acabado de ese estado de cosas.
Lo mismo ocurre con los civiles responsables de violaciones a los derechos
humanos durante la dictadura. Ahí están Juan Carlos Blanco y Juan María
Bordaberry respondiendo ante la justicia por los asesinatos de Michelini y
Gutiérrez Ruiz, una vez que sus defensores (gobernantes, políticos,
legisladores) agotaron todos los argumentos para eludir la acción de la
justicia. Pero aún hay mucho camino por recorrer: el juez Timbal todavía está
esperando la información específica solicitada a la cancillería y al Ministerio
de Defensa para determinar el grado de involucramiento oficial del gobierno en
los asesinatos de Buenos Aires (véase recuadro) y de la participación de
oficiales uruguayos. El ministro Yamandú Fau (quien en la Cámara de diputados
afirmaba en 1986 que "algún día hemos de saber quiénes fueron sus asesinos,
tenemos, más allá de nuestras obligaciones políticas, ideológicas, compromisos
que nos vienen desde muy hondo, de lo profundo") tiene ahora dificultades para
encontrar en su ministerio hasta la información más elemental, como por ejemplo
quiénes integraban el Consejo de Seguridad Nacional donde, se afirma, se habrían
decidido los asesinatos.
El espíritu de complicidad engendra el desparpajo: el ministro de Turismo, Pedro
Bordaberry, hijo del ex dictador, no tuvo empacho en afirmar que la acusación
contra su padre era una maniobra del Frente Amplio, "lo que me lleva a pensar
que esto es un ataque político. Son hechos que acaecieron hace como 30 años y
durante 18 o 19 años nadie hizo denuncias; lo único que ha cambiado es que yo
ejerzo un cargo público". Convertir aquellos terribles asesinatos en el marco
del Plan Cóndor en un pretexto para escaramuzas electorales deja al desnudo sus
propias cualidades. La abogada Hebe Martínez Burlé se vio obligada a recordar
que la denuncia "fue impulsada por ex legisladores en 1986 o 1987 y erróneamente
fue archivada, pero esto no comenzó ahora, tiene cerca de 20 años". El senador
emepepista Eleuterio Fernández Huidobro dijo comprender al ministro que, por
defender a su padre, afirma un disparate y es injusto con el Frente. El senador
nuevoespacista Rafael Michelini, hijo del senador asesinado, afirmó: "Nunca lo
escuché al ministro condenar la dictadura uruguaya, los asesinatos y las
desapariciones de la dictadura militar justamente con su padre a la cabeza en
los años setenta".
Son todas manifestaciones de una impunidad que lentamente se desfleca. Por lo
pronto, a la probable extradición de tres militares por el caso Berríos se suma
el pedido de detención preventiva de José Gavazzo, Manuel Cordero, Jorge
Silveira y Julio César Vadora, por los crímenes del Plan Cóndor, si finalmente
la Suprema Corte de Justicia coincide con el Ielsur en que las detenciones
preventivas con vista a extradición deben quedar en manos de la justicia y no
del Poder Ejecutivo. Y por si fuera poco, queda todavía lo que resuelva la
justicia argentina por los mismos crímenes, lo que promete un alud de solicitud
de extradiciones.
No sabe, no contesta
Juan María Bordaberry se escudó en dos argumentos inapelables para eludir el
interrogatorio de cuatro horas a que fue sometido por la fiscal Mirtha Guianze y
el juez Roberto Timbal, sobre los asesinatos de Michelini y Gutierrez Ruiz: o
bien no se acordaba de lo ocurrido, o bien no tuvo noticias.
"De esos sucesos me enteré por los medios de comunicación", dice ahora este
estanciero ex dictador para explicar su ignorancia. Parece una burla: en Buenos
Aires asesinaban a dos legisladores que representaban en el exilio, junto con
Wilson Ferreira, el mayor peligro político para una dictadura que se enfrentaba
a la posibilidad de una apertura hacia la transición, y el presidente de la
República no preguntaba qué pasó, cómo fue, quién lo hizo. Su propio ministro de
Economía, Alejandro Végh Villegas, buscaba contactos en Buenos Aires con
Michelini, y él, el presidente, no estimaba relevante el episodio. Bordaberry,
un presidente cuyo mandato culminaba en noviembre de 1976 (seis meses después de
ocurridos los asesinatos), leía los diarios para enterarse del suceso que
modificaba sustancialmente su propio proyecto político. Él, Bordaberry,
pretendía convertir a Uruguay en un Estado corporativo, fascista; los militares
que le otorgaban un precario sustento no estaban de acuerdo. Había múltiples
tendencias: unas (con respaldo de políticos como Julio María Sanguinetti)
rechazaban el fascismo pero preferían dilatar la salida democrática; otras
querían prolongar la dictadura, con fascismo o sin él; y algunas (con respaldo
de los dirigentes blancos) se inclinaban por fomentar la transición. El
presidente Bordaberry no encontraba, entonces, una relación directa entre los
asesinatos de Buenos Aires (que incluían también a Wilson Ferreira) y sus
propios proyectos fascistas, de modo que se contentó -así lo dijo a la fiscal
Guianze- con la lectura de los diarios, y si tomó alguna otra medida, ahora no
lo recuerda.
Al ex presidente le falla oportunamente la memoria, y un idéntico inconveniente
exhibió ante los magistrados el ex canciller Juan Carlos Blanco. El ex
presidente no recuerda haber sido notificado de acciones de comandos militares
uruguayos en el exterior, pero sí sabe positivamente que el Plan Cóndor no
existió. Blanco, por su parte, no recuerda las gestiones realizadas ante las
autoridades argentinas para que vigilaran a los tres prominentes exiliados.
Bendita amnesia. Para refrescar la memoria de sus indagados, los magistrados
apelarán a documentos desclasificados del Departamento de Estado estadounidense
y documentos desclasificados por la Secretaría de Derechos Humanos del gobierno
argentino. Estos últimos contienen registros sobre la insistencia de Blanco en
reclamar un seguimiento más estricto de los movimientos de Michelini, Gutiérrez
Ruiz y Ferreira.
Los documentos estadounidenses revelarán el grado de conocimiento que podía
tener el ex presidente sobre el Plan Cóndor y sobre la actuación de militares
uruguayos en Argentina. Un despacho del embajador estadounidense Ernest Siracusa
al Departamento de Estado, el 5 de junio de 1976, establece que, en función de
las conversaciones mantenidas con fuentes del gobierno, éste sostiene que no
existe ninguna coordinación con aparatos de inteligencia de los países vecinos.
Probablemente, si mejora la memoria del ex canciller Blanco, se podrá saber si
Siracusa le comunicó la información aportada por el embajador estadounidense en
Buenos Aires, en el sentido de que funcionarios de las Naciones Unidas manejaban
los nombres de oficiales uruguayos, entre ellos un mayor del Ejército, que
participaron en los secuestros de exiliados uruguayos en Buenos Aires.
Quizás a la vista de tales documentos se produzca una mejoría de la memoria de
estos amnésicos ilustres, que por cierto no fueron interrogados con las técnicas
vigentes durante sus mandatos.