Latinoamérica
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PERU: DE UNA MAFIA OTRA
La corrupción bajo Fujimori y su
continuidad con Toledo (parte 1)
Raúl Wiener
En la década de los 90 funcionó en el Perú una mafia, una organización criminal,
que se estableció para utilizar el poder del Estado en su beneficio y permanecer
en él. La asociación Fujimori-Montesinos no fue una casualidad, ni mucho menos
un error de chino caído del palto. Fue una elección consciente, hecha después de
comprender la catadura moral de quién tenía al frente. Y fue una decisión
reiterada a lo largo de más de diez años, a pesar de las evidencias que saltaban
a la vista.
Fue a comienzos de julio de 1990 que el almirante Panizo, presidente del Comando
Conjunto de las FFAA, concluyó un legajo con toda la información sobre las
relaciones de Vladimiro Montesinos con el narcotráfico. Datos que estaban al
alcance del presidente electo, pero que en manos de la cabeza militar eran
materia explosiva. Sin embargo el almirante fue dado de baja horas antes del
discurso de transferencia de mando.
En 1997, en el libro 'El Reeleccionista', utilicé por primera vez el nombre de
mafia para caracterizar la relación entre el presidente y asesor. Era un
planteamiento lanzado después de siete años de gobierno. Y sin embargo sonaba
demasiado fuerte para casi todo el mundo. Para entonces se habían acumulado el
golpe de Estado de 1992, las acciones del grupo Colina, la primera reelección y
la denuncia de Vaticano de 1996, sobre la coima a Montesinos que concluyó en su
eliminación como testigo con un obvio dopaje. También ya sabía de hechos
claramente dolosos en el proceso de la mayoría de privatizaciones y de un
abierto favorecimiento a empresas transnacionales desde el poder que hacían
presumir conductas corruptas. Se habían acrecentado las normas que permitía
manejar de manera unilateral y secreta de diversos fondos supuestamente de
emergencia: inteligencia militar, compra de armamentos, estudios de
privatización, programas sociales, catástrofes naturales, erradicación de
cocales, etc.
¿Qué significado podía tener introducir el concepto de mafia en el debate?
Aquí tal vez convenga enumerar algunas de sus reglas clásicas: (1) articulación
de los delitos (organización) que hace que división de responsabilidades, planes
y beneficios comunes al grupo; (2) secrecidad de los actos ilegales y ley de
silencio (omerta) entre los miembros para no delatarse unos a otros; (3)
ocupación de estructuras legales que encubren y aumentan la penetración de la
organización mafiosa, y permiten legalizar (blanquear) sus acciones; (4)
corrupción de autoridades que genera una red de impunidad y acrecienta la
influencia política; (5) generosidad social que crea base entre los pobres y
desvalidos que tienden a justificar el delito si es que aunque sea de esta
manera hay alguna transferencia para ellos.
La organización de Montesinos es anterior a Fujimori. Y se convirtió en la pieza
clave para la articulación de espacios de corrupción en todo el Estado. Se puede
decir que es una mafia que se encuentra con el poder. Y un presidente que a
falta de otra cosa decide apoyarse en una mafia. Tiempo al tiempo, el sistema se
fue corrompiendo y afloraron cada vez mayor número de subgrupos dispuestos a
participar: los de los militares que cobran comisiones en la compra de armas;
los de los especialistas en venta de patrimonio público; los de las licitaciones
para obras y compras públicas; los de las entidades financieras; etc. Sólo el
genio del asesor pudo darle un sentido general a todo esto y convertir a un
Estado desarticulado, ineficiente y corrupto, en otro con mayor articulación,
eficiencia y corrupción centralizada.
Más aún, numerosos indicios ya decían después de la primera mitad de la década
que la mafia del poder tenía tratos con las mafias de fuera. El caso Vaticano
era justamente una muestra. Y como se vio en el proceso, los acuerdos de un
momento no excluían enfrentamientos posteriores. Y la asociación con las bandas
mayores no impedía ni dificultaba la captura de las organizaciones menores o de
individuos aislados.
Si hubieron condiciones para una mafiocización del poder en los 90 fue
específicamente por el siguiente conjunto de circunstancias:
a) una caída muy profunda de expectativas sociales respecto al destino del país,
como secuela de la hiperinflación y la violencia política, que condujo a la
población a buscar estabilidad, seguridad y orden como únicos valores y aceptar
la fórmula autoritaria que ofrecía sacar la cara por ellos a cualquier precio;
b) una ausencia de convicciones ideológicas y políticas de parte de la cúpula
gobernante y de lealtades históricas entre sus miembros, consecuencia del
aventurerismo político imperante en el cuadro de la llamada crisis de los
partidos y del sistema de representación, de manera que el fujimorismo se
convirtió en una asociación atípica y el gobierno en un ejercicio del poder por
el poder.
c) un sistema político forjado con un golpe de Estado, que acrecentaba el poder
presidencial y debilitaba los mecanismos de control del propio Estado, un
Congreso capaz de reinterpretar sistemáticamente sus propias normas y una
presidencia funcionando incluso por encima de ellas por el 'bien común' y con
una percepción social de que las cosas son así;
d) un sistema económico que alcanza un alto compromiso internacional y nacional
y que implicaba un severo ajuste de precios sin resistencia popular, una reforma
neoliberal acelerada, un sobrepago de la deuda externa, una modificación del
contrato de trabajo para bajar los costos laborales y desorganizar a los
trabajadores, etc., todo lo cual significaba que los principales potencias, los
organismos financieros internacionales y los gremios empresariales vieran en el
Perú 'un modelo', que debía ser preservado a pesar de sus visibles excesos;
e) una cantidad excepcional de dinero en manos del Estado y fuera del
presupuesto, especialmente por el mecanismo de las privatizaciones y una serie
de situaciones de real o aparente excepción para aplicar fondos de manera
arbitraria y sin rendir cuentas;
f) Una corrupción galopante en el poder judicial y el ministerio público,
producida precisamente con el argumento de la moralización y la modernización,
que tenía como misión empantanar, enredar y manipular los procesos en dirección
de la impunidad para el régimen y la persecución de sus adversarios.
Llama poderosamente la atención que esta comprensión del problema que podía
intuirse tres o cuatro años antes del final abrupto del fujimorato, no fuese
considerada por los procuradores, fiscales y jueces anticorrupción que eligieron
la ruta de judicializar aso por caso, perdiendo de vista precisamente las
articulaciones, la organización mafiosa de la que mucho se habla pero muy poco
se entiende.
La idea que se tiene hasta ahora es que las joyas que Montesinos regalaba a
Jacqueline Beltrán o Laura Bozzo, la intervención del asesor en el proceso penal
al primo de su amante, el pago de subsidios a la 'prensa chicha', la compra de
parlamentarios y de los dueños de la televisión, las comisiones ilegales por
compra de aviones, el desfalco de la caja policial-militar, la falsificación de
firmas y la manipulación de las elecciones, los crímenes de Barrios Altos y la
Cantuta, el golpe del 5 de abril, la represión de la marcha de los cuatro suyos,
el contrabando de armas a Colombia y muchas otras, son hechos que pueden ser
vistos en salas separadas por magistrados diferentes que aplican criterios
específicos para cada cosa, sin inferir los vínculos existentes. Lo que ha
regalado a Fujimori la posición singular de flotación sobre la inmundicia que
hasta ahora mantiene, cuando nada de lo que hubo podría haber sido si él no lo
permitía.
Hay razones muy poderosas para negarse a ver como un todo el proceso de la
corrupción. Y es que coexistimos hoy mismo con instituciones y leyes del período
anterior que sostiene a los actuales mandantes y que han sido utilizadas para
similares fines oscuros; con un poder económico que se hizo fuerte y logró
sacarle el mayor provecho al autoritarismo y que toleró por su interés -si es
que no fue directamente cómplice, como en el caso de Dionisio Romero y otros-,
con la dirección dolosa del poder estatal; con autoridades judiciales, militares
y económicas, cuyas relaciones con la mafia fueron por lo menos grises; con
mucha gente que hizo negocios y fortuna en formas irregulares en la tierra de
nadie de los 90 y que ahora son parte de la administración del poder.
Uno ve que ha habido un discurso anticorrupción que era como una carta de
presentación de los vencedores de la crisis 2000-2001 y el caballito de batalla
de los nuevos prestigios de la ocasión, junto con una ausencia de voluntad
política de ir hasta el final en la investigación y sanción de los corruptos.
Japón se ha dado el lujo de desestimar la demanda de extradición de Fujimori por
su debilidad de sustento jurídico, exactamente porque el Estado peruano ha sido
incapaz de llevar adelante un juicio contra una mafia organizada a cuya cabeza
estaba Alberto Kenyo, sin el cual no hubiera podido medrar del Estado en tantos
asuntos, y en vez de ello ha pretendido individualizar la culpa como si pudiera
probar documentalmente la orden de un crimen o el documento de depósito de un
soborno a nombre del presidente.
En muchos casos incluso la contradicción llega a ser absoluta. Como en aquello
de intentar encausar por las ejecuciones extrajudiciales de rendido producidas
con ocasión de la operación Chavín de Huántar, y mantener esta acción como la
más heroica, que merece ser celebrada cada año en los desfiles de fiestas
patrias, como si tratara de la victoria sobre un gran ejército. Se ha querido
que el recate sea un valor militar y las ejecuciones un desvalor de el dúo
gubernamental, como si ambos aspectos: la intervención por sorpresa y la
eliminación de todos los combatientes no fueran parte de un mismo diseño. Haber
querido condecorar a unos por el mismo hecho por el que se quiere condenar a
otros resume la falta de ruptura con el pasado y la escasa distancia entre el
Perú de una década y el de la siguiente.
De Fujimori a Toledo
En el 2004, el gobierno de Alejandro Toledo que llegó al poder en olor de
multitudes y agitando a los cuatro vientos la 'tolerancia cero' y la 'lucha
frontal contra la corrupción', sobrevive a duras penas en medio de un océano de
denuncias de corrupción que comprometen en forma directa al presidente o se
relacionan con su entorno más directo: esposa, hermanos, cuñados, sobrinos,
amigos íntimos, etc. Para algunos esta es la prueba que es la política, la
función pública, la que es corrupta y que todos los gobiernos y todos los
políticos son iguales. Lo que alimenta dos tipos de actitudes aparentemente
opuestas: la escéptica, de no creo en nadie y mientras más lejos de la política
mejor, que es la que abona el abstencionismo, la despolitización y el
individualismo (yo sólo me ocupo de mis asuntos); y la cínica, que afirma que si
las cosas son así, lo importante es que se pueda sacar ventaja de ello: roba
pero hace obra.
En este clima psicológico por supuesto que gana el fujimorismo que después de su
derrota y minimización con las revelaciones del año 2000, sólo puede
beneficiarse de que el país vea que sus críticos son iguales que ellos y que
también tratan de tapar y manipular las investigaciones para lograr impunidad.
No faltan todavía quienes en medio de la desesperación arguyen que los casos que
destapa la prensa son parte de un complot de la supermafia que con su jefe
fugado y su estratega encarcelado todavía puede dictar la agenda del país. Pero
esto no es sino una manifestación adicional del declive ético del país, ya que
los casos y denuncias no son inventados sino que corresponden a graves y
evidentes transgresiones ocurridas consistentemente en el lapso de tres años y
que para remate siguen ocurriendo en estos días y semanas, como si los miembros
del régimen creyeran que todo el problema es enredar cada investigación para
volver a lo que les interesa.
Entre noviembre del 2000 y julio del 2001, el Perú había ingresado al territorio
de la vergüenza, al ponerse ante sus ojos la forma perversa como se lograban
mayorías en el Congreso, la catadura de los prohombres del gobierno (montesinos
había sido sostenido cien veces por Fujimori y un millón por el resto de las
autoridades principales), la vocación corruptible de los políticos y
empresarios, etc. ¿Cómo no nos dimos cuenta?, se preguntaba la gente en la
calle. ¿Cómo pudimos convivir con todo esto?. ¿En dónde estábamos cuando
maduraba la estructura mafiosa? Era el momento en que democracia debía demostrar
que era cualitativamente superior que dictadura. El tiempo de Robespierre y la
guillotina, que marcan un antes y un después. En el que el país salda cuentas
con su pasado mediato e inmediato y adopta medidas excepcionales para corregir
todo lo que deba corregirse.
La trampa fujimorista estuvo tendida en la definición del gobierno provisional
después de la fuga de su presidente y la inviabilidad de mantener el poder con
la vicepresidencia y la conducción del Congreso. Por eso apostaron a dar su voto
por Paniagua para que fuese el encargado de asegurar la 'transición' a la que se
había comprometido Fujimori, después de conocerse el video Kuori-Montesinos y de
hecho el preservador de las relaciones sociales y políticas del régimen que
llegaba a su fin. El gobierno provisional evitó el quiebre y armó la ficción de
la evolución constitucional, según la cual su mandato no era el de la crisis,
sino de la sucesión impecable de un gobierno legítimo que recortó su mandato a
otro con el circunstancial presidente del Congreso convertido en tercer
vicepresidente a falta de los primeros. Este desarrollo, no previsto en ningún
lugar, fue aceptado con el argumento que no había que hacerse bolas con lo
formal.
A mí me tildaron de prurito mi insistencia en llamar extra-constitucional la
salida del 2000 y llamar provisional al gobierno de Paniagua, lo que hubiera
permitido exigirle cumplir otras tareas distintas al modesto programa que se
asignó don Valentín: garantizar elecciones creíbles en el plazo señalado por el
ex dictador. La reconstitucionalización, que hubiera supuesto el cierre del
Congreso tránsfuga y retránsfuga y la convocatoria a la Asamblea Constituyente;
la instauración de un proceso único a la corrupción, al golpe de Estado y a la
violación de derechos humanos durante los 90; la reorganización de las Fuerzas
Armadas y la Policía; el cambio de la Corte Suprema y la Junta de Fiscales
Supremos, para iniciar el cambio total de estas instituciones; la convocatoria a
juntas regionales para la descentralización; la instalación de una Comisión de
la Verdad que contara con la confianza del país y actuara con independencia del
poder político; etc.
Pero en nombre de la transición se optó por hacer nada, que en las
circunstancias era lo que menos arriesgaba y facilitaba la sobrevivencia
política del discreto presidente de siete meses. Bueno, en medio de la
apariencia de no hacer nada, se hicieron algunas cosas. Se concedió el
Aeropuerto y Camisea en condiciones más que dudosas. Se aflojó la dureza
carcelaria manteniendo el discurso de la mano dura. Se trajo a Montesinos de
Venezuela en medio de una polémica con el presidente Chávez. Pero, en fin, lo
que prevaleció fue la imagen de una etapa de tregua, en los mismos días en los
que Toledo advertía a toda voz que la salvación del país estaba en sus manos y
que en nombre de ello había que apurar su llegada al poder, aún con todos los
problemas de la transición en la columna de pendientes.