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Latinoamérica

La otra orilla

Aún no hay luz en el túnel del conflicto (Julio 29 de 2004)

León Valencia

Muy pronto el Gobierno estará enfrentado a la disyuntiva de continuar la ofensiva con los riesgos que implica, o buscar una negociación incluyendo a las Farc.
Si nos situamos en una perspectiva de corto plazo, podemos decir que el Estado está ganando la guerra, la guerrilla la está perdiendo y los paramilitares están pasando de agache. Pero en el mediano plazo, la cosa no es tan clara. Si el Estado no logra pasar con prontitud de las victorias militares tácticas a los triunfos estratégicos y a un principio de solución de las causas profundas del conflicto, el monstruo de la guerra puede crecer aún más y las organizaciones irregulares pueden volver a la ofensiva y retomar la senda de su fortalecimiento y expansión.
Las guerrillas mismas reconocen que el Estado ha pasado a la ofensiva. "El Plan Patriota es uno de los más grandes operativos militares lanzados por los gobiernos de Colombia y Estados Unidos contra las Farc-ep". Dice el Estado Mayor Central de esta organización en un comunicado reciente. Y Pablo Beltrán, hablando a nombre de la Dirección Nacional del Eln, hace un balance de la confrontación en el gobierno de Uribe en el que destaca la pérdida de territorios, las dificultades para mantener la influencia sobre la población y la desarticulación en que se encuentran muchas de sus estructuras.
También es sabido que los paramilitares consideran que la política de "seguridad democrática" ha servido para contener a las guerrillas y ese es uno de los principales argumentos que esgrimen para buscar la negociación y pensar en la posibilidad de la desmovilización de sus fuerzas.
Por eso, cierta confianza, cierta ilusión de triunfo, que se respira tanto en el Gobierno como en sectores de la opinión pública, no es infundada. La pérdida de combatientes, de territorios, de fuentes financieras y de espacio político nacional e internacional ha llevado a las guerrillas a colocarse en una posición defensiva.
En el primer año del gobierno de Uribe las organizaciones guerrilleras pudieron comprobar que la ofensiva iba en serio y que el respaldo de los Estados Unidos era firme y cuantioso. Desistieron entonces de mantener un pulso y optaron por intentar un repliegue ordenado de sus fuerzas para resguardar su conducción, conservar la columna vertebral de su ejército guerrillero y mantener los núcleos de población que les han sido fieles y los territorios que les han servido de retaguardia estratégica. En esas están.
Y tenemos que aceptar que en su paso a la defensiva les ha ido bien. Si en el primer momento -cuando intentaron sostener su ofensiva táctica en los ataques a pueblos, en las emboscadas, en la pretensión de consolidar sus fuerzas en las grandes ciudades y en el propósito de mantener un flujo estable de finanzas- sufrieron golpes duros como la expulsión de la Comuna 13 en Medellín, la disolución de importantes estructuras en Cundinamarca y Bogotá, la reducción drástica de su presencia en zonas como el oriente antioqueño y el Magdalena Medio, la contención a la escalada de secuestros políticos y la poca movilidad que han tenido para tomar pueblos.
En su trabajo puramente defensivo han logrado resguardar su conducción nacional, proteger a buena parte de sus mandos medios, preservar unas dos terceras partes de sus combatientes y mantener el control territorial y de población en sus zonas profundas de retaguardia. Es un trabajo de resistencia en el que el factor tiempo es decisivo. Si logran mantener esta situación por un año más pueden poner en calzas prietas a las Fuerzas Armadas.
Porque las Fuerzas Militares en su esfuerzo ofensivo se han visto obligadas a alargar sus líneas y a dispersar sus fuerzas en la persecución, debilitando algunas de sus estructuras clave; porque el gasto militar tiene su tope y es difícil pasar por encima de alrededor de cinco puntos del PIB que se están gastando entre recursos internos y ayuda externa; porque el esfuerzo ha sido principalmente bélico y el problema de fondo, es decir, la marginación de un gran contingente de campesinos y de jóvenes de las barriadas urbanas, que nutren a los actores irregulares, no encuentra un camino de solución.
No es descabellado decir que quienes con más inteligencia están jugando en la coyuntura son los paramilitares. Sufrían una aguda crisis al terminar el gobierno de Pastrana. Al chocar de frente con la guerrilla sufrieron grandes derrotas y mostraron sus limitaciones en la lucha contrainsurgente. Al mismo tiempo, se gestaron en su seno agrias disputas que terminaron en sangrientas confrontaciones armadas. En esta situación, decidieron colocarse bajo el ala de una negociación con el Estado y han logrado un estatus político que no tenían, han recompuesto su unidad y han extendido sus alianzas a otros sectores del narcotráfico que ahora los ven como la tabla de salvación para obviar la extradición y legalizar sus fortunas.
Muy pronto el gobierno del presidente Uribe se estará enfrentando a la disyuntiva de continuar la ofensiva, con los riesgos que implica, o buscar una negociación incluyendo las Farc, camino que también está tachonado de peligros. En cualquiera de las dos opciones tendrá que considerar un plan extraordinario para buscar una solución a la marginación que alimenta la guerra.