Latinoamérica
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Cómo nos hicimos comunistas
En homenaje al centenario del nacimiento de Luis Vidales, La Rana Dorada reproduce uno de sus mejores testimonios periodísticos. Por él se ve quién le enseñó a escribir al burro Pantxo.
Luis Vidales (Bogotá, noviembre de 1945)
Visur
Publicado en el semanario "Sábado", 10 de noviembre de 1945.
Reproducido en la revista
Por el año 20 el único café que existía en Bogotá era el Windsor. Era aquel
un típico café de una ciudad feudal. Así como no existía sino un café, sólo
había tres bancos, El Colombia, El Central y El Bogotá. La capital era una
aldea. La chistera y el levitón no habían aún desaparecido. Las mujeres usaban
la mantilla y no había para que pensar en que alguna, así fuese la más
innovadora, tocase su cabeza con la pastora que vino después a complementar la
nueva silueta femenina. Vestir de color hubiese sido un signo de rastacuerismo;
todo el mundo se ataviaba de negro. El tranvía de mulas, con su tintineo, su
tropel de cascos y los silbidos característicos del postillón, pasaba por la
Calle Real como una verdadera arriería metida entre rieles. La plaza de Bolívar,
todavía empedrada, era la estación principal de los coches de punto. Allí, sobre
el pescante de las victorias y las berlinas, los cocheros, de chistera y casaca,
cabeceaban con sus largos látigos en la mano, como practicando el rito de una
pesca imposible, según decía Tejada. No había entonces un sólo automóvil de
servicio público.
En la calle 13, entre carreras 7ª y 3ª, entre el Windsor y el caserón colonial
de los correos, los chalanes hacían caracolear los magníficos caballos traídos
de las haciendas de la sabana. Aquel trayecto de ochenta metros escasos era lo
que hoy es la esquina de la carrera octava con la calle catorce. El vértice de
la vida bursátil. Sólo que entonces no había bolsa negra. Todos los negocios de
la economía de aquel tiempo (venta de bestias, de cosechas, transacciones de
índole campestre) tenían su mercado libre en este sector. Y en el Windsor,
naturalmente, se festejaba el cierre de los negocios. Generalmente, en torno al
café tinto, al que tanto le debe la economía nacional, se verificaban estos
lazos de unión que luego se sellaban con el famoso brandy Hennessy tres
estrellas, compañero de los triunfos durante las guerras civiles en Colombia.
Era el licor chic, en todas nuestras aldeas. El whisky no había aparecido
todavía. En aquel ambiente del Windsor, al lado de los hacendados y los
negociantes comenzó a aparecer un nuevo tipo de hombres. Empezaron a ocupar
diariamente las mesitas, sin acuerdo previo, sin una reunión anterior por medio
de la cual se declarara fundada con estatutos y reglamento, la nueva generación
colombiana. Iban apareciendo allí nuevas caras, trayendo el aporte de su propio
mensaje, y sin saberse cómo ni cuándo quedó establecida una nueva generación
colombiana, sin mensajes ni manifiesto al país, movida indudablemente por la
misma fuerza espontánea que le quitaba al país su cáscara del siglo XIX y lo
incorporaba, al transformarlo en el XX, que llegaba retrasado a Colombia, en
todos los órdenes. Indudablemente, algunos factores que nada tenían que ver con
la transformación que se operaba en Colombia, contribuyeron a aproximarnos unos
a otros. Carlos Pellicer, el poeta mexicano, había sido enviado a estudiar en
Colombia por la federación de estudiantes de México, en un rasgo de aproximación
americanista, que por supuesto a nosotros se nos hacía insólito y que quedó sin
reciprocidad como era lógico que ocurriera en el ambiente de un gobierno
conservador que ni siquiera se dio cuenta de la presencia de Pellicer. Entre los
estudiantes desorganizados y sin aspiraciones, el significado de la presencia de
Pellicer entre nosotros pasó igualmente inadvertido, de modo que su misión tuvo
su cabal cumplimiento entre los grupos de intelectuales que por entonces
comenzaban a aparecer en Colombia. Pellicer, naturalmente no nos influenciaba
con su poesía porque él se hallaba en el mismo período de iniciación que
nosotros. Pero sus habitaciones, en el tercer piso del edificio Liévano, fueron
antes que el Windsor, nuestro lugar de reunión habitual, cuando Tejada aún no
había llegado a la capital. Allí sellamos amistad con León de Greiff, Rafael
Maya y Rafael Jaramillo Arango, que ya tenían obra y habían publicado versos.
Con Germán Pardo García, Pérez Amaya y Octavio Amórtegui. Con José Enrique
Gaviria y Alejandro Navas, Rafael Vásquez, José Silva y yo íbamos ligados por
una indisoluble amistad. De esa misma época data la amistad de algunos de
nosotros con el poeta Eduardo López, que ya por entonces había escrito unos de
sus más populares versos. Eduardo López editaba por esa época su famosa e
insuperable obra "Almanaque de los hechos colombianos", que recogía en no menos
de dos mil páginas un verdadero compendio de la república en todas sus
actividades. Y allí nos publicó Eduardo López a Rafael Vásquez y a mí nuestras
primeras producciones poéticas. Era aquel para mí un período primerizo en que
difícilmente me debatía con la influencia parnasiana. Recuerdo que mi
publicación en el "Almanaque" era un soneto alejandrino intitulado "Cleopatra",
en el cual, como es lógico, figuraban la trirreme y Marco Antonio, y en el que
sostenía muy heredianamente, que las palmas de la mano de la egipcia llevaban en
la M la inicial del amante latino. Tejada llegó a Bogotá ya bien avanzados los
fenómenos que nos arrojaban por los caminos de una nueva promoción de literatos
y artistas, aunque es bueno advertir que esos profundos hechos no nos dábamos
cuenta, y sólo ahora se nos presentan con la claridad que jamás tuvieron para
nosotros. Nada sabíamos de la conexión existente entre el palpitar angustioso
del mundo de la postguerra y nuestra aparición en la escena colombiana. Aún hoy
mismo no ha sido estudiado en qué forma aquel período de ansiedad universal vino
a perturbar la tranquilidad de muerte de la vida nacional, arremansada en siglos
pretéritos. Aún hoy mismo no se han analizado esos resortes ocultos que sacaron
al país de su marasmo y lo colocaron desde entonces en la línea de progreso que
lo llevó a la transformación política del año 30. Pero nosotros (hoy lo
comprendemos) veníamos como nuncios de esos hechos. Fuimos la generación, que a
pesar de carecer del idioma político apropiado, vaticinamos con nuestra sola
actitud de iconoclasticismo literario la ruina de la hegemonía. Quizá ninguno de
nosotros hubiera podido explicar en qué momento los fenómenos de la postguerra
nos colocaban ante una tarea, que solamente podíamos resolver en el campo
estrictamente literario. A raíz de la clausura de la guerra, el país adquirió
como otros, una importancia de mercado para el reinicio de la producción
industrial de los pueblos avanzados que necesitaban expandir su radio de acción
económica, en previsión de la crisis, que al fin llegó, señalada por vastos
sobrantes de mercancías. Fue entonces cuando llegaron, en equipos de
ferrocarriles y en instrumental para carreteras, no menos que en pianolas, en
ortofónicas y en toda clase de chucherías, los veinticinco millones de
indemnización por Panamá. Fue entonces cuando se abrieron infinidad de bancos y
algunas de las principales industrias, especialmente las textiles. El país se
puso en marcha. La actividad nacional se multiplicó y se diversificó. El trabajo
tomó nuevos cauces de infinidad de labriegos convertidos en peones de carretera
y de ferrocarril comenzaron a buscar en las ciudades las oportunidades de
absorción de su trabajo atraídos por los salarios urbanos y ya para siempre
zafados de la órbita del campo que eternamente los había constreñido a salarios
de hambre. Los problemas sociales comenzaron a cobrar volumen en el país. La
intranquilidad social, las huelgas, iniciaron su labor invisible de socavamiento
del viejo angarillaje feudal de la hegemonía. Con todas las dificultades
presentadas por las circunstancias; con la inmadurez de nuestros procesos
acumulativos; con las limitaciones e interferencias que se quiera, pero allí
había ya dos economías en pugna, la una gastada e incapaz de la campiña, y la
otra más avanzada, más liberal, en las ciudades y en las obras públicas. Y ese
fue, indudablemente, el telón de fondo sobre el cual se proyectó la actividad de
nuestra generación, la misma que ahora está llegando al poder. Cuando Tejada
vino a Bogotá, ya traía ese característico sello de vagabundaje que lo hacía
pasar absorto, por la Calle Real, como si en vez de casas y gente hubiera allí
palmeras, y en vez de Calle Real hubiese allí un camino real. Era un hombre
rodeado de paisaje por todos los lados, y en sus ademanes y en su andar se
sentía la presencia de parajes arbolados y rumorantes ríos. Ya por entonces
Tejada tenía ese chaplinismo inconfundible de hombre que había pasado por muchos
apuros y por muchos horizontes. Iba siempre con los pantalones de pasar el río.
Cuando yo le conocí, ya era el expulsado de la Normal de Medellín, ya había sido
polizón en los barcos del río Magdalena, ya había escrito sus "Gotas de Tinta"
en algún periódico de la capital antioqueña, ya había estado de aventura y
bronca por la Costa Atlántica y ya había visto la llamita fulgurante de los
revólveres rastrillados en la oscuridad de la noche, de que habló después en una
de sus crónicas. Ya estaba instalado en "El Espectador" de Bogotá, ya había
descubierto el calor de los periódicos, que recomendó siempre como lecho
insustituible para el abrigo nocturno, y ya había hecho el invento de los
cigarros de hojas de eucaliptus, que elaboraba bajo los árboles del parque del
Centenario, y que fumaba con delectante y ensoñadora actitud, sosteniendo que
todo estaba en la naturaleza al alcance de la mano y que era absurdo creer que
se necesitaba dinero para vivir. Ya era el filósofo y el teórico de todas las
cosas habidas y por haber que fue la característica central de Tejada. Confieso
que cuando le ví la primera vez sentí cierta repulsión hacia su facha
estrambótica. Iba arrebujado en un abrigo negro, con el brazo izquierdo colgado
de un pañuelo, también negro, de cuyo trapecio salía, no una mano, sino un atado
de trapos. El gran tirolés negro, tragado hasta los ojos, no conseguía cubrir
del todo los vendajes que le ceñían la frente y le cruzaban el ojo izquierdo.
Acababa de salir de la clínica. Unos carniceros lo habían atacado una noche de
juerga, por haberse interpuesto para defender a un amigo, y lo habían dejado
tendido en el suelo, completamente tasajeado a cuchillo. Jamás se le oyó la
menor recriminación contra sus amigos ni contra sus atacantes. Al día siguiente
de mi primer encuentro con él, estaba yo sentado a mi mesa en el Windsor, cuando
vi entrar a Tejada. Pensé que la presentación fugacísima del día anterior y mi
ninguna prestancia intelectual pues yo estaba inédito y él no conocía mis
versos, no le permitirían saludarme con deferencia, y fingí no verlo. Pero
Tejada se llegó hasta mi mesa y me saludó con el cariño y la familiaridad más
asombrosos, como si hiciera años que alimentáramos la más perfecta amistad. Su
naturalidad desarmó mi aprensión. Esa fue la primera admiración que me causó
este hombre, y desde entonces la más profunda y noble amistad nos envolvió hasta
su muerte. Tejada tenía un poder magnético enorme. De su ser emanaba un fluido
atrayente, verdaderamente maravilloso. Una atmósfera casi tangible lo circundaba
y dentro de ella quedaban como alelados los que se hallaban en torno. Hacia él
refluían, completamente absortas y como desarmadas, las personalidades de todos,
sin esfuerzo ninguno, como un placer que se reflejaba en los rostros. No era una
tiranía lo que ejercía. No era la fuerza, casi siempre tirante, del líder; el
dominio violento del jefe. Era una suave onda, una luz amable, brillante y
cálida, que lo conducía a uno a estar pendiente de él, de su extraordinaria
palabra, de su discurrir por un mundo de esféricas formas, de amor, entre todas
las cosas, de exactitud de misterio, de humor y de inmemorial sencillez a un
mismo tiempo, que él iba pintando como si se tratara de un sueño con los ojos
abiertos. El era el centro de nuestra generación, el jefe nato, nuestro núcleo
rumorante e inquieto. Pocos días después de haberse iniciado nuestra amistad,
Tejada desapareció de Bogotá. Había ido a casarse. Me dijeron que con una
muchacha Gaviria Jaramillo, de Pereira, hija de don Juan y de doña Dolores. Para
mí, aquello era una coincidencia, entre extraña y curiosa. Cuando ya de regreso,
me lo encontré en el café, le ofrecí visita y le envié saludos a su esposa.
Tejada me miró con cierta sorpresa, como quien no veía bases en mi modo de ser
para esta clase de cumplidos sociales. Se habían hospedado en un hotel de la
calle doce, arriba de la séptima. Cuando me oyó tutear y estrechar efusivamente
a Julieta, su asombro fue aún mayor. Los dos le explicamos los vínculos de
familia que nos unían. Y esto contribuyó a hacer más fuerte mi unión con Tejada,
Tejada era mi pariente lejano por lo Córdoba y Julieta lo era más próxima por la
rama de los Jaramillos; de modo que el traslado a mi casa paterna, que yo les
propuse, era una cosa lógica. Allí vivieron dos años. Fue esta la época de "El
Sol", periódico que tenía por directores a Luis Tejada y José Mar, y que se
editaba en una imprenta situada en la planta baja del edificio Montaña, frente a
la plaza de mercado de Las Nieves. Este periódico, cuatro años anterior a la
revista de "Los Nuevos", fue el primer órgano de la nueva generación colombiana.
Allí aparecimos algunos de los poetas y escritores que después, ya muerto
Tejada, hicimos parte de la agrupación de "Los Nuevos". El períodico de "El
Sol", que no tuvo una vida larga, fue también el período socialista de Luis
Tejada. Era un socialismo que no se atrevía a separarse del partido liberal y
que encontraba asidero para esta actitud en el propio pensamiento de Benjamín
Herrera, para quien el socialismo, como lo dijo públicamente en varias
ocasiones, era algo consubstancial con la entraña misma del liberalismo
colombiano.
Tejada no estaba muy convencido de ello; él creía que era necesario la aparición
de un partido independiente, pero aceptaba de buen grado la simpatía que Herrera
mostraba por el periódico, y la deferente atención que el gran caudillo ofrecía
al movimiento juvenil que pugnaba por cristalizar en "El Sol". No fueron pocas
las veces que vimos al general Herrera preferirnos en el trato frente a líderes
connotados del liberalismo, y en una o dos ocasiones su interés por nosotros se
mostró en ayuda monetaria para el periódico. De aquella época, guardo todavía
como recuerdo imborrable la figura magnífica de este extraordinario ejemplar
humano, poderoso y terrible, inconmovible y como tallado en piedra berroqueña,
ante el cual los grandes se veían pequeños. Herrera era un hombre de tan
acendrado dominio, de una tan increíble concreción de personalidad, que más que
un hombre parecía un mito. Lo primero que se sentía ante Herrera, por reflejo,
era el orgullo de ser colombiano, porque en él se hacía tangible la comprensión
de un pueblo grande hoy y mañana y siempre. Pueblo que produce esta clase de
hombres es un gran pueblo. Tejada y yo siempre andábamos juntos, lo que hacía
que nuestros amigos me llamaran "l’enfant gáte" de Tejada. Por las tardes
siempre nos citábamos para irnos a casa. El trabajaba en El Espectador y yo en
el Banco de Londres. Una tarde, mientras yo lo esperaba en la esquina de la
catorce con la séptima, salió del periódico y se vino precipitadamente a mi
encuentro, diciéndome sin saludarme: "Aquí en esta casa está en este momento un
ruso que quiere hablar con nosotros. Ahí hay una reunión de obreros liberales,
que lo han citado para que los oriente sobre la posición de los trabajadores en
las próximas elecciones. Subamos. Cuando termine nos vamos con él y charlamos.
Esto puede ser muy interesante". La casa de que hablaba Tejada era la misma en
que hoy está "La Cigarra". El ruso no era otro que Silvestre Sawinsky. Sawinsky
vivía en la vieja y amplia casa que queda inmediatamente después de lo que hoy
es la plaza de San Martín hacia el norte. Allí entramos. Recuerdo que en el
vasto corredor nos llamó la atención ver numerosos cueros colgados, y Sawinsky
nos dijo que se había dedicado a la curtiembre, para ganarse la vida. Nos
presentó a su esposa y nos instalamos en la amplia sala ante una gran mesa,
cubierta con una gruesatela de terciopelo verde, y sobre la cual una caparazón
de tortuga con una caja de metal incrustada servía de cenicero de agua. Pronto
comenzamos a menudear las tazas de té, de las cuales tomamos como diez, a la
manera rusa, mientras planeábamos el nuevo partido. Como a las nueve de la noche
salimos de allí, después de haber dejado un cerro de colillas dentro del
recipiente de la tortuga. Habíamos trazado el esquema para la formación del
partido comunista en Colombia. Llevábamos la lista de los nuestros, que se
redactó de mi puño y letra, y a la cual habíamos agregado algunos nombres que
juzgábamos adictos a nuestra causa, entre otros, Luis Cano, Armando Solano y
Alfonso Villegas Restrepo. Digo esto, porque nadie sabía cómo se fundó el
partido comunista de entonces, es decir de dónde partió la idea, y he oído
muchas versiones contrarias a la realidad, de gentes que desean hacerse pasar
por personas actuantes (el subrayado es mío). No. Aquella noche no
estábamos presentes sino Sawinsky, Tejada y yo. De allí convocamos a una
reunión, en la cual quedó constituído el nuevo partido. No está por demás decir
que ni Luis Cano, ni Armando Solano, ni Alfonso Villegas Restrepo concurrieron
nunca a ninguna de nuestras reuniones. Pronto nuestro partido se encontró con
muy serios problemas que nosotros no sabíamos cómo resolver. La cuestión
orgánica y nuestra conexión con las masas eran cosas al rojo blanco sin la
solución de las cuales podríamos subsistir. Ni Sawinsky ni nosotros sabíamos
nada en cuanto a los procedimientos. Ignorábamos por completo cómo se hacía un
partido comunista. Era aquella una época en que el resplandor de la revolución
rusa iluminaba el universo, y todos los hombres libres del mundo querían ir por
esa senda, lo que no significaba necesariamente que quienes así pensaran fuesen
teóricos consumados. El conocimiento de Marx y de los métodos revolucionarios de
los rusos no se habían generalizado. En la prensa todavía se leía que el general
Soviet se había tomado al sur de Rusia una importante ciudad llamada Lenin. En
estas circunstancias, nosotros resolvimos como mejor pudimos nuestros
embarazantes problemas. Le dimos al partido, por proposición de Moisés Prieto,
una secreta organización tipo masónico, por grados, con sus signos, sus
convenciones, sus palabras claves para los momentos de peligro. Y en cuanto a
programa, yo traduje con Sawinsky el programa del P.C. ruso y echamos diez mil
copias en mimeógrafo, que fueron a parar al río Magdalena, a los cuarteles, a
las organizaciones obreras, etc. Su distribución fue tan completa, que todavía
se acuerdan de haberlo recibido los obreros de muchos lugares del país. No
abandonamos tampoco el trabajo en el ejército, y fue por nuestra labor de hojas
sueltas, al frente de la cual estaba Sawinsky, que el buen ruso, más terrorista
que bolchevique y más niño que hombre terrible fue expulsado del país. Un día me
llamó Tejada con mucho sigilo para decirme que habían inventado un grado
superior, el último al que sólo tenían acceso los elegidos, pues había ciertas
cosas que no se podían tratar delante de algunos camaradas, en los cuales no se
tenía la suficiente confianza. Me advirtió que mi iniciación allí se había
fijado para una sesión especial, como en efecto ocurrió. Por entonces Tejada ya
vivía en una casa de la calle doce, casi contra el paseo Bolívar. En un cuarto
oscuro, iluminado apenas por una vela de sebo, se efectuó la ceremonia de mi
ingreso al más alto grado. De pie, en torno de una mesa, se hallaban Tejada,
Sawinsky, José Mar, Moisés Prieto y Diego Mejía. Sobre la mesa reposaban los
símbolos de la purificación y la fe del comunista, consistentes en la
constitución rusa, el programa del partido y, encima, una pistola, alegoría de
la violencia revolucionaria y a la vez del castigo que esperaba al traidor. El
juramento consistía en un largo interrogatorio escrito, que Sawinsky leyó
aquella noche, con su particular acento ruso. Se hablaba en voz baja. Tejada se
transfiguraba por completo, y a la escasa luz de la vela se le veía poseído de
la más intensa emoción. A Sawinsky le temblaba levemente el labio inferior. La
respiración de todos parecía contenida. El interrogatorio llegó a aquello de
"jura usted no hacer diferencia de razas?", y yo respondí : lo juro; "jura usted
no hacer diferencia de nacionalidades?", y yo respondí lo juro. Pero cuando se
me dijo: "Jura usted no hacer diferencia de sexos?", dí inmediatamente el grito,
separándome del grupo. "No, me es imposible jurar eso", exclamé. La
estupefacción se apoderó de todos. Tejada me miraba con angustia
escrutadoramente. "Por qué no juras?", me dijo con un tono de ruego. Yo les dije
"Lo de la supresión de la diferencia de sexos no lo juro, porque por pepiciego
que uno esté siempre sabe quién es hombre y quién es mujer". Todavía oigo las
carcajadas de José Mar y las recriminaciones de Tejada, que no concebía que se
llevara ningún espíritu ligero a semejante ambiente de solemnidad y de misterio.
La conexión con los obreros es capítulo aparte. Este se tornó muy pronto en
nuestro insoluble problema central. Habíamos conseguido a un obrero de la
construcción, Manuel Avella, y a Lozada, un maquinista del ferrocarril. Pero
necesitábamos las grandes masas. Una comisión compuesta por José Mar y Prieto,
que enviamos a Girardot, meca entonces del socialismo, había fracasado. Entonces
resolvimos todos salir a la conquista de las masas. Se nos había dicho que en el
paseo Bolívar por las tardes, se reunían muchos obreros, pues allí se hacía una
venta de comestibles calientes y era el mejor sitio para encontrarlos en
conjunto. Hacia allá nos dirigimos, pasando por el barrio de Las Aguas siempre
en busca de obreros, que no hallamos por el camino. Arriba, evidentemente, se
agitaba una muchedumbre desharrapada, en una especie de feria o de fiesta, en
torno a las ollas humeantes. Al frente teníamos el espectáculo de la ciudad, con
su rumor de órgano, y más allá, hasta el confín verde de la sabana. Nos
acercamos a los trabajadores, pero no sabíamos cómo abordarlos, qué decirles,
cómo entrar en conversación con ellos. Casi ni nos miraban. Estaban muy
atareados en su comida, comprando aquí y allá centavos de cosas. Entonces,
cuando ya íbamos a fracasar del todo, Tejada se acercó a nosotros diciéndonos:
"Bueno, bueno hagamos una colecta para esta gente". Y vaciamos nuestros
bolsillos, para que los obreros pudieran comer un poco mejor aquella tarde.
Después, descendimos del paseo Bolívar, sin haber podido hablar ni una sola
palabra con aquellos obreros sobre nuestros propósitos, pero felices de haberlos
ayudado en algo. Sólo oímos que uno de ellos rezongó algo sobre los electoreros
que van a buscarlos con obsequios cuando quieren sus votos. Juro que esta escena
me ha ayudado extraordinariamente a comprender a Charlot. Pacho de Heredia, el
famoso líder socialista que murió quemado en el incendio de un hotel de Costa
Rica, había convocado al tercer congreso socialista de Colombia, que se reunió
en un largo salón del tercer piso del edificio Liévano, en la plaza de Bolívar.
De Heredia se peleaba con nosotros, pero eso no fue óbice para que nos enviara a
todos credenciales de organizaciones obreras que ni siquiera conocíamos, para
que asistiéramos como delegados al congreso. Recuerdo que a mí me correspondió
representar a los obreros de la Zona Bananera. Allí, en aquel congreso, nuestra
actividad fue feroz contra el socialismo. Y, como era natural, nuestras baterías
iban dirigidas contra el socialismo de Girardot, que gobernaba la ciudad desde
el concejo y que, según nosotros, se había pervertido en el reparto de las
preeminencias y del presupuesto.
Nosotros hicimos declarar aquel congreso: Primer Congreso Comunista de Colombia.
El mono Dávila, que representaba al socialismo fue nuestra víctima
propiciatoria, y se defendía de todos muy airosamente. Sólo una vez que el loco
Zambrano (un muchacho enviado por los obreros de Boyacá, que en el congreso se
declaró comunista y marchó con nuestras tesis) le acusó de prestar plata al diez
por ciento, el mono perdió los estribos, y exclamó: "A quien me vuelva a decir
esa impostura, o lo desafío, o lo condeno al desprecio de mis conciudadanos". Y
el loco le replicó con toda calma: "Vea camarada: yo prefiero lo segundo". Allí
mismo nos encontramos con Alejandro Vallejo, que desde entonces formó parte de
nuestra agrupación. Una noche, Vallejo hacía el ataque más violento al programa
socialista de Heredia, que había sido promulgado en años anteriores en Honda.
Vallejo duró cerca de una hora descuartizando el programa de Honda. Ese programa
era una basura; ese programa no valía nada. De pronto Heredia le preguntó al
orador: "Dígame una cosa: usted conoce el programa de Honda?"; a lo cual replicó
el orador, impertérrito: "Yo no conozco el programa de Honda". La carcajada fue
general. Pero era que nosotros señalábamos con anterioridad quienes debían
intervenir en los debates no por el conocimiento que tuvieran de la materia,
sino por el grado de capacidad para hablar. En aquel congreso conocimos a Raúl
Eduardo Mahecha, a quien llevamos a nuestra organización una noche para
conocerlo y saber de quién se trataba. Confieso que nos causó pésima impresión.
Mahecha se vanagloriaba de sacarles dinero a los yanquis de Barrancabermeja, de
amenazarlos con huelgas si no le suministraban la plata y de otras lindezas por
el estilo. Lo decía con tal naturalidad como si estuviera convencido de que esa
era la esencia el alfa y el omega del movimiento revolucionario. Mostraba esos
actos suyos, como grandes triunfos de sagacidad revolucionaria. Al propio
congreso había venido con sueldo de la empresa petrolera y con aire de victoria
nos mostraba los telegramas en que le anunciaban los giros. A mí me pareció,
perdóneseme que lo diga, un criminal nato, inconsciente. Y ese era el presidente
del congreso obrero. Pedí que lo derrocáramos, pero la oportunidad de hacerlo
parece que no se presentó. Después hicimos Tejada y yo un viaje al Quindío,
siempre con la idea fija de buscar obreros auténticos. En un hotelito de
Cajamarca redacté el primer manifiesto que yo hacía destinado a los obreros del
Quindío, que publicamos en Calarcá, mi ciudad natal. Tejada se mostró
sorprendido de mis estilo revolucionario y alabó con mucho entusiasmo mi
manifiesto. En Calarcá salieron algunos obreros a recibirme. Tejada estaba
optimista. ¿Ves?, me decía; los obreros son muy inteligentes y acabarán por
responder a nuestros llamados. Vamos a hacer un gran partido. Pero en Pereira,
fin de nuestro viaje, ya no vino nadie a vernos. Allí iniciamos a Fortunato
Gaviria, hermano de la mujer de Tejada. La iniciación que se hizo con la
solemnidad de la mía, de que ya he hablado, no surtió su efecto de misterio y de
sigiloso secreto. La casa tenía una acústica endemoniada; todo el mundo, en la
planta baja, de almacenes y tiendas, se dio cuenta de todo cuanto dijimos e
hicimos. Y al día siguiente todo Pereira sabía que habíamos ido a la ciudad.
Tejada era un comunista convencido. Indudablemente, nuestro movimiento, en el
fondo, era un movimiento liberal, como lo fue en gran parte, años después el
movimiento socialista revolucionario (el subrayado es mío). El partido
liberal, con la pesada herencia del fracaso de la guerra civil iba de mal en
peor. Nadie creía ya en que pudiera levantarse de la postración en que se
encontraba. Y en estas condiciones, se buscaban sustitutos, otras formulaciones
y otros medios que suponían más eficaces para el derrocamiento del
conservatismo. Mucho de eso había en nuestro movimiento. Pero no en Tejada.
Tejada era comunista, con la visión de una sociedad mejor y más equitativa para
la humanidad. De ahí que yo no juzgue a Tejada como obligadamente lo juzga la
gente: como un cronista que ha producido Colombia; el mejor, en una abarcadura
más ancha, del habla española, que aún no ha sido superado ni igualado aquí ni
fuera del país. Porque Tejada era más que eso. Tejada era un apóstol, un líder
incomparable del proletariado. Murió en el momento en que se estructuraba
ideológicamente en el marxismo, cuando antes sus ojos de visionario la escritura
del viejo alemán le abría las puertas de un mundo amable para todos, en el cual
había soñado siempre. Amó a la humanidad con un amor entrañable. Amó a los
humildes, y supo con toda claridad que ellos serán poseedores de un paraíso aquí
en la tierra. Por hacer más próximo ese paraíso, luchó hasta su último aliento.
El día que le pegamos a Llorente (20 de julio de 1810)
El día que le pegamos a Llorente
Por Carlos Vidales*
La Plaza Mayor de Santa Fe de Bogotá, escenario de los dramáticos sucesos que
se narran en esta historia de floreros, reyertas y revoluciones patrióticas.
Era, como siempe suele ocurrir, un día de mercado.
Me acuerdo muy bien: todos nos levantamos muy temprano ese día.
Era viernes. Los mercachifles y marchantas del mercado semanal, en número mucho
mayor que el acostumbrado, ocuparon sus puestos en la Plaza Mayor, que ahora le
llaman "de Bolívar", con tal orden y disciplina, que ya a las cuatro y media de
la mañana estaba cada uno en su lugar, con sus achicorias, arracachas, coles y
verdolagas dispuestas para el regateo. Había un silencio raro en el aire y se
percibía una tensión general, como si todos supieran que algo muy gordo estaba a
punto de suceder. Hasta los perros de los marchantes, con las narices mojadas
por la niebla fría del amanecer, vigilaban anhelantes la esquina del Cabildo,
las ventanas del Palacio del Virrey, la explanada del Colegio de San Bartolomé y
la puerta de la Cárcel Mayor.
A las cinco en punto comenzó la misa en la Catedral, que a esa hora estaba ya
repleta hasta los topes. Todos los adultos comulgaron, mirándose con recelo los
unos a los otros. Los señores chapetones y sus familias, ocupando los bancos mas
cercanos al altar, echaban de vez en cuando miradas de odio y desprecio a los
criollos y sus familias, que se mantenían todos agrupados más atrás, muy dignos,
en las bancadas cercanas a la puerta. El populacho, la plebe, la chusma, es
decir el pueblo humilde, honrado y trabajador, oía la misa y se rascaba los
piojos de pie, en las naves laterales, donde las imágenes de los santos
milagrosos miraban al cielo con expresión de sufrimiento, agobiadas por el olor
a ruana sudada, alpargata macerada y enjalma inmemorial.
Todos estaban nerviosos, aunque todos estaban estragados por el sueño y el
cansancio. Nadie había dormido la noche anterior. En las casas de los criollos
más notables se había permanecido en vela, y grupos de campesinos y arrieros
"voluntarios" habían montado guardia en los portones y zaguanes, porque corría
la voz de que los chapetones planeaban asesinar a las diecinueve familias más
importantes de la cachaquería. Circulaba una lista, supuestamente hecha por los
españoles, en que constaban los nombres de los jefes de esas familias: el señor
Emigdio Benítez Plata en primer lugar, don Camilo Torres en segundo, don José
Acevedo y Gómez en tercero... A este plan siniestro se le había dado el nombre
de "La Conspiración Infiesta", porque era precisamente el señor Infiesta, oidor
de la Real Audiencia, quien había dicho en corrillo de amigos y compadres que
era necesario eliminar a los criollos de más prestigio para garantizar el orden
y la tranquilidad. El señor Infiesta pertenecía a esa clase de cretinos que
creen posible tranquilizar al pueblo asesinándole su gente.
Los chapetones también estaban agotados, porque entre ellos había corrido el
rumor de que esa noche los criollos iban a hacer una matanza general de
españoles. Por eso, aunque se habían ido a dormir temprano, se les había pasado
la noche revolcándose en la cama, intranquilos, tratando de creer en las
palabras del oidor Hernández de Alba: - "Los americanos son como los perros sin
dientes: ladran, pero no muerden".
Yo también estaba sin dormir, porque mi papá me había llevado a la casa del
sabio Caldas, donde se hizo una reunión en la que participaron don Camilo
Torres, don Frutos Joaquín Gutiérrez, don José Acevedo y Gómez, don Miguel Pombo,
don Francisco Morales, y otros varios cachacos de lo más fino. Recuerdo que don
Camilo Torres, muy elegante con su casaca de paño color carmelita y sus
pantalones de lino blanco, se paseaba de un lado a otro y dos o tres veces se
lamentó de la ausencia de don Antonio Nariño. Ya hacía dos meses que los
malditos chapetones habían mandado a Nariño a Cartagena, con grilletes en las
manos y en los pies, porque sospechaban que don Antonio estaba preparando un
motín para disolver al Reino. Recuerdo también que a mí, por ser niño, me dieron
agua de panela y unas galletas, y que ellos tomaron café con excepción del sabio
Caldas, que prefería el "té de Bogotá", traído de la finca de Nariño.
A mí me gustaba mucho estar cerca de Caldas, porque parecía como un niño, con la
casaca abierta y la camisa desabrochada, siempre dibujando mamarrachos y
fórmulas incomprensibles en sus cuadernos de apuntes. Esa noche, mientras don
Camilo Torres daba instrucciones severas a todos y explicaba que era necesario
provocar un incidente violento con los chapetones, haciéndolos aparecer a ellos
como culpables, porque, según decía, "para asegurar el éxito es necesario que la
chispa incendiaria parta del vivac enemigo", Caldas dibujó en un pedazo de papel
un óvalo cruzado por una raya, más o menos así: y me preguntó: "A ver, jovencito,
¿qué significa esto?" Yo examiné el enigma desde la altura de mis doce años y le
contesté sin vacilar: "O larga y negra partida". El se echó a reír y me dijo:
"Esa interpretación vale para cuando a uno lo van a fusilar: ¡Oh, larga y negra
partida...! Por ahora la explicación es otra, y yo se la resumo diciendo que
basta con partir un solo eslabón para que se rompa toda la cadena".
Don José Acevedo y Gómez, que oyó estas últimas palabras, comentó: "Eso es muy
cierto. Y lo que necesitamos en este momento es saber cuál es el eslabón que
conviene partir". Luego se llevó a mi papá a un rincón y le habló en voz baja.
Los ví discutir unos instantes. Después de eso mi papá vino y me ordenó: "Vaya y
acuéstese en la otra pieza. Duérmase, porque mañana tenemos mucho que hacer, y
yo lo voy a necesitar para que traiga y lleve recados". Yo le hice caso porque
me di cuenta de que ellos querían discutir lo del eslabón sin que mis orejas
pudieran oir. Mi papá era admirador de Rousseau y a mí me educaba según el
método propuesto en el "Emilio", y por eso para mí era muy fácil obedecerle. Yo
confiaba en él.
He contado todo esto para que ustedes entiendan que al amanecer del 20 de julio
de 1810 todos los habitantes de Santafé estábamos trasnochados y nerviosos.
Todos, excepto don José González Llorente y su familia. Ellos eran los únicos
que habían dormido tranquilos, porque don José González Llorente era un pan de
Dios que nunca se metía en chismes, jamás hablaba de política con nadie, y por
lo tanto él y su familia eran los únicos en todo el virreinato que no sabían lo
que estaba pasando.
Don José González Llorente era chapetón, nacido en Cádiz, pero se había casado
con una criolla, a la cual amaba y respetaba con veneración. Aparte de sus hijos
y de su mujer, don José González Llorente mantenía en su casa a doce mujeres
más: once hermanas de su esposa y la mamá de todas. Era, en consecuencia, un
santo, y Dios lo debe tener en su gloria. Su generosidad era proverbial, su
simpatía por los criollos evidente, su tienda estaba muy bien situada, a pocos
metros de la Catedral, bien surtida con paños y manteles y vajillas y cristales
y floreros. Yo lo quería, porque siempre me regalaba algún dulce y me acariciaba
la cabeza cuando yo iba a recoger los tabacos para mi papá.
Apenas terminó la misa todo el mundo se desbandó para sus casas. Don José
González Llorrente, sus hijos, su mujer, su suegra y sus once cuñadas, seguidos
por cuatro sirvientas almidonadas y un criado adolescente, se fueron muy en fila
y se encerraron en su domicilio, sin hablar con nadie y pensando solamente en
Cristo y sus apóstoles.
La niebla de la mañana se había disipado. En la Plaza Mayor el mercado hervía de
susurros y cuchicheos, pero en toda la ciudad se alcanzaba a oir el ruido que
hacían la cachaquería y la chapetonería, a unísono, sorbiendo en sus hogares el
chocolate caliente, el caldo de pollo y el cuchuco suculento del almuerzo. Gente
timorata, zanahoria y rinconera, los santafereños de lustre refocilaban el
estómago después del extenuante esfuerzo de oir misa.
A las nueve de la mañana don José González Llorente abrió su tienda, situada en
la Calle Real, ahí mismo donde está ahora la llamada "Casa del Florero". En ese
momento yo estaba en mi casa, a cuatro cuadras de allí, recibiendo la siguiente
orden de mi papá: "Vaya donde el señor Llorente y observe la situación. Si
ocurre alguna novedad, avísele a don José Acevedo y Gómez y después véngase a
ver en qué lo necesito".
Yo salí corriendo a cumplir el encargo, y llegué a mi puesto de observación en
el preciso instante en que los hermanos Morales se dirigían al señor González
Llorente con estas amables palabras: -"Oiga usted, señor, venimos a que nos
preste el florero bonito ese que tiene para adornar la sala en la que vamos a
darle la recepción a don Antonio Villavicencio. Ya sabemos que usted es un
chapetón recalcitrante y que nos odia a los criollos, pero suponemos que no será
tan grosero como para faltar a las reglas de la hospitalidad.
¿No es así?" El pobre don González Llorente se puso colorado, y tartamudeando de
la sorpresa, contestó: -"¿Pero de dónde sacan vuestras mercedes, señores míos,
que yo odio a los criollos? ¿Y por qué me hablan vuestras mercedes en ese tono
tan insultante? ¿Les he faltado yo en algo alguna vez, he sido desatento con
vuestras mercedes o con vuestras honradas esposas o madres o hermanas? ¡Por
supuesto que pueden vuestras mercedes disponer del florero, y de toda mi tienda,
que a mí no me importa si el agasajado es criollo o chapetón!" -"¡Ajá!
-respondió el más joven de los Morales- ¡de manera que insulta a nuestras
madres, y esposas, y hermanas! ¡De manera que dice que no le importan, que se
caga en los criollos! ¡De manera que se niega a prestar el florero, solamente
porque el agasajado es criollo! ¡Viejo cabrón, miserable, chapetón de mierda,
ahora mismo vas a a ver cuánto valemos los criollos!" La famosa bofetada que uno
de los Morales dio al pobre señor Llorente condujo, según dicen los señores
historiadores, al nacimiento de la Patria. Según eso, yo fui uno de los testigos
más cercanos en ese parto doloroso, según se puede observar en este grabado
histórico. Yo soy, naturalmente, el mocoso que tiene las manos en los bolsillos.
El tumulto que se armó entonces fue tremendo. La gente se arremolinó, gritando
contra el pobre señor González Llorente, y a mí me dió la impresión de que todos
sabían exactamente cómo tenían que moverse y qué tenían que gritar. Todos, menos
don José González Llorente, que estaba muy aturdido, muy azorado, muy
sorprendido y muy achicopalado.
En esto llegó don Francisco José de Caldas, con sus botas muy lustradas y su
cuello de encaje, y una sonrisa maliciosa en la mitad de la cara, y saludó muy
amablemente a don José González Llorente.
Eso me pareció muy absurdo, y al comienzo no entendí por qué Caldas hacía eso.
Era imposible que él no se hubiera dado cuenta del tumulto. Pero comprendí de
qué se trataba cuando uno de los Morales le dijo: -"Señor Caldas, es increíble
que usted salude con amabilidad a este chapetón miserable, que ha insultado a
los criollos, que ha dicho que se caga en todos nosotros, y que se ha negado del
modo más vulgar y soez a cumplir con los deberes de la hospitalidad".
Caldas miró a los Morales, a la muchedumbre, a don José González Llorente que
estaba congestionado por la sorpresa, la humillación y el espanto, y dijo con
una tranquilidad brutal, amable y sonriente: -"Pues si es verdad lo que vuestras
mercedes me dicen, tengo que retirar el saludo que acabo de ofrecer".
Don Gónzalez Llorente pareció hundirse en el abismo de un colapso cardíaco. La
multitud volvió a gritar y yo salí corriendo de allí y me fuí a contarle todo a
don José Acevedo y Gómez, como mi papá me había ordenado, y luego me dirigí a
toda velocidad a la casa, a esperar instrucciones.
Mi papá se mostró muy satisfecho de mi prontitud y disciplina, y me dio un buen
chocolate con colaciones. Estábamos en esas cuando llegó, muy agitado, nuestro
pariente y amigo don José María Carbonell, diciendo que a don José González
Llorente le habían dado una paliza fenomenal, y que la muchedumbre andaba
cazando ahora a un oidor -no recuerdo su nombre-, y que ya era hora de poner en
movimiento "la máquina popular". Mi papá estuvo de acuerdo y me dijo: "Váyase
ahorita mismo con José María, obedézcalo en todo, no se separe de él y pórtese
bien. Ahora es usted un ciudadano y un patriota". Me miró a los ojos con mucho
cariño y me dio una palmada en el hombro. Yo le besé las manos y me fui con
Carbonell, que parecía un torbellino.
Nos trepamos por la Candelaria, hasta el barrio de Egipto, y Carbonell alborotó
allí a más de dos mil personas que se bajaron hasta la Plaza Mayor con palos y
picas y piedras y cuchillos. Después corrimos hasta San Victorino y de ahí
trajimos a tres mil energúmenos dispuestos a desbaratar el Reino a patadas. Lo
mismo hicimos en el barrio de Las Nieves. En suma, nos recorrimos en unas horas
todos los huecos de Santafé donde había pobres y chusma, y a las seis de la
tarde teníamos una muchedumbre enfurecida en la Plaza Mayor, varios oidores
presos, los chapetones escondidos en los entretechos de sus casas y los criollos
repartiendo órdenes, contraórdenes y desórdenes.
Lo demás ya lo conocen ustedes, porque fueron a la escuela y ahí les echaron el
cuento completo. Sabrán, por lo tanto, que mientras José María Carbonell
alborotaba a los artesanos, peones y obreros, don Francisco Morales, cumpliendo
órdenes del doctor Azuero Plata, comunicaba al cuartel del Regimiento Auxiliar
la noticia de los alborotos y lograba que el jefe de dicha fuerza, don José
Moledo, se uniera con su batallón a las fuerzas patriotas. Entretanto, los
criollos más notables se autodesignaron con el título de tribunos o portavoces
del pueblo, y en nombre del pueblo enviaron emisarios al virrey con la petición
de que permitiera realizar de inmediato un Cabildo Abierto. El virrey, señor
Amar, terco y porfiado como un ladrillo gallego, se negó repetidas veces a
conceder el permiso y al promediar la tarde, con torpe arrogancia, recibió al
último de los comisionados, don Ignacio de Herrera, con la tajante expresión
"¡Ya he dicho!" y luego le volvió la espalda de manera insultante.
Yo estaba ya de regreso en mi casa cuando llegó allí un mensajero con el cuento
de lo que había dicho el virrey. Mi papá, alarmado, comentó: "Eso quiere decir
que el señor Amar se propone aplastarnos a sangre y fuego". Pero a los cinco
minutos llegó otro mensajero con la información de que don Juan Sámano le había
pedido autorización al virrey para sacar las tropas regulares a la calle a fin
de restablecer el orden a balazos y que el virrey le había negado ese permiso y
en cambio le había ordenado mantenerse quieto en su cuartel. Al oír esta
noticia, mi papá se quedó como atontado y uno de los criollos presentes, no
recuerdo cuál de ellos, dijo con una sonrisa: "Eso quiere decir que el señor
Amar es bobo de remate, y que ahora podemos hacer lo que se nos dé la gana".
Dicho y hecho. Los miembros del Cabildo y los notables criollos decidieron
realizar el Cabildo Abierto sin la licencia del virrey y comenzaron a enviar las
citaciones, a convocar a la muchedumbre que recorría las calles, enardecida y
furibunda, y a organizar los piquetes de vigilantes y activistas. A las cinco de
la tarde, una horda de lagartos, aduladores, tinterillos, chismosos,
oportunistas y sapos de todos los colores, llegaron donde el señor virrey a
contarle que los criollos iban a pasar por encima de su autoridad. El señor
virrey dijo entonces: - "He dicho que no habrá cabildo sin mi permiso. Si son
tan subversivos que se atreven a hacerlo, entonces les doy permiso para que
hagan Cabildo Extraordinario".
Cuando la muchedumbre alborotada oyó esto, la carcajada fue inmensa y toda la
revolución estuvo a punto de fracasar, porque la gente se desmayaba de la risa.
La seriedad revolucionaria se restableció cuando don José Acevedo y Gómez se
trepó a un balcón y gritó con todas sus fuerzas: - "¡Esta vaina no es una
fiesta, carajo! ¡Con semejante indisciplina es imposible organizar el desorden!
¡Si dejamos pasar este momento de verraquera, si no aprovechamos la papaya que
nos están dando, antes de doce horas los chapetones nos van a hacer comer mierda
a todos juntos!" Esta es la frase inmortal que, por respeto a las señoras, las
señoritas y los niños, la historia oficial ha registrado así: - "¡Si perdéis
este momento de efervescencia y calor, si dejáis escapar esta ocasión única y
feliz, antes de doce horas seréis tratados como insurgentes!" Sea como fuere, el
pueblo quedó tan impresionado con la vibrante elocuencia de don José Acevedo y
Gómez, que desde ese mismo momento lo bautizó con el apodo de El Tribuno del
Pueblo .
A las seis de la tarde una inmensa multitud llenaba la Plaza Mayor y todas las
calles adyacentes. Todas las campanas tocaban a rebato. La guardia de la cárcel
intentó hacer una salida contra el pueblo, pero fue desarmada y bombardeada con
piedras, tomates, verduras, huevos podridos, escupitajos y toda clase de
insultos por las gloriosas masas revolucionarias que con abnegación y heroísmo
dieron así una prueba suprema de patriotismo inmortal. Los pobres guardias,
molidos a palo y cubiertos de saliva proletaria, fueron encerrados en la misma
cárcel que debían guardar.
A las seis y cuarto, más o menos, comenzó a sesionar el Cabildo Extraordinario,
como decía el ridículo permiso del virrey. Yo estaba en la plaza, al lado de mi
papá y de José María Carbonell, y ví que éste último hacía una seña a un vecino
notable, quien de inmediato pidió la palabra y propuso que se eligiera por
aclamación a don José Acevedo y Gómez como Tribuno del Pueblo. Así se hizo, con
ruidosa aprobación de la muchedumbre. Alguien señaló entonces que la muchedumbre
no podía votar porque el Cabildo era Extraordinario y no Abierto, y por lo tanto
no era permitida la votación general. Don José Acevedo y Gómez dijo entonces:
"¡Pues que la asamblea se constituya en Cabildo Abierto, y que el Cabildo
Extraordinario se vaya al diablo!". Y así se hizo.
Acto seguido, don José Acevedo y Gómez volvió a tomar la palabra y exigió, en
nombre del pueblo, que se designara una Junta encargada de asumir el mando, y
que cada uno de sus miembros debía ser aclamado por el pueblo. En ese momento
llegó un mensajero diciendo: "Que el señor virrey manda decir que él se ofrece a
ser el presidente del Cabildo". Esto produjo otro despelote de risas y
carcajadas. Don Ignacio de Herrera le dijo al mensajero: "Vaya y dígale al señor
virrey que ya es tarde".
A todas estas, yo me mantenía callado y serio observando los acontecimientos. A
pesar de toda la euforia popular y de las expresiones de entusiasmo de mi papá y
de todos los notables, yo estaba triste. José María Carbonell me preguntó: "¿Qué
te pasa, muchacho? ¿No te gusta ver el nacimiento de una Patria?". Yo le
contesté: "Sí, me gusta, pero me da tristeza pensar en el señor Llorente. Él es
una buena persona, y hoy lo hemos maltratado todos de la manera más horrible. Me
da pena y vergüenza". Carbonell se quedó mirándome fijamente, con esos enormes
ojos negros que tenía, y me dijo: "Tienes razón. Mañana iremos juntos a la
cárcel y le llevaremos comida, ropa y algunos libros".
Fue así como supe que al pobre don José González Llorente lo habían metido en el
calabozo después de apalearlo, insultarlo y ultrajarlo.
Ya nunca más volvería a tener su tienda bien surtida, ni me acariciaría la
cabeza cuando yo fuera a comprar tabacos para mi papá, ni saludaría a los
vecinos con esa voz ronca y tranquila que tenía.
Ya nunca más volveríamos a verlo en su peregrinación dominical a la iglesia, muy
compuesto, con su mujer, su suegra y sus once cuñadas, sus hijos y sus
sirvientes. Sentí un sabor amargo debajo de la lengua.
Y más detalles de ese día no les puedo dar, porque me fui para la casa. Después
supe que se había formado la Junta, que se había obligado a los militares a
jurar obediencia al nuevo gobierno, que el virrey Amar había tenido que ceder a
todas las exigencias de los patriotas, que se había dado libertad al canónigo
Rosillo, quien desde hacía meses estaba preso por conspirador, y que cuando los
miembros de la Junta fueron a visitar al señor Amar al palacio virreinal, se le
dio orden a la guardia de presentar las armas "ante el pueblo soberano". Yo
lamenté no haber visto eso personalmente, porque esa vez, el 21 de julio de 1810
por la mañanita, fue la primera ocasión en la historia de Colombia que se usó la
expresión "el pueblo soberano" de manera pública, abierta y oficial.
Parece también que ha sido la única vez que se respetó el significado de esa
expresión. Pero esa es otra historia.
Solamente les quiero contar, para terminar con este relato, que algunos meses
más tarde salió del calabozo donde los criollos lo habían encerrado, aturdido,
humillado y desconcertado, don José González Llorente. Se fue para La Habana, en
compañía de sus trece mujeres sollozantes y de tres sirvientes y un perro, y
desde allí mandaba a veces cartas preguntando por qué lo habíamos tratado tan
mal. Nadie le contestó nunca y no se le volvió a ver por aquí.
Años más tarde visité en la cárcel a Caldas pocas horas antes de que lo
fusilaran. "Ahora -me dijo- es el momento de usar la O larga y negra partida". Y
agregó: "Espero que hayas aprendido algo útil en estos años que hemos estado
haciendo Patria". Yo le contesté, pensando en don José González Llorente, en sus
trece mujeres, en su perro, en sus sirvientes y en sus hijos: "Si, he aprendido
que para hacer una Patria nueva hay que cometer infamias".
Caldas sonrió amargamente y me dió un abrazo muy largo y apretado, y yo le dejé
una lágrima rodando por la manga de su camisa desabrochada. No pudimos hablar
más. Al amanecer lo fusilaron y le cortaron la cabeza.
Estocolmo, julio de 1996. © Carlos Vidales:Historiador. Hijo del Maestro Luis
Vidales.