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En defensa de la justicia comunitaria
Silvia Rivera Cusicanqui
La escritora y socióloga Silvia Rivera, conocedora de la realidad aymara, escudriña los sucesos de Ayo Ayo La justicia boliviana es injusta e irracional En torno a los sucesos de Ayo-Ayo, muchos comentarios de prensa repiten, punto por punto, un slogan acuñado ya a fines del siglo XIX: los indios "son irracionales", salvajes sedientos de venganza. La "racionalidad" que se esgrime es la de las leyes bolivianas, la de un sistema jurídico republicano. Pero, ¿acaso esta racionalidad existe? Las leyes bolivianas son interesantes, en la letra, y hasta progresistas en muchos aspectos. Pero casi siempre, sobre cualquier jurisdicción, pueden superponerse varias leyes contradictorias, facilitando los caminos de la evasión y la burla. En lo formal, su cumplimiento está mediado por una maraña de procedimientos y artificios que tornan imposible la aplicación de la letra escrita.
Este "barroco procedimental", característico de la justicia boliviana, tiene
que ver con factores históricos de larga duración: el aparato burocrático
heredado de la Colonia, cuyo sentido fundamental era el de organizar la
"república criolla" para mejor controlar y someter a las "repúblicas de indios",
mediante un dualismo legal que les privaba, a secas, de su condición de
ciudadanos de Bolivia.
Como lo ha demostrado Rossana Barragán en su tesis doctoral, no fueron los
códigos napoleónicos los que se copiaron para moldear la República a las nuevas
corrientes de los Estados metropolitanos, sino las remozadas leyes borbónicas,
plasmadas en ideas rimbombantes como "la igualdad ante la ley", los derechos
individuales (entre ellos, el derecho de propiedad), y la división entre normas
penales y civiles. Pero ello valía sólo para los bolivianos, no para los indios.
Para éstos eran las "leyes de vagos", que cubrían las levas de trabajadores
gratuitos para haciendas y minas, propiedad de una élite colonizadora que
siempre miraba al país con ojos extranjeros. Esta misma casta dominante formuló
también las reglamentaciones de la "contribución indigenal", que cambió de
nombre a "contribución territorial" y siguió sometiendo a los indios al pago del
infame tributo, recién abolido efectivamente, aunque no se lo crea, en 1985.
Sobre esa antigua estructura se injertó el período del reformismo estatal
nacionalista, en los años 1950, que privilegió la legislación agraria (el famoso
D.S. 03464 de Reforma Agraria, que sin ser ley, se convirtió en la base
fundamental de la relación entre el estado y los pueblos indígenas).
Además, surgen innumerables leyes y códigos especiales, que parcelan los
distintos aspectos de la vida social, superponiendo, sobre un mismo espacio,
normas complejas y contradictorias. A eso se suma que el entramado procedimental
continuó moldeado bajo el antiguo régimen, al que se añadieron nuevos y
complicados mecanismos para viabilizar trámites de toda naturaleza..
De ahí que la figura del abogado y el tinterillo fueran (y sigan siendo)
sinónimos de explotación, corrupción y tratos intransparentes con la mayoría
analfabeta que ve sus derechos colectivos desaparecer en la maraña de códigos,
decretos y normas procedimentales.
Los sindicatos campesinos, a su vez, optaron por esconder sus nociones de
derecho comunal bajo la "titulación proindiviso" de sus tierras, y se acogieron,
de buen o de mal grado a otros códigos (como el de minería, para el caso de
caleras y concesiones mineras) para ejercer derechos individuales en otros
ámbitos de la vida social.
Así proliferaron las "cooperativas" y unidades comunales de todo tipo,
disfrazadas de empresas. La propiedad comunal de la tierra fue una forma
particularmente efectiva para que en su seno se continúe ejerciendo el "otro
derecho", que ahora se llama "justicia comunitaria". Es lógico que la
jurisdicción sobre la tierra implicaba la jurisdicción sobre todos los otros
aspectos de la vida social, de ahí que muchos delitos y conflictos pudieran ser
resueltos dentro de las comunidades, sin el recurso a la justicia boliviana.
Esto no quiere decir que ésta no se injertase en la vida comunal, desordenando
su lógica y recortando su jurisdicción, además de constituirse en fuente de
innumerables conflictos.
En estas condiciones, con un sistema mixto y plagado de recursos de evasión y
descontrol, es que se ensayaron las últimas reformas estatales. Y así llegó la
participación popular. La impresión que se tuvo de esa medida -al menos tal como
la explicaba (el ex presidente Gonzalo) Sánchez de Lozada en su campaña en
1992-1993- es que constituía una suerte de soborno colectivo, como un taparles
la boca a los indios por sus demandas largamente incumplidas y su situación,
cada vez más depauperada por las medidas neoliberales. Era una indemnización
miserable por años y siglos de daños económicos inflingidos sobre las
comunidades, no sólo exacciones sino también perversiones políticas. El cinismo
de Sánchez de Lozada llegó al punto de admitir que "así se democratizaría la
corrupción".
En los hechos, décadas de nacionalismo mestizo y homogeneizante, más años de
programas neoliberales acabaron destruyendo la sustentabilidad de la agricultura
indígena, despoblando las comunidades, erosionando sus potencialidades
organizativas a través de pactos clientelares desiguales, e introduciendo un
individualismo resentido y mal digerido, junto con una nueva gama de
oportunidades de lucro, además de un tinglado jurídico excepcionalmente apto a
la maniobra procedimental.
Todo ello convierte a los operadores de justicia (abogados, legisladores,
fuerzas de represión) no en expertos en leyes, sino en "chicanas", en acciones
arbitrarias e ilegales ("aplicar la ley" puede fácilmente devenir en masacre).
Todo sentido ético de la justicia se pierde así, en el sistema jurídico
boliviano, pero además se burla su eficacia, se introduce la corrupción en todas
partes: desde las cárceles a las empresas.
En el plano de las comunidades, podemos hacer un análisis inverso. Las formas
comunales de sanción, como lo ha mostrado en su libro Marcelo Fernández Osco,
tienen la característica de que en ellas se fusiona la sanción jurídica con la
sanción social y la sanción moral. Sin duda, en los hechos de Ayo-Ayo, estamos
ante la clara evidencia de una sanción social, colectivamente ejecutada y
respaldada por toda la comunidad, o al menos por voceros no cuestionados de la
misma, ante asambleas públicas multitudinarias.
La moralidad de la protesta, a su vez, se basa en el claro reconocimiento de que
la justicia boliviana es injusta y es irracional, puesto que no hace sino crear
recurso sobre recurso de maniobra procedimental para esquivar la efectiva
aplicación de la ley y el ejercicio ecuánime de justicia. No otra cosa fue el
periplo de las comunidades de Achacachi para que el Alcalde Benjamín Altamirano
rinda cuenta de los dineros apropiados indebidamente, lo que logró evitar
gracias a los recursos procedimentales dispuestos por una serie de leyes
superpuestas. Las leyes bancarias dicen una cosa, las leyes penales otra, la ley
de Participación Popular dice otra, y así, la "vigilancia" de las comunidades se
extravía en vericuetos ininteligibles y tramposos sobre la ejecución de normas,
todo lo cual devela la maraña de irracionalidades que constituye el sistema
jurídico boliviano.
A ello hay que añadir la flagrante disparidad entre justicia para indios y
justicia para q'aras. Así, mientras los supuestos responsables de la muerte de
Altamirano se hallan en prisión preventiva en una cárcel de máxima seguridad,
diseñada para convictos peligrosos, tenemos el caso del (ex ministro de Gobierno
de la gestión de Sánchez de Lozada) Yerko Kukoc, que se acoge al beneficio de
prisión domiciliaria para purgar delitos de peculado y complicidad con una
masacre de decenas de personas, para no hablar de corruptos de la talla de Chito
Valle y Fernando Kieffer, que campean su impunidadad por calles y carteleras
culturales, aunque sus delitos económicos también han debido ocasionar muchas
muertes entre la población afectada.
Por eso, es completamente justo y legítimo el pedido de excarcelación para los
dirigentes detenidos en Chonchocoro. Aquí habría que añadir que las comunidades
mismas deben juzgarlos, y establecer así las normas morales de su propio sistema
jurídico. Las comunidades saben que todo concejal (o aspirante a serlo) anida un
rebelde pasivo, que hace de su resentimiento un discurso castigador, pero que
luego, una vez en el poder, repite el ciclo del autoritarismo y la corrupción.
El clientelismo partidista hace posible que esto suceda, porque los concejales
son electos, no por la comunidad, sino también por el partido, que busca
interlocutores aculturados, bilingues, masculinos, que pueden eventualmente
escapar de la comunidad y asentarse en la ciudad. La justicia boliviana ha sido
propiciatoria para que este conjunto de condicionantes perversos culminen en el
linchamiento de un Alcalde (lo que podría repetirse en todos los municipios con
conflictos similares).
Para que este desenlace catastrófico no acabe en otra matanza, es necesario
asumir este momento de crisis como una oportunidad única para debatir y poner en
evidencia las múltiples deficiencias de la práctica jurídica de nuestro país. Y
en ello incluyo tanto el sistema jurídico estatal como a las formas
asambleísticas de sanción social y justicia vindicativa de emergencia que se
practican en las comunidades, donde el castigo y la búsqueda del chivo
expiatorio hacen catarsis de conflictos más profundos, estructurales.
Como lo dijo un amawt'a en la celebración del Año Nuevo Aymara en Tiwanaku, la
muerte de Altamirano en Ayo-Ayo no es la forma indígena de castigar delitos;
pues "el respeto a la vida es el centro de la moral aymara". A mi entender, el
ajusticiamiento fue expresión extrema de una imposibilidad de diálogo entre dos
sistemas jurídicos contrapuestos, pero a la vez, mutuamente interpenetrados. Un
acto no sólo material, sino también simbólico.
El ajusticiamiento de Ayo-ayo fue el estallido develador de la contradicción de
larga data entre un sistema colonizado, fragmentado y contradictorio de normas
estatales, y la experiencia vivida por las poblaciones indígenas secularmente
sometidas a engaños y malos tratos. Ninguna de estas dos manifestaciones es
"racional", aunque resulta más transparente y comprensible la acción colectiva
de las comunidades de Ayo-ayo, entendida en el contexto coyuntural de la
frustración acumulada a la par que de la visibilidad creciente de las
poblaciones indígenas. Pero en última instancia, ni el ajusticiamiento ni la
chicana son sistemas viables a largo plazo, pues ambos adolecen de la capacidad
para resolver en profundidad los conflictos suscitados por la corrupción y el
mal gobierno. Ninguno de los dos puede establecer normas legítimas, que sean a
la vez universales y capaces de injertarse creativamente con los sistemas
jurídicos locales.
Las palabras dichas en Tiwanaku en la madrugada del año nuevo (21 de junio), la
armonía de relaciones entre indígenas y no indígenas que se produjo, gracias a
la aproximación respetuosa de los y las citadinas a las autoridades y a la gente
de la comunidad, la práctica del amuki, de la limpieza del cuerpo y de la
religiosidad aymara fueron los testimonios de una sociabilidad y de un
acatamiento de otras normas, aquellas que se traducen principalmente en actos y
no sólo en palabras. Creo que esa normatividad es también parte de la justicia
comunal, y podría ayudarnos a todos y a todas a vislumbrar y a poner en práctica
la otra cara, propositiva e intecultural, de la "justicia comunitaria": entender
sus fundamentos morales, las exigencias de presencia física y diálogo directo
entre q'aras e indios, la escucha mutua. Aportar así a una vivencia
intercultural de la justicia, y construir una normatividad acorde con estas
realidades: en suma, descolonizar la justicia.
Esta racionalidad, la de normas practicadas, pactadas y vividas -y habladas en
el mismo idioma, o por lo menos, con traducción simultánea-, es la única que
quizás podrá superar la irracionalidad de la (in)justicia boliviana y el
carácter catártico y paralizante de los ajusticiamientos comunales y de las
bravuconadas sindicales.