Latinoamérica
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La vida humana como efecto colateral
Jorge Majfud
RODELU
La ética de "nuestra lengua es mejor porque se entiende"
Cada vez que regreso a Uruguay me impacta lo previsible. No descubro novedades
pero mi capacidad de asombro se renueva. Siempre he considerado que la
sensibilidad es la mejor aliada de la razón: es aquello que nos sorprende lo que
nos obliga a reflexionar. Es la intuición la que guía a la razón y no a la
inversa, como se presume siempre. Sin las emociones el análisis se pierde, como
un forense buscando el origen de la vida en una morgue. Y es eso, precisamente,
en lo que se está convirtiendo nuestro querido país, pequeña región geográfica y
humana con un pasado brillante: en una morgue donde sus directores discuten
sobre el número de muertos, sobre las causas de cada fallecimiento, sobre cómo
evitar el olor nauseabundo que se incrementa día a día sin dar suficiente tiempo
de recuperación a las narices que se anestesian junto con los ojos que todavía
miran pero ya no ven. De vez en cuando alguno de los directores de la morgue se
queja de los cadáveres: hemos diseñado todo tipo de planes sociales, les hemos
inyectado suero, el aire acondicionado ha mejorado, pero ellos se niegan a
levantarse. Hay gente que prefiere seguir tirada en la calle a vivir como la
gente.
Hace unos días murió un niño de hambre y otro de diarrea. Poco después los
gusanos comieron vivo a un pequeño de trece meses. No es necesario entrar en
detalles descriptivos. Bastará con apuntarlo y no dejarlo pasar como un fenómeno
climático sino de verdadera injusticia social. Al mismo tiempo que todo esto
ocurre, nuestro vicepresidente continúa su heroica batalla por demostrar que los
criterios para medir la pobreza son erróneos y, por lo tanto, deberíamos
considerar una cifra un poco más baja de la que publican los técnicos de la
salud.
Pero estos niños muertos son niños de la periferia. Marginados. Son efectos
colaterales. No duelen.
En este momento me interesa entrar en el pantano. Está en juego la relación con
el otro y las instituciones en general, porque cada vez que un niño muere de
hambre el Estado pierde su razón de ser. Y en esto hay que decir que el Estado
ha perdido la razón reiteradamente. Si la mayor Institución que se ha dado la
sociedad es capaz de reparar un semáforo cada vez que se descompone, ¿cómo no es
capaz de evitar que un niño se muera de hambre? He escuchado muchas veces que un
gran porcentaje de los seres humanos que duermen en las calles, con la cabeza
apoyada en la vereda a cero grado centígrado, bajo la violencia del clima y bajo
la violencia moral de ser vistos en esa degradación, se niegan a concurrir a un
local donde tienen comida y colchones. Ergo esos individuos son responsables de
su desgraciada condición. En inglés hasta suena distinguido: son homeless.
Pero cuántos de nosotros no nos volveríamos dementes en situaciones de violencia
semejantes y reiteradas como lo están esas personas?
Pero como los pobres son "responsables" de su pobreza, así como los alcohólicos
y los drogadictos son responsables de su vicio, podemos dejarlos tirados y el
mundo seguirá andando. Ahora, si un hombre amenaza con tirarse de un décimo
piso, ¿qué hace el Estado? En teoría, ese hombre está en su derecho de hacer con
su existencia lo que quiera. Sin embargo, a nadie se le ocurriría dejarlo
ejercer su derecho. ¿Por qué? Siempre argüiremos que esa persona no está bien de
la cabeza y, por lo tanto, debemos ayudarla a desistir de su intento. Entonces
enviamos bomberos, policías y psicólogos para "persuadirlo" de su intento, no
vaya a ser que ensucie la calle y cunda el mal ejemplo.
¿Está bien esto? Más allá de una discusión filosófica sobre el derecho, la
intuición nos grita que sí. Entonces, ¿por qué dejamos a un hombre tirado en la
calle? ¿Por qué la mayor organización de la sociedad, el Estado, no se hace
responsable por cada niño que muere de hambre, en lugar de echarle la culpa a
una madre que vive en un basurero y ya ha dejado de pensar?
Mal, esto es el árbol de hojas secas. Ahora tratemos le ver el bosque.
Durante décadas, el Río de la Plata fue un río de inmigrantes. Millones de
hombres y mujeres bajaron de los barcos a esta tierra desconocida para plantar
su raza y sus costumbres. En su gran mayoría eran europeos, representantes
orgullosos de una cultura avanzada, de una historia llena de grandes imperios y
ominosas dominaciones, que muchas veces se confundió con una raza inexistente:
la raza blanca. Sin embargo, aquellos abuelos nuestros que bajaron de los barcos
en su mayoría eran analfabetos, víctimas de las más obscenas persecuciones o
delincuentes comunes. Por lo general, gente que no tenía muchas razones para
sentirse orgullosa. No porque fueran pobres y analfabetos, sino porque venían de
una Europa enferma, guerrera y puritana, la mayoría de las veces arrastrando
profundos prejuicios, inútiles rigurosidades morales que se parecían más a la
inhumanidad y a la mentira que a la sabiduría.
Un minúsculo hecho acontecido en el puerto de Buenos Aires retrata con perfecta
economía algunos de aquellos conquistadores, que no carecieron de virtudes pero
que por regla general hicieron todo lo posible por olvidar sus defectos, esos
mismos que la antropología intentó disimular en los libros. El milagro me lo
transmitió mi tío Caíto Albernaz, un campesino sin universidad pero con muchos
libros al lado del arado y una inteligencia ética demasiado fina para ser
escuchada sin fastidio, destruido hace ya muchos años por la dictadura militar.
Yo era un niño aún y le escuché contar, con la misma brevedad, mientras
escuchábamos el canto o la queja de un ave nocturna, inubicable en el extenso
horizonte del atardecer: "Todavía con las valijas en las manos, un grupo de
inmigrantes se cruzó con otro grupo de otra nacionalidad, probablemente de algún
país periférico de Europa. Entonces, uno le dijo a otro: Nuestra lengua es mejor
porque se entiende."
Con el tiempo, esta iluminación de la ignorancia se fue ocultando bajo una
espesa capa de cultura. Sin embargo, en lo más profundo de nuestro corazón
occidental, aún sobrevive la actitud primitiva que considera nuestra propia
lengua la mejor lengua, nuestra moral la mejor moral y, aunque nos duela,
nuestros muertos las únicas víctimas. Y para darse cuenta de esto no es
necesario una universidad sino la sensibilidad de aquel campesino que sabía
escuchar a los pájaros.
Durante todo el siglo XX, uno de los principios éticos que justificó cada
genocidio y cada matanza, en masa o a pequeña escala, fue aquel en el cual se
establecía que "el fin justifica los medios". Como era de esperar, los nobles
fines nunca llegaron y, por ende, los medios terminaron por perpetuarse, es
decir, los medios se impusieron como fines. (Así suele ocurrir con las Causas
cuando se transforman en ideologías, o con la Fe cuando se transforma en dogma.)
Lo cual es doblemente lógico, ya que si uno pretende defender la vida con la
muerte, el uso de este último recurso hace imposible el logro perseguido. Al
menos que el logro sea la resurrección indiscriminada.
Con el transcurso del tiempo, las retóricas y las ideologías han ido cambiando.
Sólo cambiando; no han desaparecido en ningún momento. De hecho, el precepto de
que "el fin justifica los medios" se encuentra tan vigente hoy como pudo estarlo
en tiempos de Stalin o de Nerón. Ahora, de una forma más técnica y menos
filosófica, se entiende el mismo concepto con la expresión "efectos colaterales"
Veámoslo un poco más de cerca. En los últimos cincuenta años se han venido
realizando intervenciones militares, por parte de las mayores potencias
mundiales, con el objetivo de mantener el Orden, la Paz, la Libertad y la
Democracia. No vamos a ponerlo en duda —esto complicaría el análisis ya desde el
comienzo—. En cada una de estas intervenciones en defensa de la vida ha habido
muertos, por supuesto. A diferencia de las antiguas guerras, los muertos
escasamente son militares (lo que hace de este oficio uno de los más seguros del
mundo, más seguro que el oficio de periodista, de médico o de obrero de la
construcción) y nunca son los promotores de tan arriesgadas empresas. Por regla
común, los nuevos muertos son siempre civiles, algún viejo que no pudo correr a
tiempo, algún joven inconsulto, sin voz ni voto, alguna mujer embarazada, algún
feto abortado.
Miremos por un momento estos muertos que no nos tocan ni nos salpican. ¿Son
muertos imprevistos? Creo que no. A nadie puede sorprender que en un ataque
militar haya muertos. Los muertos y las guerras poseen lazos históricos, así
como las guerras y los intereses corporativos. Tan previsibles son estos muertos
que han sido definidos, en bloque, como "efectos colaterales". No es cierto que
las "bombas inteligentes" sean tontas; hasta un genio se equivoca, eso lo
sabemos todos. Ahora, el problema ético surge cuando se acepta sin
cuestionamientos que estos "efectos colaterales" son, de cualquier manera,
inevitables y no detienen nunca la acción que los produce. ¿Por qué? Porque hay
cosas más importantes que los "efectos colaterales", es decir, hay cosas más
importantes que la vida humana. O por lo menos de cierto tipo de vida humana.
Y aquí está el segundo problema ético. Aceptar que en un bombardeo la muerte de
centenares de inocentes, hombres, niños y mujeres, puedan ser definidos como
"efectos colaterales" es aceptar que existen vidas humanas de "valor colateral".
Ahora, si existen vidas humanas de valor colateral, ¿por qué se inicia una
acción de este tipo en defensa de la vida? La razón y la intuición nos dice que
el precepto lleva implícita la idea, no cuestionada, de que existen vidas
humanas de "valor capital".
Un momento. Ante tan grotesca conclusión, debemos preguntarnos si no hemos
errado en nuestro razonamiento. Para ello, debemos hacer un ejercicio mental de
verificación. Hagamos el experimento. Preguntémonos ¿qué hubiese ocurrido si por
cada cinco niños negros o amarillos destrozados por un "efecto colateral"
hubiesen muerto uno o dos niños blancos, con nombres y apellidos, con una
residencia legible, con un pasado y una cultura común a la de aquellos pilotos
que lanzaron las bombas? ¿Qué hubiese ocurrido si por cada inevitable "efecto
colateral" hubiesen muerto vecinos nuestros? ¿Qué hubiese ocurrido si para
"liberar" a un país lejano hubiésemos tenido que sacrificar cien niños en
nuestra propia ciudad, como un inevitable "efecto colateral"? ¿Hubiese sido
distinto? Pero cómo, ¿cómo puede ser distinta la muerte de una niña, lejana y
desconocida, inocente y de cara sucia, a la muerte de un niño que vive cerca
nuestro y habla nuestra misma lengua? Pero ¿cuál muerte es más horrible? ¿Cuál
muerte es más justa y cuál es más injusta? ¿Cuál de los dos inocentes merecía
más vivir?
Seguramente casi todos estarán de acuerdo en que ambos inocentes tenían el mismo
derecho a la vida. Ni más ni menos. Entonces, ¿por qué unos inocentes muertos
son "efectos colaterales" y los otros podrían cambiar cualquier plan militar y,
sobre todo, cualquier resultado electoral?
Si bien parece del todo lícito que, ante una agresión, un país inicie acciones
militares de defensa, ¿acaso es igualmente lícito matar a inocentes ajenos en
defensa de los inocentes propios, aún bajo la lógica de los "efectos
colaterales"? ¿Es lícito, acaso, condenar el asesinato de inocentes propios y
promover, al mismo tiempo, una acción que termine con la vida de inocentes
ajenos, en nombre de algo mejor y más noble?
Un poco más acá, ¿qué hubiese ocurrido si los gusanos dejaran de comer niños
pobres y comenzaran a comer niños ricos? ¿Qué ocurriría si por una negligencia
administrativa comenzaran a morir niños de nuestra heroica e imprescindible well
to do class?
Una "limpieza ética" debería comenzar por una limpieza semántica: deberíamos
tachar el adjetivo "colateral" y subrayar el sustantivo "efecto". Porque los
inocentes destrozados por la violencia económica o armada son el más puro y
directo Efecto de la acción, así, sin atenuantes eufemísticos. Le duela a quien
le duela. Todo lo demás es discutible.
Esta actitud ciega de la Sociedad del Conocimiento se parece en todo a la
orgullosa consideración de que "nuestra lengua es mejor porque se entiende".
Sólo que con una intensidad del todo trágica, que se podría traducir así:
nuestros muertos son verdaderos porque duelen.
Montevideo 25 de junio de 2003
Jorge Majfud
Escritor uruguayo
www.geocities.com/jorge_majfud
jmajfud@hotmail.com