Latinoamérica
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Doblar el pescuezo: el crimen de Berríos
Y la complicidad Uruguaya
Samuel Blixen
Brecha
Eugenio Berríos escribió, desde el limbo de su desaparición forzada primero,
y desde su movedizo reposo final en arenas trashumantes después, el capítulo más
acabado del autismo nacional.
Nadie quería a este bioquímico chileno de maneras impertinentes y conductas
desagradables: no lo querían sus antiguos empleadores de la DINA, la policía
secreta chilena; no lo querían sus compinches de aquelarres fascistas de Patria
y Libertad; tampoco los narcotraficantes que husmeaban fortunas en los ensayos
de laboratorio para quitarle el olor a la cocaína; menos aun los descuidados
oficiales comandos del Plan Cóndor que cometieron algunos de sus crímenes
delante de él; y ni que hablar del dictador de gestos sanguinarios que hoy
escuda su cobardía en una supuesta demencia.
"Pinochet mandó matarme", fueron casi las últimas palabras de Berríos cuando
irrumpió en la comisaría de Parque del Plata, en noviembre de 1992, temblando de
miedo. ¿Cómo había llegado desde el Pacífico hasta el Atlántico el exitoso
científico que había experimentado con el gas sarín, para eliminar
("neutralizar", diría el coronel Manuel Contreras) disidentes en una escala de
atención personalizada, o para aniquilar ejércitos enemigos en esquemas más
masivos de guerra con Argentina? GIMNASIA CERVICAL Fue, hasta donde se sabe, el
postrer operativo del Cóndor. Pinochet necesitaba sacarse de encima al antiguo
agente de la DINA, que bien podía involucrarlo en el asesinato del ex canciller
Orlando Letelier, en los tribunales de Santiago.
De modo que algunos antiguos oficiales chilenos del Cóndor tomaron contacto con
antiguos oficiales uruguayos del Cóndor. El traslado, ocultamiento, secuestro y
prisión clandestinos de Berríos durante más de un año fue la acción encubierta
más amplia y compleja de las democracias chilena y uruguaya: decenas de
militares chilenos operaron en Uruguay con documentación falsa y cometieron una
montaña de delitos con el apoyo del jefe de operaciones de la contrainteligencia
de Defensa, el entonces teniente coronel Tomás Casella. Ni el coronel Héctor
Lluis, su jefe inmediato, ni el general Mario Aguerrondo, responsable máximo de
la inteligencia militar, ni el teniente general Juan Modesto Rebollo, comandante
del Ejército, ni el presidente Luis Alberto Lacalle, comandante en jefe de las
Fuerzas Armadas, quisieron darse por enterados, mientras el hombrecito de barba
se emborrachaba en bares de Pocitos contando historias alucinantes, los
oficiales chilenos hacían llamadas de miles de dólares a Santiago, y el agregado
militar chileno, el general Emilio Timmerman, transpiraba la gota gorda borrando
las huellas de los desaguisados y refunfuñando porque "Berríos nos sale caro".
En realidad, el episodio de Berríos fue baratísimo, en términos políticos.
Aunque el traslado, el secuestro y la desaparición quedaron en evidencia, los
jueces y fiscales de Canelones fueron excepcionalmente "impotentes" para
investigar; la Policía resultó de una ineficiencia ejemplar; el Parlamento
exhibió una ingenuidad incomparable para aceptar los cuentos chinos más burdos y
una delicadeza extrema para abortar cualquier consecuencia política; y el
presidente, ah, el presidente, reveló una inigualable fortaleza de carácter para
"doblar el pescuezo, una vez más", ante "la férrea posición corporativa de las
Fuerzas Armadas" y la "solidaridad irrestricta" de los mandos con los
subalternos involucrados en el secuestro y desaparición de Berríos. "Doblar el
pescuezo": ésa fue la gráfica expresión del entonces canciller Sergio Abreu ante
el embajador chileno para explicar el golpe de Estado técnico que 14 generales,
comandados por Rebollo, dieron en julio de 1993, con la complicidad de Lacalle.
¿Sabía Lacalle, en marzo de 1993 cuando conversó en Punta del Este con el
general Pinochet, que el entonces comandante del Ejército chileno había venido a
Uruguay -en visita privada, pero solicitando como edecán al teniente coronel
Casella- para decidir el asesinato de Berríos? En todo caso, tuvo una
confirmación en julio, cuando estalló el escándalo. Y hoy, en perspectiva, la
necesidad presidencial de "doblar el pescuezo" como la decisión del generalato
de "respaldar irrestrictamente" a quienes aparecían ya como asesinos del Cóndor
en democracia, se explica por el protagonismo directo y personal de Pinochet.
Sólo una presión de ese calibre explica que un presidente, un comandante, un
Parlamento, hayan "doblado el pescuezo".
OTRA VEZ EN APUROS Y a la vuelta de una década, tanta gimnasia de cervicales,
tanta genuflexión, fueron al santo cuete: el temblequeo de manos, el balbuceo
del general Pinochet no impidieron que una corte de apelaciones de Santiago le
revocara su fuero de ex gobernante, con lo que queda expuesto a responder por
sus vínculos con la red de servicios secretos de las dictaduras militares del
Cono Sur, incluido el caso Berríos. De la misma forma, la "ingenuidad", la
"impotencia", la "ineficiencia" no impidieron que unos detectives chilenos
tozudamente investigaran, en Santiago y en Montevideo, la desaparición del
bioquímico en 1993 y la aparición de su cadáver, con tres balazos en la nuca,
dos años después. En 1995 el gobierno de Julio María Sanguinetti se comprometió
en el Parlamento a investigar el asesinato de Berríos; y en 2003 el presidente
Jorge Batlle extendió, durante una visita a Santiago, ese mismo compromiso a los
familiares de Eduardo Frei, el presidente chileno cuya muerte se atribuye,
también, al bioquímico.
Sin embargo, fue la justicia chilena la que, finalmente, identificó a los
responsables del operativo y decretó el procesamiento, por secuestro y
homicidio, de 11 militares chilenos y cuatro uruguayos. Entre los chilenos
permanecen en prisión los generales (r) Hernán Ramírez Rurange y Eugenio
Covarrubias; ambos dirigían la Dirección de Inteligencia del Ejército en la
época del secuestro de Berríos. Los uruguayos Tomás Casella, Washington Sarli y
Eduardo Radaelli están ahora pendientes de un pedido de extradición cursado por
el ministro en visita Alejandro Madrid y autorizado finalmente por una corte de
apelaciones; el cuarto pedido, el del coronel retirado Ramón Rivas, jefe de
Policía de Canelones cuando los sucesos de Parque del Plata, fue rechazado
porque el delito por el que fue procesado, complicidad, no está comprendido en
el tratado de extradición.
De los tres, según las informaciones filtradas en Santiago, son los coroneles
Radaelli y Sarli -ambos en actividad- quienes habrían estado directamente
implicados en la ejecución de Berríos. El asesinato, ocurrido en marzo de 1993,
precisamente cuando Pinochet visitaba Uruguay, tuvo todas las características de
un pacto mafioso. El cráneo de Berríos, tal como apareció en abril de 1995 en
unas dunas de la barra del arroyo Pando, en El Pinar, tenía tres orificios de
bala, y según los resultados de la investigación chilena los ejecutores
"compartieron" la responsabilidad binacional. Casella fue identificado como el
responsable operativo de todo el episodio.
Hace algunas semanas, la fiscal de la Suprema Corte chilena Mónica Maldonado
había recomendado dar curso a la extradición, que fue confirmada hace unos días
por la Segunda Sala de Apelaciones de Santiago. Al parecer, el pedido de
extradición aún no ha llegado a la cancillería uruguaya, que debe derivar el
expediente a la Suprema Corte para que ésta designe al juez que se encargará de
analizar el caso. Tampoco llegó, como es de recibo en pedidos de extradición por
delitos graves, un pedido de detención preventiva. Según se informó a BRECHA en
el Ministerio del Interior, Interpol Uruguay no tiene ninguna solicitud de su
similar chilena.
No es esa la única particularidad de este proceso: aunque el ministro de
Defensa, Yamandú Fau, aclaró que en el caso de los responsables por el asesinato
de Berrios, "en función de la fecha en que se produjeron y las razones que
habrían incidido, no están comprendidos bajo la ley de caducidad", no afirmó
rotundamente que el Ejecutivo no interferirá en la eventual extradición;
enigmáticamente agregó: "Cuando se tomen las decisiones, habrá que tener en
cuenta determinadas leyes, pero ésta, en forma específica, no está rigiendo para
este caso", dijo refiriéndose a la de caducidad.
La conducta del gobierno no ha sido homogénea en materia de extradiciones:
cuando los jueces argentinos pidieron y reiteraron la extradición de José
Gavazzo, Manuel Cordero y Jorge Silveira, el Ejecutivo hizo valer su potestad de
interferir, negándolas. Cuando el pedido de extradición de tres ciudadanos
vascos, interfirió para acelerarlo. Ahora, atajándose ante eventuales
detenciones preventivas, Fau explicó a los periodistas que "lógicamente sabemos
cuál es el destino de los oficiales (Sarli y Radaelli) que están en actividad";
de los que están en retiro "no tenemos una información especial, porque no
hacemos un seguimiento de la actividad de quien se retira de las Fuerzas
Armadas". Habrá que ver qué leyes tendrá en cuenta el gobierno en caso de que
esté decidido, otra vez, a "doblar el pescuezo".