Latinoamérica
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Toledo, el cardenal Cipriani y el Opus Dei
En perú la religión es peor que
el opio
Luis Arce Borja
En Perú, la religión no sólo es el "opio de la humanidad", sino también el
taparrabo de mandatarios y políticos corruptos. La semana pasada (primera semana
de junio), los medios de comunicación de Lima informaron que el presidente
Toledo se había reunido en privado con Luis Cipriani, arzobispo de Lima y
cardenal del Perú. Cipriano es también el jefe del Opus Dei en el país. El
encuentro entre el jefe del Estado y la máxima autoridad religiosa del país tuvo
como objetivo analizar la "gobernabilidad del Perú". Dicha reunión tuvo como
telón de fondo la crisis del Estado y la sociedad oficial, cuyas consecuencias
es la bancarrota del actual gobierno. No es extraño que Toledo, hundido en un
descrédito total y cuando las masas azotadas por la miseria se sublevan en casi
todo el país, busque el apoyo de la iglesia católica que desde época de la
conquista española (1533) sirve de soporte de los grupos de poder y de los más
sanguinarios regímenes civiles y militares.
La alta jerarquía eclesiástica es ducha y experimentada en la manipulación y
utilización política de la religiosidad del pueblo peruano. Su rol es clave en
momentos de crisis y de explosiones sociales, cuando el hambre, la miseria y la
injusticia social hacen estragos mortales en el seno de los pobres y aceleran la
confrontación de clases. Y sobre todo cuando la estabilidad de los estados
opresores se tambalea y corren peligro de colapsar. La historia de la lucha
social de América Latina prueba que en todas las infamias y estafas que los
gobernantes han cometido contra los oprimidos contaron con la participación y el
apoyo de las altas autoridades religiosas. Así, en El Salvador, Guatemala,
Nicaragua y en otros países, curas, obispos y cardenales fueron cómplices de
esos "acuerdos de paz" que sólo han servido para reforzar el poder de sátrapas y
del imperialismo. En el Perú, la participación política de la jerarquía
religiosa resulta tan grotesca como la actividad de cualquier partido político
oficial cuyo propósito no es buscar el bien común o la reivindicación de los
pobres, sino más bien servir a ricos y poderosos.
Un ejemplo bastante actual de la relación entre jerarquía eclesiástica y poder
político, lo entrega el actual cardenal, Luis Cipriano, quien convivió 10 años
en maridaje político con el régimen criminal y mafioso de Alberto Fujimori y
Vladimiro Montesinos. Los peruanos, sobre todos los familiares de las 70 mil
víctimas de la guerra civil, recuerdan como Luis Cipriani, instalado en Ayacucho
desde 1988, defendía el régimen sanguinario de Fujimori y Montesinos. Aún está
fresco en el recuerdo de la población como el cardenal se jugaba el pellejo
públicamente para salir en defensa de ese gobierno que él llamó "legítimo y
democrático". En el tema de los secuestros, desapariciones, torturas y crímenes
que diariamente se cometían en el país, Cipriani no se ahorró argumentos vedados
con el propósito de justificar la brutal acción criminal del gobierno y las
fuerzas militares. Una de esas veces fue en 1994 cuando sin escrúpulos de ningún
tipo rechazó las acusaciones contra los militares y criticó que se "usen los
muertos" para hacer oposición al gobierno de Fujimori: "En un contexto
violento como el de Ayacucho, las muertes y desapariciones y abusos son parte
del enfrentamiento de la guerra…Los defensores de los derechos humanos le
llamaron guerra sucia…Y qué quieren, que uno de marcha atrás a la historia. Las
Fuerzas Armadas han cambiado su actitud, ¿queremos hurgar entre los muertos y
resentimientos de toda esta gente resentida para oponernos al gobierno?. "
(Caretas, 14 de abril de 1994, publicado en el libro de Magno Sosa Rojas,
Cipriano: el teólogo de Fujimori, 2001).
Pero Cipriano, cardenal y jefe de la siniestra red que el Opus Dei ha tejido en
la sociedad y el Estado, ha sido algo más que el capellán de la dictadura
fujimorista. Entre 1996 y 1997 fue algo parecido a un agente encubierto que el
gobierno infiltró en la embajada japonesa en Lima que había sido tomada (17 de
diciembre 1996) por un comando del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA).
Cipriani se presentó como "mediador" entre los subversivos y el gobierno, además
de "confesor" de los casi 900 personas capturadas como rehenes. Muchos han
sospechado que Cipriani, que cada día visitaba la embajada, utilizó su gran
crucifico que siempre tenía colgado al cuello y una Biblia de doble fondo, para
introducir clandestinamente potentes y sofisticados medios de comunicación
(micros y cámaras filmadoras) que sirvieron para que las fuerzas militares
conocieran los movimientos y la posición exacta del comando emerretista. Esta
información, gracias a la labor de Cipriani, llegó nítida al comando del
ejército, y ello sirvió para que el 22 de abril de 1997 los militares entraran
violentamente a la embajada y asesinaran a todos los integrantes del comando del
MRTA. Magno Sosa en un estudio que ha hecho sobre Cipriani (Cipriano: el teólogo
de Fujimori, 2001) cuenta que desde que éste llegó a Ayacucho se vinculó al
comando militar de esta región, y que su guardia personal estaba compuesta de 8
o 10 miembros de la policía y del ejército. Cuenta también Sosa que Cipriani
inicio una persecución, y en algunos casos con uso de la violencia, contra los
sacerdotes de esta región que se vinculaban a los familiares de personas
desaparecidas por el ejército o los grupos paramilitares.
Más adelante, en noviembre del 2001, y cuando ya Alberto Fujimori se encontraba
prófugo en Japón, y Vladimiro Montesinos en prisión, la revista Caretas publicó
tres cartas redactas por el cardenal. Dos de estas cartas tienen fecha julio y
octubre del 2000 y están dirigidas a Montesinos para pedirle apoyo financiero y
una tercera de julio 2001 dirigida a Valentín Paniagua donde el cardenal
fujimorista solicitaba que el flamante gobierno incinere todos los videos en la
que aparecía junto a Montesinos. Posteriormente (octubre 2001) estas cartas
fueron entregadas por el gobierno peruano al Papa, pero como en la iglesia
católica, sobre todo en la "santa sede" de Roma, la noche se convierte en día y
la verdad en mentira, las famosas cartas ha devenido en textos apócrifos en las
que el acusado cardenal resulta más inocente que la virgen María. Pero con
cartas o sin ellas, ningún peruano de esta época olvida el rol que cumplió
Cipriano en el establecimiento de la dictadura mafiosa dirigida por Fujimori.
Pero no sólo fue Cipriani que en nombre de la iglesia católica se puso de
confesor divino del régimen anterior. En julio de 1992, cuando ya Fujimori había
concretado su autogolpe militar (abril de 1992) el arzobispo de Lima, Augusto
Vargas Alzamora, pidió a los peruanos a unirse en torno a sus autoridades
gubernamentales, y en el mismo discurso deslizó su apoyó la pena de muerte para
los "terroristas": "de adoptarse podría ser como medida defensiva", dijo a un
diario de Lima (Expreso, 24 de julio 1992). De la misma forma, en enero de 1992,
Luciano Metzinger, presidente de la Comisión Episcopal de Acción Social, se
pronunció públicamente (diario La República 13 de enero 1992) a favor de armar a
las rondas campesinas que el ejército utilizaba en la lucha contrainsurgente.
Como se conoce estas fuerzas paramilitares (rondas campesinas, grupos de defensa
civil, etc.) dirigidas por los militares, bajo el pretexto de "luchar contra el
terrorismo", cometieron miles de crímenes y actos vandálicos contra la población
civil de los andes. En la misma dirección, el 27 de junio de 1992, el Consejo
Permanente del Episcopado Peruano, emitió un documento no para denunciar los
horrendos crímenes del gobierno, sino para santificar a los policías y soldados
"que cumpliendo su deber son sacrificados sin posibilidades de defensa", y para
promover un "diálogo para buscar consensos" con el gobierno del sátrapa Fujimori.
Pero la relación Cipriani-Fujimori no es un caso aislado en la política peruana.
En toda la historia de la República peruana, ningún gobierno militar o civil,
gobernó al margen de la complicidad de la Iglesia de este país. Para no ir muy
lejos, en 1983, el general Clemente Noel, en ese tiempo jefe del Comando
Político Militar de Ayacucho y acusado de ser el responsable de abominables
matanzas, mantenía cotidianas reuniones de coordinación con monseñor Federico
Richter Prada, en la época arzobispo de Ayacucho. En los primeros años del
gobierno de Alan García Pérez (1985-1990), el cardenal en ese tiempo, Juan
Landázuri Ricketts, tenía entre sus tareas preferidas, echar agua bendita a los
vehículos blindados que el gobierno enviaba a la región de Ayacucho y que fueran
utilizados para masacrar miles de campesinos. En 1993, en plena aplicación de la
política sanguinaria del régimen fujimorista, y cuando las fuerzas armadas
tenían en su haber más 30 mil asesinatos y masacres, Ricardo Durand, obispo del
Callao, no ahorro halagos a favor del sanguinario y corrupto general Nicolás
Hermosa Ríos en ese entonces comandante general de las fuerzas armadas del Perú,
y en la actualidad en prisión. El obispo Durand decía en esa época que, "el
general Hermosa tiene el mérito de estar dirigiendo la pacificación, esto es una
realidad...Yo creo que el general Hermosa ahora debe ser como el portaestandarte
del respeto que las Fuerzas Armadas y Fuerzas Policiales deben tener por los
derechos humanos". (Ricardo Durand, obispo del Callao, 28 de julio 1993). El
mismo papa Juan Pablo II, en marzo de 1985 hizo un peregrinaje a Perú, no
precisamente para defender a los pobres de las injusticias y atrocidades
cometidas por el gobierno de turno y los militares, sino para condenar a la
guerrilla maoísta y defender la acción criminal del Estado y sus fuerzas
represivas.
Bruselas, 9 de junio 2004