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Matanza de wayúus en Colombia La masacre no fue Guerra"
Alfredo Molano
El 15 de abril, tres días antes de la masacre, las autoridades wayúu solicitaron al Estado (Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría, Vicepresidencia de la República, Ejército Nacional) el envío de fuerzas a Portete para proteger su vida. No hubo respuesta alguna. El 18 de abril las amenazas se cumplieron: la ONIC denunciaba el asesinato de 13 personas, la desaparición de 30 y el desplazamiento de 300 familias.
Con inusual rapidez, la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos de la Policía
Nacional declaraba que los hechos podrían deberse a "diferencias personales
entre las Auc e indígenas wayúu de la zona". La Segunda Brigada del Ejército
advertía que se trataba de un enfrentamiento entre un destacamento de
Autodefensas y un grupo de indígenas que se hace llamar "Guerrilleros de la
Sierra", que peleaban a muerte el dominio del puerto de Bahía Portete. El propio
Jorge 40, célebre comandante paraco, le declaró al alto gobierno, según El
Tiempo, que las Auc no habían atropellado a los wayúu, pero aceptaba que
sostenía una pelea con "bandas guajiras de traficantes y secuestradores aliados
a las Farc". Con este set de declaraciones convergentes, la opinión pública
quedó tranquila: le hacían creer que se trataba de un enfrentamiento entre
paramilitares y terroristas por el control de la Alta Guajira. Una figura
recurrente y eficaz para garantizar la impunidad.
Pero los hechos son tercos. En principio podría pensarse que se trataba de una
de las tantas guerras de castas que suelen estallar en la región. Quizás muchos
pudieran haber recordado la famosa guerra entre Cárdenas y Valdeblánquez, que,
aunque no eran familias wayúu, se dio bajo la Ley Guajira. Murieron únicamente
hombres, verdaderos guerreros, y la guerra terminó cuando acabaron con el último
Cárdenas, Toñito. En la reciente masacre, el hecho de asesinar a mujeres y
niños, de destrozar sus cuerpos con hacha y de profanar los cementerios, lugares
sagrados de los wayúu, da cuenta de que esta guerra tiene otra naturaleza y que
los intereses que están detrás desbordan toda noción tradicional.
Las autoridades tradicionales de los Epinayú, dueños del puerto, habían
concedido su uso, por amistad, al padre de Chema Balas, de la casta Ipuana.
Corrían los días en que el centro del contrabando pasó de Puerto López
arruinado por el acorazado Almirante Padilla, según el vallenato de Escalona a
Portete. Durante medio siglo las relaciones entre ambas castas fueron normales.
Por el puerto entraban licores finos, cigarrillos, telas y electrodomésticos, y
salían cueros crudos, café, dividivi y talco. Los Epinayú eran no sólo dueños
del territorio sino un clan muy rico: tenían dicen "hasta dos kilómetros de
rebaños" de ganado. Por eso no les preocupaba sino marginalmente el comercio de
contrabando que dicho sea de paso no es para wayúu alguno un acto ilícito y
por eso le habían hecho la concesión a la familia de Chema Balas.
Las relaciones se comenzaron a complicar con los embarques de marimba, la
explotación de carbón, la construcción de Puerto Bolívar y, claro está, la
exportación de cocaína y el lavado de dólares a través del contrabando masivo.
El concepto de territorio cambió radicalmente, se "valorizó": el espacio físico,
que tenía un valor cultural, adquirió un valor comercial.
El cambio acarreó otro, el concepto de guerra blanca. Ya no se trataría de
guerras de familia, precedidas por las leyes tradicionales, sino de guerras sin
leyes, sucias, hecha por blancos alijunas, con objetivos y métodos
"civilizados", conocidos de marras por todos los colombianos: asesinatos
ejemplarizantes para sembrar el terror, desapariciones forzadas, picadillo de
víctimas, destrozo de cementerios, todo tras un objetivo mayor: el
desplazamiento de población para apoderarse ya no del territorio, sino de la
tierra. Aquí hay una nueva y terrible novedad para la Alta Guajira: la tierra
como botín. Tierra con precio, tierra para poder ser comprada y vendida, tierra
sin ataduras culturales, tierra que responde a la ley de la oferta y la demanda.
Es el mismo esquema que rige en el despojo de las tierras ancestrales de las
comunidades negras del Pacífico para continuar la carretera Panamericana hasta
Panamá, en los territorios indígenas emberas para construir el embalse de Urrá,
en la usurpación de territorio de los indios u¹wa para explotar la reserva
petrolera del Bloque Samoré; en el desplazamiento de los indígenas guahíbos de
Arauca, de los barí de la Concesión Barco, de los cofanes del Putumayo, todos
asesinados para que las empresas multinacionales echen raíces, hagan negocios y
aplaudan frenéticas la Seguridad Democrática. La estrategia responde a una sola
lógica: despojar a las comunidades nativas de sus derechos ancestrales por medio
del terror.
En la Alta Guajira hay hechos concretos que poco a poco dejarán de ser
hipótesis: la ampliación de Puerto Bolívar para la exportación del carbón del
Cerrejón, la explotación de la gran plataforma gasífera y petrolera marítima que
se extiende desde El Pájaro hasta Punta Estrella, la explotación de playas y
paisajes anunciada por Uribe Vélez el 3 de abril al inaugurar el parque eólico
de las Empresas Públicas de Medellín en el Cabo de la Vela. La política
consistirá en saltarse la consulta previa a las comunidades, porque sus miembros
o estarán muertos o en guerra o estarán deambulando desterrados.
Y una cosa más: la vieja amistad de los wayúu tradicionales con Venezuela,
podría hacer pensar a nuestros altos mandos militares que los indígenas son una
peligrosa avanzada estratégica del hermano país, que debería ser combatida a
tiempo.
El gran desafío hoy es la supervivencia del pueblo wayúu dentro de su propio
territorio; un pueblo que desde la Conquista no ha podido ser subordinado ni con
la espada ni con la cruz.