Latinoamérica
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El viajero clandestino
Belén Gopegui
El Mundo
Puesto que la escritora Zoe Valdés tiene a bien aderezar sus artículos con
fantasías sobre la vida de las personas a quienes interpela, me permito replicar
con esta construcción imaginaria sobre la experiencia de un intelectual en un
encuentro mundial celebrado en Caracas que en verdad ha existido y no ha sido
clandestino aunque así haya podido parecerlo a juzgar por la nula presencia que
ha tenido en los medios de comunicación. Desearía, con esta historia, sembrar
alguna duda en el cándido huerto que nos dejó Voltaire.
A principios de diciembre, Pablo Martínez fue invitado a un Encuentro Mundial de
Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad.El nombre del encuentro le
inquietaba. ¿Defender él? ¿Defender algo un intelectual o un artista? Defender
era una cosa seria.Defiende la montaña la aldea del viento del Norte, decía el
diccionario.Pero los intelectuales y artistas carecían de la consistencia de una
montaña y en su mayoría, lejos de defender, eran defendidos, protegidos,
alimentados por el mismo sistema productivo que algunos criticaban. «Y es que el
trabajo del intelectual -en un mundo en el que todos los aparatos ideológicos de
la izquierda han sido demolidos- sólo puede desarrollarse en el mercado
capitalista, convirtiéndose en plusvalía en el mismo momento en que se
despliega», había leído hacía poco en Laberinto.
Por fortuna, existían los medios alternativos, se dijo Pablo Martínez en el
aeropuerto. En esos espacios era posible no convertirse en plusvalía y muchos de
los intelectuales invitados al encuentro colaboraban con esos medios. Sin
embargo, al menos en su caso, la mayor parte del trabajo, que era también su
forma de ganarse la vida, se desarrollaba en medios de comunicación de corte
neoliberal. Pese a todo, encuentro y medios alternativos formaban parte, hoy por
hoy, de la voluntad de construir un organismo desde donde pensar el mundo contra
las reglas del mercado capitalista, contra los grupos económicos que las
imponían.
Pablo Martínez subió al avión; ni aun con esas reflexiones lograba espantar su
incomodidad. Tal vez, pensó, más acá de las ideas, ésta procediera de un asunto
material, del hecho simple de estar invitado y que otros, y no él, pagaran su
pasaje de avión y su estancia en un hotel. En efecto, siendo el encuentro de un
signo político opuesto al de aquéllos cuyo papel pasaba por reforzar el orden
establecido, seguro que a su vuelta le acusarían de haber hecho turismo
revolucionario. Si calculaba lo que iba a dejar de producir en esos días, tal
vez equivaliera a una parte de los gastos, pero entonces de nuevo aparecía la
plusvalía. Mejor, se dijo, aceptar la invitación como lo que era, mejor
responder cuando le preguntaran diciendo que sí, que había sido invitado y
llevar por dentro la pequeña vergüenza de sentirse muy poco útil con respecto al
dinero que un país, un proyecto, había resuelto gastar en él.
Durante el trayecto del aeropuerto hasta el hotel recordó cómo en más de una
ocasión, ante sus conocidos, había sentido la tentación de mentir sobre el
destino de su viaje. Contar que iba a cualquier otro sitio. Pero qué ínfima cosa
iba a ser capaz de defender si ni siquiera el lugar adonde iba se atrevía a
decir. Bien cierto era que ese lugar proyectaba sombra, causaba incluso estupor
en sus colegas. Una vez dicha la palabra prohibida, Venezuela, entonces ellos
sólo murmuraban pensativos: ah..., y algunos, como tendiéndole una mano, como
dándole una oportunidad, agregaban: «¿Qué vas a hacer allí?». Tal parecía que
tener un pariente en Caracas o un negocio heredado aun pudiera justificarle. En
ese momento él debía citar el rótulo tremendo: «Voy a un Encuentro Mundial
de...»... Y las miradas huían y de pronto no había nadie con quien sostener cara
a cara la conversación.
Días atrás había oído a la periodista Teresa Aranguren criticar el acoso a la
revolución cubana y referirse a ella como a un proyecto promovido hacia el
fracaso. Le había interesado la expresión porque de eso se trataba. Como se
promociona un disco o un libro en busca del éxito también había campañas de
promoción para el fracaso. La revolución cubana, como la revolución bolivariana
de Venezuela, estaban siendo promovidas hacia el fracaso por amplios grupos
económicos hora tras hora, minuto tras minuto.Sólo de vez en cuando las
dificultades para negar lo evidente lograban que algunos hechos objetivos se
publicaran. Y esa violenta promoción era a menudo la única vía de acercamiento a
ambos procesos utilizada por sus colegas.
La furgoneta se detuvo. Pablo Martínez entró en el hotel y cada día fue
cumpliendo con los requerimientos del encuentro, mesas de trabajo, sesiones
amplias y otros actos para los más de trescientos invitados. El jueves había una
visita a los barrios, a las misiones educativas y de salud, a las organizaciones
populares. Distintos grupos acudirían a distintos estados y Pablo Martínez tuvo
deseos de huir, como en los encuentros literarios escapaba de las visitas
guiadas a una bodega o a un palacio consistorial. Pero era un ser disciplinado,
calvinista, y acudió a las visitas, y esta vez ya no volvió incómodo sino
emocionado y, también, seriamente avergonzado de la vergüenza que le había hecho
sentir su emoción.
Tanta ironía, tanta distancia, tanta retórica y tanto estar de vuelta de todo y
ahora encontraba a los médicos cubanos, a los alfabetizadores venezolanos, a los
hombres y mujeres alfabetizados y, aun conmovido, se daba cuenta de su propio
miedo. El miedo arraigado en algo parecido a la clase media, en un sector
compuesto por la burguesía y también por tantos confusos asalariados, el miedo
al otro cuando ese otro no eran cinco ni 10 sino cientos de miles. Cuando ese
otro era algo parecido al pueblo, a la clase, y pueblo y clase querían decir que
esos cientos de miles existían, tomaban decisiones, no eran objetos, muebles,
sino sujetos actuando y exigiendo responsabilidad.
En aquellos días, con motivo del debate de la Ley de Responsabilidad Civil de
Radio y Televisión en Venezuela, se había convertido en tema de conversación un
anuncio con el que se quería criticar la ley. Aparecía un niño viendo la
televisión en una casa rica y elegante. Un repartidor de pizzas llegaba a la
casa, miraba el programa que el niño estaba viendo y lo quitaba por no
considerarlo adecuado para niños. En otra versión, un fontanero arreglaba un
desagüe en una casa rica y elegante. Los padres le daban un vídeo al niño para
que lo viera. El fontanero se incorporaba y decía que el vídeo no era adecuado.
Extraña transparencia la de aquel anuncio. Extraño modo de transparentar el
miedo al otro por parte de los mismos medios de comunicación que, después de
haber colaborado en un golpe de Estado, cuando el pueblo se levantó y fue a
Miraflores a pedir el retorno del presidente legítimo, ellos, los medios,
ocultaron el hecho dedicándose a emitir dibujos animados de Tom y Jerry.
De nuevo en Caracas, Pablo Martínez reparó en el entorno. Un interior de
rascacielos como parapetos y alrededor los cerros, colinas de chozas
amalgamadas, pobreza brutal. Comprendió que con cada revolución bloqueada,
detenida, obstaculizada, los habitantes de ese interior blindado se sentían a
salvo, seguros de que nadie iba a bajar de los cerros para pedirles nada. Y como
los habitantes de ese interior tantos otros que, con fruición, se regocijaban en
las desdichas del comunismo y, al despertar, cantaban salmos a las democracias
que les protegían, que construían una urna no de cristal sino de acero para que
nadie nunca les despojara de su encantador derecho a «sacar ese coche de su
cabeza y metérselo en su garaje», a «engordar su jubilación», a «elegir un nuevo
desafío», a «algo tan sencillo como imprimir una foto», a «recibir más cada
año», a «un buen tipo de interés», a «la solidez de un patrimonio».
El último día, con determinación, más allá de sus miserias y vanidades, los
intelectuales lograron aprobar un llamamiento donde se decía: «En defensa de la
Humanidad, reafirmamos nuestra certidumbre de que los pueblos dirán la última
palabra». Pablo Martínez temió por esa certidumbre. Recordaba algunas de las
intervenciones del presidente Hugo Chávez durante el encuentro: «Los
neoliberales me critican, dicen Chávez está loco, está botando el dinero en vez
de estar haciendo obras públicas, autopistas.Y yo les respondo, antes que
edificios y autopistas, estamos construyendo un pueblo soberano, digno y libre,
y eso es mucho más importante». Había hablado Chávez de la importancia de contar
con un ejército de soldados que no volviera las armas contra el pueblo. Todos
los imperios, había dicho, así como comenzaron, así terminaron. Había
argumentado que la solución a los problemas no podía ser nacional sino
internacional, añadiendo: «Lo que ocurra en América Latina en los próximos años
puede impactar poderosamente en todo el planeta». Y tras esas y otras palabras
la pregunta que más se repetía en los pasillos era cómo iba a sobrevivir ese
hombre, cuánto tiempo iba a pasar antes de que intentaran matarle.
Tal la civilización y la democracia en la que habían crecido los intelectuales.
La civilización, la democracia que mantenía la compostura hasta tanto algunos
privilegios eran puestos en cuestión porque entonces la democracia se despeinaba
y derrocaban a Salvador Allende y todos, todos los países que tan celosamente
velaban por los derechos de algunas personas a acumular dinero para montar
empresas permanecían quietos. Absolutamente quietos mientras el golpe se iba
cobrando víctimas. ¿Qué iban a hacer las democracias, hermosas, limpias,
rebosantes de derechos individuales si otro golpe venía, si se producía otra
invasión? ¿Tal vez una serie de 10, 15, 20 manifestaciones?
Pablo Martínez no volvió de aquel encuentro. El otro, el que volvió, a ratos
imaginaba haber logrado empezar a deshacerse de ese pesado ente que algunos
llaman ego. Y un día, en uno de esos actos a donde el otro acudía en su calidad
de intelectual, cuando un viejo militante tomó la palabra y dijo que por qué
debían ellos preocuparse de la posición de los intelectuales en el mercado
capitalista, que también los obreros estaban en ese mercado y resistían, y se
enfrentaban, que si para algo estaban los intelectuales era para ponerse al
servicio de la clase obrera, entonces el otro, el que había vuelto, no se
apresuró a responder citando a Negri ni ponderando lo anticuado de aquella
terminología.No le importó que fuera incompleta ni que debiera ampliarse con los
habitantes de todos los cerros de la tierra. Guardó silencio el otro y apenas
dijo: «Claro». Y luego dijo: «Gracias».
Belén Gopegui es escritora y autora, entre otras obras, de El lado frío de la
almohada y Lo real.