Internacional
|
No debimos permitir que 19 asesinos cambiaran el mundo
Robert Fisk
La Jornada/The Independent
Así que tres años después de los crímenes internacionales contra la humanidad
en Nueva York, Washington y Pennsylvania, estamos bombardeando Fallujah. Perdón,
¿cómo dijo? Levanten la mano los que habían oído hablar de Fallujah el 11 de
septiembre de 2001. O de Samarra. O de Ramadi, O de la provincia de Anbar, o de
Amarah. O de Tel Afar, nuestro más reciente blanco en la "guerra contra el
terror", y eso que la mayoría de nosotros encontraría muy difícil encontrar esta
ciudad en el mapa (en el norte de Irak, busquen Mosul, y vá-yanse dos
centímetros a la izquierda). Ay, qué telaraña tan enredada tejemos la primera
vez que practicamos el engaño.
Hace tres años, el único tema era Osa-ma Bin Laden y Al Qaeda, pero luego del
escándalo de Enron -un profesor de Nueva York fue quien me señaló el punto en
que la retórica cambió- se empezó a hablar de Saddam Hussein, de sus armas de
destrucción masiva listas en 45 minutos, de los abusos a los derechos humanos en
Irak. El resto es historia. Ahora, al fin, los estadunidenses admiten que
amplias zonas de Irak están fuera del control del gobierno. Ahora los vamos a
tener que "liberar" otra vez.
De esa misma forma volvimos a liberar Najaf y Kufa, para "matar o capturar a
Moqtada Sadr", según el general brigadista Mark Kimmet. Lo mismo hicimos durante
el sito en Fallujah, en abril pasado, cuando aseveramos, o al menos lo hicieron
los marines estadunidenses, que íbamos a eliminar el "terrorismo" en esa ciudad.
Desde entonces, el comandante militar local fue decapitado y Fallujah sigue
fuera del control del gobierno, y es por eso que seguimos ejecutando sobre esa
ciudad, regularmente, sangrientos bombardeos.
Durante las últimas dos semanas he aprendido mucho sobre el odio que los
iraquíes sienten hacia nosotros. Revisando mis libretas de notas de los años 90,
he encontrado página tras página de evidencias que escribí a mano de la rabia
iraquí, la furia por las sanciones que mataron a medio millón de niños, la
indignación de los médicos ante nuestro uso de bombas de uranio empobrecido en
la Guerra del Golfo de 1991 (también las empleamos el año anterior, pero
analicemos una ira a la vez), y encontré también un profundo y perecedero
resentimiento hacia nosotros: Occidente.
En un artículo que escribí para The Independent en 1998 me pregunté por qué los
iraquíes no nos destrozaban, miembro por miembro, que fue exactamente lo que
algunos iraquíes le hicieron a mercenarios estadunidenses a los que asesinaron
en Fallujah, en abril pasado. Pero esperábamos ser amados, bienvenidos,
saludados, agasajados y abrazados por estos pueblos. Primero bombardeamos
Afganistán, país que estaba prácticamente en la edad de piedra, para proclamar
que lo habíamos "liberado". Y luego invadimos Irak para "liberar" también a los
iraquíes. ¿No nos iban a adorar los chiítas? ¿No nos libramos de Hussein? Bueno,
la historia cuenta otra versión. Nos deshicimos de el rey musulmán sunita Feisal
y de los mu-sulmanes chiítas en los años 20. Luego, los alentamos a levantarse
contra Saddam en 1991 y los dejamos morir en las cámaras de tortura de ese
régimen. Y ahora rehabilitamos a los viejos bandidos de Saddam; a sus
torturadores, y los entronizamos de nuevo para que "combatan el terror",
mientras si-tiábamos a Moqtada Sadr en Najaf.
Todos tenemos recuerdos del 11 de septiembre de 2001. Yo iba en avión hacia
estados Unidos y el jefe de asuntos internacionales de The Independent me
informó por teléfono satelital de cada nueva matanza en Estados Unidos. Se lo
dije al capitán, y tanto la tripulación como yo revisamos el avión buscando
posibles pilotos suicidas. Creo que encontramos a unos 13, pero claro, to-dos
ellos eran árabes completamente inocentes. Pero esto me mostró el nuevo mundo en
el que se suponía que debíamos vivir. "Ellos" y "nosotros".
En mi asiento, comencé a escribir el artículo que debía entregar al periódico
esa noche. Me detuve y le pedí al despacho del diario, mientras el avión cargaba
combustible en Irlanda antes de volver a Europa, que me comunicara con alguien a
quien pudiera dictarle mi artículo, porque sólo "platicándole" mi historia podía
encontrar las palabras que no hallaba al tratar de escribir. Así que "platiqué"
mi reporte sobre la aventura, la traición y las mentiras en Medio Oriente, de
injusticias, crueldad y guerras, y lo que todo esto desencadenó.
En los días que siguieron aprendí lo que esto significó. El sólo hecho de
preguntarse por qué los asesinos del 11 de septiembre habían cometido sus
sangrientos actos le valía a uno ser acusado de "simpatizar" con el terrorismo.
Sólo preguntar qué había pasado por sus mentes era apoyarlos. Cualquier policía,
ante un crimen, busca un móvil, pero ante uno internacional contra la humanidad
no se nos permitía hacer lo mismo.
Las relaciones de Estados Unidos con Medio Oriente, especialmente la naturaleza
de su relación con Israel, sería un tema en torno al cual no habría discusión ni
cuestionamiento alguno. Tres años más tarde, he entendido lo que esto significa.
No hagan preguntas. Aun cuando casi me mata un grupo de afganos, en diciembre de
2001, furiosos familiares de muertos en bombardeos de aviones B-52. El diario
The Wall Street Journal anunció en un encabezado que "recibí mi merecido", por
ser yo un "multiculturalista". Aún recibo cartas di-ciéndome que mi madre, Peggy,
era hija del (comandante nazi) Adolf Eichmann.
Peggy estuvo en Alemania, en 1940, reparando radios en Spitfires dañados, como
lo recordé en su funeral, en 1998. Durante sus servicios, en una pequeña iglesia
de piedra en Kent, sugerí enojado que si Bill Clinton hubiera gastado tanto
dinero en la investigación del mal de Parkinson como el que invirtió en los
misiles crucero que lanzó contra Bin Laden (debe haber sido la primera vez que
alguien pronunciaba ese nombre dentro de esa capilla), tal vez mi madre no
estaría en un ataúd junto a mí.
Mi madre falleció tres años y un día antes del 11 de septiembre de 2001. Pero
hay algo en lo que ella, estoy seguro, estaría de acuerdo conmigo: que no
debíamos permitir que 19 asesinos cambiaran al mundo. George W. Bush y Tony
Blair están haciendo su mejor esfuerzo para que los asesinos cambien al mundo.
Por eso estamos en Irak.
Traducción: Gabriela Fonseca