Internacional
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La madre de todas las fuerzas
Naomi Klein
La Vanguardia
Hay una escena notable en Fahrenheit 9/11 en que Lila Lipscomb, madre del
sargento Michael Pedersen, habla con un activista contra la guerra frente a la
Casa Blanca sobre la muerte de su hijo de 26 años en Iraq. Una transeúnte
partidaria de la guerra se siente molesta por lo que oye y dice dos veces: "Es
un montaje". A continuación pregunta insistentemente a Lipscomb: "¿Dónde lo
mataron?". Lipscomb se vuelve hacia la mujer y con la voz temblando de rabia,
exclama: "Mi hijo no es un decorado. Lo mataron en Karbala". Más adelante, una
Lipscomb destrozaba gime: "Necesito a mi hijo". Viéndola rota por el dolor,
recordé a otras madres que han llevado la pérdida de sus hijos hasta la sede del
poder y que han cambiado el destino de las guerras.
Durante la guerra sucia de Argentina, un grupo de mujeres cuyos hijos habían
sido desaparecidos por el régimen militar se reunía todos los jueves delante del
palacio presidencial de Buenos Aires. En una época en que cualquier protesta
pública estaba prohibida, caminaban silenciosamente en círculo, llevando
pañuelos blancos y fotografías de sus hijos desaparecidos. Las Madres de la
Plaza de Mayo revolucionaron el activismo en favor de los derechos humanos
transformando el dolor materno, que de motivo de lástima se convirtió en una
imparable fuerza política. Los generales no podían atacar a las madres
abiertamente, de modo que lanzaron brutales operaciones encubiertas contra su
organización. Sin embargo, ellas no dejaron de manifestarse y desempeñaron un
significativo papel en la caída de la dictadura.
A diferencia de las Madres de la Plaza de Mayo, que se manifestaban juntas todas
las semanas (y lo siguen haciendo hasta hoy), en Fahrenheit 9/11, Lipscomb
dirige sola su rabia contra la Casa Blanca. A pesar de ello, Lipscomb no está
sola. Otros padres estadounidenses y británicos cuyos hijos han muerto en Iraq
también actúan para condenar a sus gobiernos y su indignación moral podría
contribuir a poner fin al conflicto militar que hace estragos en Iraq. Hace unas
semanas, Nadia McCaffrey, residente en California, desafió al Gobierno de George
W. Bush invitando a los medios de comunicación a que fotografiaran la llegada
del ataúd de su hijo. La Casa Blanca ha prohibido fotografiar la llegada de
ataúdes cubiertos con banderas a las bases de las fuerzas aéreas, sin embargo,
los restos de Patrick McCaffrey, especialista de la Guardia Nacional, fueron
enviados al aeropuerto internacional de Sacramento y la madre pudo invitar a los
fotógrafos. "No me importa lo que quiera", declaró McCaffrey a un periódico
local. "Basta ya de guerra".
Mientras el cuerpo de Patrick McCaffrey volvía a California, otro soldado moría
en Iraq: Gordon Gentle, 19 años, de los reales fusileros de las Highland de
Glasgow, Escocia. Nada más saber la noticia, su madre, Rose Gentle, culpó al
Gobierno de Tony Blair: "Mi hijo sólo era para ellos un pedazo de carne, sólo un
número. Esta guerra no es la nuestra. Mi hijo ha muerto en su guerra por el
petróleo". Y justo mientras Gentle pronunciaba estas palabras, resultaba que
Michael Berg, cuyo hijo, Nicholas Berg, había muerto en Iraq en mayo, estaba de
visita en Londres para hablar en una concentración contra la guerra. Desde la
decapitación de su hijo de 26 años, que había trabajado como contratista en Iraq,
Michael Berg no ha dejado de insistir: "Nicholas Berg murió por los pecados de
George W. Bush y Donald Rumsfeld".
Preguntado por un periodista australiano acerca de si declaraciones enérgicas
como ésas "hacen que la guerra parezca infructuosa", Berg contestó: "El único
fruto de la guerra es la muerte, el pesar y el dolor. No hay otro fruto". Da la
impresión de que esos padres han perdido algo más que unos hijos, que también
han perdido el miedo, lo cual les permite hablar con claridad y fuerza. Esta
actitud representa un peligroso desafío para el Gobierno de Bush, que gusta de
reivindicar el monopolio de la claridad moral. Se supone que las víctimas de la
guerra y sus familias no deben interpretar para sí su dolor, que deben dejar eso
a las banderas, los lazos, las medallas y las tres salvas de honor. Se supone
que padres y cónyuges deben aceptar las terribles pérdidas con estoico
patriotismo, sin preguntar nunca si habría sido posible evitar una muerte, sin
poner en duda el modo en que son utilizados sus seres queridos para justificar
nuevos muertos.
En el funeral militar de McCaffrey celebrado hace unas semanas, Paul Harris,
capellán del 579.º batallón de Ingenieros, dijo a los congregados: "Patrick
estaba haciendo algo bueno, correcto y noble... Hay miles, no, millones de
iraquíes agradecidos por su sacrificio". Sin embargo, Nadia McCaffrey opina de
otro modo e insiste en transmitir los sentimientos de profunda decepción de su
propio hijo desde más allá de la tumba. "Estaba muy avergonzado con el escándalo
de las vejaciones a los prisioneros", declaró a The Independent.
"Decía que no teníamos nada que hacer en Iraq y que no teníamos que estar ahí."
Libre de los censores militares que impiden que los soldados digan lo que
piensan mientras están vivos, Lipscomb también ha compartido las dudas de su
hijo sobre su trabajo en Iraq.
En Fahrenheit 9/11, lee una carta de Michael Pedersen. "Qué demonios pasa con
George, que intenta ser como su padre, Bush. Nos ha metido en esto para nada.
Ahora mismo estoy furioso, mamá". La furia es una respuesta de lo más apropiada
a un sistema que envía jóvenes a matar a otros jóvenes en una guerra que nunca
habría debido declararse. Con todo, la derecha estadounidense siempre intenta
patologizar la rabia como algo amenazador y anormal, tildando a los detractores
de la guerra de rencorosos y, la última injuria, de irracionales. Se trata de
algo mucho más difícil de hacer cuando las víctimas de las guerras empiezan a
hablar por sí mismas: nadie pone en duda la mirada irracional de una madre o un
padre que acaba de perder a un hijo o una hija, ni la furia de un soldado que
sabe que se le está pidiendo que mate y muera inútilmente.
Muchos iraquíes que han perdido a sus seres queridos a causa de la agresión
extranjera han respondido resistiendo a la ocupación. Y las víctimas empiezan
ahora a organizarse en el seno de los países que libran la guerra.
Primero fue la organización September 11th Families for Peaceful Tomorrow
(familias del 11-S por un mañana pacífico), que denuncia cualquier intento por
parte del Gobierno de Bush de utilizar las muertes de sus familiares en el World
Trade Center para justificar nuevas muertes de civiles. Military Families Speak
Out (familias de militares sin miedo a hablar) ha enviado delegaciones de
veteranos y padres de soldados a Iraq, mientras que Nadia McCaffrey proyecta
crear una organización de madres que han perdido a sus hijos en ese país.
Las elecciones estadounidenses siempre parecen depender de algún grupo
demográfico parental: la última vez fueron las madres del fútbol (mujeres
blancas, casadas y con hijos, habitantes de barrios residenciales), esta vez se
supone que son los padres Nascar (padres blancos de clase trabajadora).
Sin embargo, hace unos domingos, Dale Earnhardt, campeón de las carreras de
coches Nascar, dijo que había ido con sus amigos a ver la película Fahrenheit
9/11 y que "merece la pena verla en tanto que estadounidense".
Parece como si hubiera otro grupo demográfico que puede decantar estas
elecciones: ni las madres del fútbol ni los padres Nascar, sino los padres de
las víctimas de la guerra. No son lo bastante numerosos para cambiar el
resultado en los estados decisivos, pero podrían cambiar algo más poderoso: el
corazón y la mente de los estadounidenses.
(Traducción: Juan Gabriel López Guix)