Europa
|
Rarezas españolas (o de la señorita Pepis)
Higinio Polo
En ocasiones, tengo la tentación de pensar que el mundo se está volviendo raro.
Puede ser una impresión falsa, desde luego, causada por una pesada digestión o
por la difícil metabolización de algunas ocurrencias notables, como la del
presidente Maragall, que acaba de decirnos que los empresarios catalanes son
nuestra force de frappe: algunos ahora entenderán ahora la inquietud de buena
parte del país. Esa impresión de rareza que tengo, me consta que está muy
extendida, y surge, también, viendo, por ejemplo, que los portavoces del
ejército de ocupación norteamericano, y hasta el propio Bush y Colin Powell,
hablan de que van a traspasar el 30 de junio la soberanía en Iraq a un nuevo
gobierno iraquí, y, para ello, ¡eligen ellos mismos a un agente a sueldo de la
CIA para presidirlo!
Pero no nos movamos de aquí, de nuestro país, porque, como España es un país tan
raro, en los estamentos oficiales y periodísticos nadie se extraña de que, a
quince días de la celebración de las elecciones europeas, apenas se oigan
comentarios al respecto, ni en la calle, ni en los programas de radio, y mucho
menos en televisión. Aunque no hay que ser demasiado críticos y extremistas:
después de todo, acabamos de salir de un impresionante esfuerzo informativo que
ha maravillado al mundo con el asunto de la boda de un señorito calavera y una
periodista, y esfuerzos semejantes dejan huella. Y, por otra parte, tampoco
podemos comparar la importancia de unas elecciones europeas con una boda de
relevancia mundial como la nuestra. Hasta ahí podíamos llegar.
Sin embargo, no soy el único en creer que todo es muy extraño. Un candidato
acaba de declarar que estas elecciones que llegan son "raras", porque casi nadie
se ha enterado de ellas, de lo que se deduce, entonces, creo, que esa boda de
Felipe de Borbón y Leticia Ortiz debe ser normal, al igual que el hecho de que
el Estado haya tenido que desembolsar ¡casi cuatro mil millones de las antiguas
pesetas!, para organizar un jolgorio que, encima, parecía un funeral. Como debe
ser normal —o raro, ya no entiendo nada— que el heredero llevase en los pies, es
un decir, unos zapatos que casi valen lo que cobran juntos en un mes dos obreros
que subsistan con el espléndido salario mínimo. Zapatos pagados por el erario
público, claro, no se le iba a pedir encima a la familia Borbón que corriese con
los gastos de la boda, encima de que se sacrifican por el país y hacen prosperar
a las revistas del corazón, que, a estas alturas, son casi todas las
publicaciones. Para colmo de rarezas, algunos, poco considerados, y cada vez en
mayor número, la arman exhibiendo banderas republicanas. ¿Se dan cuenta? Son las
rarezas del país.
Como lo son también que, en España, los obispos amenacen con echarse al monte,
armados con sus trabucos, por unas decisiones gubernamentales (ya saben, sobre
investigación de células madre, reproducción asistida, aborto, etcétera) que en
otros países parecerían razonables. No sonrían: en España, los obispos (como si
fueran metalúrgicos, quién nos lo iba a decir) han dicho con toda claridad que
van a convocar movilizaciones en las calles. Debe ser otra rareza del clero.
Como también lo es que el Tribunal Constitucional, para defender la democracia,
haya declarado ilegal una de las listas que se presentaban a las elecciones, la
candidatura de HZ. Al igual que, antes, se había aprobado en el Parlamento
español una Ley de Partidos escandalosa, para prohibir a un partido, se hubieran
suspendido y prohibido periódicos, como Egunkaria, o se siguieran produciendo
torturas en el País Vasco, como ha denunciado Amnistía Internacional. Esa
sentencia del Tribunal Constitucional, proclamada a consecuencia de un recurso
del gobierno del PSOE, debe ser una rareza más, sobre todo si tenemos en cuenta
que, la misma semana, el alto tribunal rechazaba el recurso de amparo de los
familiares de uno de los últimos fusilados, en 1975, por la dictadura
franquista, José Humberto Francisco Baena, que alegaban vulneración de los
derechos fundamentales.
Otro rasgo de la extravagancia del país es que Juan Carlos de Borbón haya ido a
inaugurar la Feria del Libro de Madrid, cuando todo el mundo sabe que no lee ni
los periódicos, y, allí, que era el marco adecuado, no se le haya ocurrido nada
mejor que decir que no tiene tiempo para leer. Ya se sabe que las juergas y la
vela son muy exigentes. Por no hablar de los quebraderos de cabeza que le dan
los negocios turbios, y, si no, que le pregunten al pobre Prado y Colón de
Carvajal. Pero no vayamos demasiado lejos: después de todo, el monarca compró en
la Feria del Libro los Diarios de Samuel Pepys.
Esos diarios ocupan tres mil páginas en total, lo que no está nada mal para una
persona que no tiene tiempo para leer. Tal vez, apuntan algunos maliciosos, el
interés de Juan Carlos de Borbón resida en el hecho de que Pepys, que conoció a
Milton y Newton, dejó escrito que el monarca británico Carlos II se dedicaba más
a perder el tiempo con los chuchos que a estudiar asuntos de Estado, y, así,
mientras tanto, coligen, siempre puede aprenderse algo de la experiencia de
otros. Para acabar con ese mundo raro, solo faltaba que nos enterásemos de que,
en la cena de gala que ofreció la familia Borbón en el palacio de la Zarzuela,
en la víspera del bodorrio, algunos bebieron demasiado y acabaron liándose a
guantazos, con lo cara que se ha puesto la vajilla. Vaya escenas: se lían en una
bronca de borrachos y, al otro día, llueve, y, encima, los madrileños no salen a
las calles.
En fin. Tienen razón los escépticos: todo es muy raro, empezando por esa
inauguración de la Feria del Libro de Madrid que ha hecho Juan Carlos de Borbón,
vamos, algo así como si se hubiera pedido a Jack el destripador que inaugurase
una guardería, aunque, puestos a reparar en cosas raras no quiero ni pensar en
la cara de Juan Carlos de Borbón cuando, en palacio, se dé cuenta de que ese
libro de Pepys que ha comprado, es de un escritor inglés del siglo XVII y no las
memorias de la señorita Pepis, como pensaba. Ahora que el hombre iba a leer un
rato.