Por Navidades, al menos antes, eran frecuentes las narraciones sensibleras
especialmente dirigidas a los niños para excitar el sentido de la caridad.
Cuentos , novelas o películas incidían sobre parecidos temas. El niño pobre,
casi siempre huérfano, que nada tenía y el rico en cuya casa no faltaba de nada.
El vástago del banquero rodeado de juguetes por todas partes, y el del portero
que debía conformarse con alguno usado cedido por algún vecino "altruista".
El otro día pudimos ver por televisión, no recuerdo en cuál, un reportaje que
hacía palidecer por anodino cualquiera de estos cuentos. Y es que la realidad
siempre supera a la ficción, y en el proceso involutivo en que nos encontramos
va a ser verdad que cualquier tiempo pasado fue mejor. El 65% de los juguetes
que consumimos proviene de China, donde, para fabricarlos, trabajan doce horas
al día niños de entre 12 y 14 años y por un dólar diario. La inmediatez de la
pantalla nos mostraba imágenes de esas enormes naves con largas filas de
pupitres en los que se sentaban cientos de pequeños orientales. Daba la
impresión de un colegio, sólo que no estaban allí para estudiar sino para
trabajar en jornadas agotadoras. Los talleres son visitados, nos narraba una voz
en off, por los ejecutivos de las grandes empresas occidentales del juguete que
ya han reservado con enorme satisfacción y deleite para su cuenta de resultados
toda la producción del próximo año. ¿Cómo no rememorar las circunstancias de las
factorías de la industria textil de la Inglaterra del siglo XIX?
El cuento actual, nada de ficción, pura realidad, realiza una contraposición
mucho más brutal que los de antaño: nada de hijos de porteros y banqueros, nada
de huérfanos y familias satisfechas; miles de niños chinos trabajando doce horas
diarias por un dólar para que sus homólogos del primer mundo puedan recibir en
estas fechas una multitud de regalos, a los que, en muchas ocasiones, dejarán de
prestar atención a los pocos días. Es la globalización.
La llamada globalización económica, que algunos quieren presentarnos como una
necesidad ineludible, es tan sólo una opción, la nueva forma que adopta en los
momentos actuales el sistema económico. Su diferencia con la etapa precedente
del sistema capitalista no radica tanto en las desigualdades –en realidad éstas
han estado siempre presentes a lo largo de la historia de la humanidad– como en
la total falta de esperanza que el sistema transmite. En la etapa precedente,
fuesen cuales fuesen las condiciones de injusticia y desigualdad, a los
trabajadores se les prometía que si la economía crecía, mejorarían sus
condiciones laborales y sociales, y que irían participando poco a poco de la
prosperidad y del bienestar general; promesa que al menos en los países
desarrollados se ha venido cumpliendo, al margen del juicio que cada uno tenga
sobre el ritmo y la intensidad con que este fenómeno se ha producido. Las
jornadas laborales se han reducido sustancialmente, los salarios a lo largo de
los años han incrementado su capacidad adquisitiva. En mayor o menor medida, a
los trabajadores se les ha ido dotando de un sistema de seguridad social que les
protegía de la mayoría de las contingencias que pudieran acaecerles en su vida.
El sistema podía ser injusto, pero al menos evolucionaba hacia situaciones de
mayor progreso y equidad.
La nueva forma de capitalismo denominada globalización invierte radicalmente los
parámetros. El discurso es el contrario. Para asegurar el crecimiento económico,
los trabajadores deben aceptar progresivamente peores condiciones laborales,
jornadas más largas de trabajo y salarios más reducidos. Continuamente leemos en
la prensa que, bajo la amenaza de emigrar a otras latitudes más propicias para
el capital, grandes empresas fuerzan a sus trabajadores a aceptar peores
condiciones que las que regían hasta el momento.
Una palabra se adueña del horizonte económico: competitividad. Para ser
competitivos, los trabajadores españoles, franceses o alemanes deberán estar
dispuestos a todo tipo de sacrificios. Hasta hace poco sabíamos que los salarios
españoles eran bajos, pero aspirábamos a que progresivamente se fuesen
asimilando a los alemanes. Con la globalización, la perspectiva se invierte y
son los salarios alemanes los que tendrán que irse aproximando a los de los
chinos si no quieren engrosar las filas de los parados.
Que nadie piense que el proceso implica una distribución equitativa entre el
primer mundo y los países subdesarrollados. Los trabajadores de éstos tampoco
saldrán beneficiados, todo los contrario. Según las condiciones laborales del
primer mundo vayan deprimiéndose para evitar la deslocalización, también se
deprimirán aún más las del tercer mundo para forzarla o al menos mantener el
statu quo. Sólo el capital de uno u otro mundo saldrá beneficiado, al menos a
corto plazo, porque a largo plazo se adentrará en la misma encrucijada en la que
se encontró tiempo atrás, la ley de bronce de los salarios. Y es que en realidad
lo que hoy llamamos globalización no es ni más ni menos que el capitalismo
salvaje y darvinista del siglo XIX.
La globalización no promete a los niños chinos gozar un día del confort que
disfrutan ahora los europeos. Pronostica más bien que, si nada cambia y se
mantiene la actual política, serán los europeos los que terminen como los
chinos. Pero entonces, ¿quién comprará los juguetes?