Europa
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Con motivo del día 12 de octubre
Cinco siglos de expolio
Antonio Maira
Colectivo Cádiz Rebelde
En desagravio,
al heroico pueblo de Cuba
y a su revolución
"Antes de la peluca y la casaca
fueron los ríos, ríos arteriales:
fueron las cordilleras, en cuya onda raída
el cóndor o la nieve parecían inmóviles:
fue la humedad y la espesura, el trueno
sin nombre todavía, las pampas
planetarias.
El hombre tierra fue, vasija, párpado
del barro trémulo, forma de la arcilla,
fue cántaro caribe, piedra chibcha,
copa imperial o sílice araucana.
Tierno y sangriento fue, pero
en la empuñadura
de su arma de cristal humedecido,
las iniciales de la tierra estaban
escritas.
Nadie pudo
recordarlas después: el viento
las olvidó, el idioma del agua
fue enterrado, las claves se perdieron
se inundaron de silencio o sangre."
(Amor América 1400. Pablo Neruda)
Desde este confín del gigantesco océano que separaba dos mundos ignorados, casi
al remate del siglo XV, se descargó sobre América, con filo de espada y galope
de caballos, un torrente irresistible de codicia. Lo que en los albores fue un
husmeo comercial tras una ruta ignorada para llegar a las especias, se convirtió
pronto, entre la añoranza de un Cipango perdido y el asombro ante un continente
desmesurado, en un saqueo febril. Muchedumbres de desarraigo y delirios de
dorados se desparramaron sobre aquél mundo milenario que al apropiárselo les
parecía nuevo.
La cruz titulaba y bendecía empresas de mercaderes y huestes de guerreros,
apadrinando sometimientos y bautizando caminos ensangrentados. La Iglesia
aportaba coartadas al expolio y se imponía a las conciencias domeñadas por el
acero. El tonsurado Vicente de Valverde marcó la pauta: en Cajamarca fue el
primer oficiante de la indigna trampa en la que cayó el inca Atahualpa. Los
frailes evangelizadores recogieron a pie de cepos y garrotes la humillación o la
gallardía indefensa de los vencidos. Hatuey, cacique rebelde en Cuba, antes de
ser quemado rechazará el bautismo para no compartir el cielo con los cristianos.
Ataualpa, con la argolla al cuello, apenas puede creer que ha sido abandonado
por los dioses; acepta la bendición y recibe el nombre de su vencedor y asesino:
Francisco Pizarro.
La espada y la cruz convirtieron el continente de los hijos del sol en un
gigantesco humilladero. América vio romperse su hilo vital y entró uncida en la
historia de Occidente. Miles de años de despertar y conocer, de hacerse poco a
poco, de aproximarse en mitos al misterio de las cosas perecieron bajo la tea
purificadora. Fiebre de cruzada y furor inquisitorial se abatieron sobre
creencias y memoria, sobre ritos y dioses. Templos, ídolos y frescos, estelas
mayas y códices aztecas, piezas de orfebrería: todo fue arrasado o transformado
en lingotes sellados de oro y plata. Bajo repartimientos y encomiendas, despojos
de humanidad truncada de su pasado milenario, de su ser colectivo, fueron
sometidos y embrutecidos, exprimidos en puro sudor y esfuerzo. Enrolados y
enrebañados en el trabajo esclavo de la mita hombres y mujeres se
convirtieron en indiada.
Tal fue la naturaleza del encuentro. Empresa civilizadora de yugo y cuello, de
capataces y reatas, de oro o plata y reventamiento. No hubo intercambio ni
elección. Cuando Colón toma posesión de Guaraní -ante aquellos hombres desnudos
que simbolizan las Indias recién descubiertas- y proclama el derecho de la reina
de Castilla, da al silencio de quienes no pueden entenderle, carácter de
acatamiento: "y no me fue contestado", explicará, en carta a Santángel,
relatando los hechos.
Alejandro VI, el papa Borja, experto en intrigas, mujeres y festines, bulero al
por mayor, negociador de indulgencias, repartirá -en nombre de un Dios navegante
que dibuja el plan divino con meridianos de cartógrafo- el mundo ignoto en dos
mitades. Separará así, con exactitud de mercader, las ambiciones de españoles y
lusitanos. Teólogos medievales y juristas de la corona, doctores en casuísticas
de engordar la bolsa y limpiar conciencias, establecerán los requisitos formales
que harán buenas la conversión forzada y el vasallaje. En Darién, en el curso
del Magdalena y en el Yucatán caciques incrédulos oirán un asombroso
requerimiento: se les conmina, en nombre de monarcas lejanos a los que el aquí
les pertenece, a que paguen tributo de oro y se sometan; se les amenaza, si no
cumplen, con la esclavitud y el muere. Cuando a esta largueza que ofrece
obediencias de tanta honra y puertas abiertas al paraíso, le responde la
cerbatana y la flecha, los conquistadores se tornarán cautelosos y abreviarán el
ceremonial suprimiendo lo superfluo: el requerimiento se murmurará de noche, en
corrillo de capitanes y escribanos y a distancia de silencio de poblados. Será
el preludio y la arenga del asalto, el exorcismo de las conciencias y el "cumpliose"
de letrados.
Los indígenas son catalogados como "indios de razón" e "indios de guerra" según
su respuesta sumisa o rebelde al imperativo de los recién llegados. Razón es,
pues, aceptación y acatamiento. La suerte, sin embargo, no es a la postre muy
distinta. El caribe, indio de guerra, puede ser combatido y esclavizado; el
taino, indio de razón, debe ser tratado como buen súbdito de su majestad. Sin
embargo, los placeres auríferos reclaman mano de obra y hacia ellos se
encaminarán unos y otros de la mano de cazadores o encomenderos. La demarcación
es, por lo demás, imprecisa y a romperla empuja la demanda de los empresarios
mineros. Se organizan campañas de baquianos -aventureros de frontera- cuyas
cabalgadas irrumpen con frecuencia poblados pacíficos, capturando indios para
venderlos como esclavos.
La colonización fue, en primer lugar, una violación y un sometimiento. El
encuentro entre el pasmo y la duda de los indios, y la cruel determinación del
hombre blanco. Se exprimió, paso a paso, asentamiento en asentamiento, a un
continente entero. Se manejó a los naturales con estricto sentido utilitario,
con avidez de rápidas ganancias. Las Lucayas, "islas inútiles", fueron
rápidamente despobladas para trasladar a sus moradores a la Española, primer
chupadero de indios de la América colonial. La huelga de muerte, entre la
desesperanza y la rebeldía sin apelación, es la respuesta de las gentes de
aquellas tierras a la infamia intolerable: "tan salvajes que piensan que todo es
común"... "son gente de su natural ociosa e viciosa, e de poco trabajo... Muchos
de ellos, por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no trabajar, y otros se
ahorcaron con sus propias manos", comentará Fernández de Oviedo.
Aquél mundo, fabuloso y múltiple, se empobreció para entrar por el embudo y el
filtro de la codicia. La hermosura de estatuillas, diademas y dijes, se
convirtió en peso de oro en faltriqueras de soldado y América fue azar de suerte
en rueda de naipes. También bestia de carga en los pies, riñones y espaldas de
los "caballitos indios" que trotaban mercancías y españoles por los caminos de
México y Guatemala. Y, sobre todo, plata. Durante décadas, las Indias fueron
poco más que cerros, brazos, rutas, galeones y escuadras para el argento.
La plata fue el primer relumbrón en la senda nueva por la que se escaparía,
hasta nuestro tiempo, la riqueza de América Latina. En el cauce de esa ruta de
dependencia afluyeron todas las energías vitales, transformadas en sumisión
forzada, de unos pueblos en permanente desarraigo. Las columnas de "mitayos",
rebaños de mano de obra, marcharon por los caminos, abandonando comunidades y
destejiendo la inmensa trama económica y social en las tierras del imperio inca.
Durante más de siglo y medio el Potosí absorbió por sus incontables socavones de
tinieblas, trabajo arreado y polvo de muerte, una masa humana de ocho millones
de indios. En Nueva España, confín norteño del Imperio, el otro gran escenario
humano de la empresa civilizadora, distintas formas enmarcan idéntica tragedia:
en Zacatecas los insumisos huicholes son cazados para el mejor servicio en las
plantas de amalgama, y en Guanajuato la deuda entierra en las bocas a la indiada
de "trabajadores libres".
Al nordeste brasileño, de la mano de holandeses y lusitanos, llegó el azúcar,
oro blanco en los mercados europeos. Con él la América plantación empezó su
larga vida de exportar favores e implantar miserias. El rey azúcar no se aviene
a componendas ni convivencias. Imperioso monocultivo empieza quemando bosques,
invadiendo huertos y reclamando, por millares, esclavos del machete y el
trapiche. Dios de culo inquieto, viajero, se mueve dejando atrás brazos parados
y sequedales empobrecidos, hormigueros humanos sobre suelos arrasados. Después
de siluetear -podando bosques, alejando lluvias y desecando arroyos- la costa
caliente y húmeda del Brasil, la caña saltó a Barbados y desde allí a las islas
de Sotavento, tomando aliento para la conquista de las Antillas. Miles de
africanos encadenados bajo la cubierta de los bergantines, estibados como
fardos, sirvieron como mercancía de intercambio y aportaron su fatiga a los
ingenios. El azúcar circuló por otro de los lados del triángulo comercial que
ingleses, holandeses y franceses trazaron sobre el Atlántico; por el tercero el
aguardiente y los mosquetes por los que se cambiaba carne humana en el golfo de
Guinea. El comercio que saqueó América y despobló y envileció al
continente africano, aumentó el desarrollo de las manufacturas y llenó las
bolsas de los comerciantes europeos. La América colonial sirvió tierras y seres
humanos a los latifundios del azúcar, del algodón y del cacao. Esa fue su
participación, doliente, anónima y silenciosa, en la historia de la civilización
occidental. Distribución equitativa de trabajo y cálculo empresarial, de
sufrimiento y riqueza: la "laboriosa" burguesía europea atesoró capitales y
trepó escalones para asegurar y dirigir el porvenir; las "indolentes" gentes de
la América mestiza acumularon recuerdos de hambrunas y humillaciones, sopor de
tiempos iguales y sombríos apenas destellados con fulgores de revuelta.
La independencia vio la luz entre cautelas. Avanzó a pasitos y retrocedió a
zancadas. Quedó, al fin, en remiendo de rituales y dogmas de mal ver y peor oír,
que no alteró apenas la suerte del continente. En México la blanca aristocracia
criolla abraza a los gachupines para aplastar la libertad de la gente de cobre
que llega en las lanzas mestizas de Hidalgo y de Morelos. La Plata destierra a
Artigas luchador del reparto de tierras, y defensor de la artesanía y el trabajo
nacionales. Su enemigo Domingo Sarmiento, que denuncia en el caudillo uruguayo
los "títulos indiscutibles para el ejercicio del mando sobre el paisanaje de
indiadas alborotadas por una revolución política", enunciará, como esencia
indiscutible, la nueva verdad que se impone al futuro de América Latina: "no
somos industriales ni navegantes y la Europa nos proveerá por largos siglos de
sus artefactos en cambio de nuestras materias primas". Buques ingleses y
franceses habían abierto ya, a cañonazos, el puerto cerrado de Buenos Aires.
Pasando usuraria factura por el servicio, Inglaterra ayudó a romper cadenas
enmohecidas y estrechó dogales nuevos en las gargantas de los pueblos de
Iberoamérica. Las nuevas repúblicas nacieron endeudadas. "Yo llamé a la vida al
Nuevo Mundo para enderezar la balanza de1 Viejo" –diría por aquél entonces el
ministro inglés Canning. Se entronizó el librecambio que sirvió de pasarela a la
invasión silenciosa de los capitales extranjeros. Por cerrar tozudamente sus
mercados a los productos europeos y proteger -haciendo crecer- lo suyo, el
Paraguay será sangrado, casi hasta la aniquilación, por los ejércitos
mercenarios de Argentina, Brasil y Uruguay. Chile robará para Inglaterra el
salitre del Perú.
Por el norte el yanqui baja aplastando. Asimiló pronto un desmedido sentido de
lo propio entrelazado con un insignificante respeto por lo ajeno. La joven
nación aprendió avasallando. Cabalgó praderas infinitas, sin horizontes, que
proclamó "tierras libres". Había "indios" a los que trataron como a gentes de
otro mundo que poco tenían que hacer en el nuestro. El caminar hace caminos
-como bien dijo el poeta- y también costumbre. El empujar va creando conciencia
y falsas razones. El yanqui empezó a considerar las fronteras como espejos que
la fortuna le había colocado de cara: opacas e impenetrables para el que estaba
al otro lado, eran para él puertas abiertas a profundas proyecciones de sí
mismo.
Cuando el gringo miró hacia el sur vio a Montana y Missouri en el corazón de
Méjico y se anexionó a medio país. Los mejicanos, pueblo chamizo de origen
incierto, llevaban al parecer mucho tiempo en donde no debían y fueron empujados
hasta el río Bravo. Los norteamericanos empezaron entonces a decidir destinos.
Resolvieron que Panamá no era Colombia y allí crearon un estado títere. Se
apropiaron de la zona del Canal y la tutela permanente del nuevo paisito. En
Cuba llegaron a las resueltas, y se quedaron para enmendar la independencia y
agarrar las riendas. En Puerto Rico decretaron que los borícuas no eran pueblo
ni apenas nada. Centroamérica fue plantación de bananos para la United Fruit
Company, y los EEUU aprendieron el difícil arte de producir, sin costes, a
precio de sudor y sangre de gentes menospreciadas.
Durante décadas negocios de renta voladora empobrecieron la mitad de un
continente que Monroe había proclamado patrimonio norteamericano.
Administradores locales y cipayos del imperio ponían la brutalidad cotidiana, y
Washington la garantía y el disfraz, o el silencio.
América llena de pueblos sin hacer, de pueblos hambrientos y agotados, espera
todavía que se levanten el palo y la piedra para terminar con el tiempo de la
codicia.
"Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno
Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de
Europa y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más
ímpetu que nunca las noticias fantasmales de América Latina, esa patria inmensa
de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya parquedad sin fin se confunde
con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico
atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo con un ejército, y dos
desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro
corazón generoso y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad
de su pueblo. Ha habido cinco guerras y diecisiete golpes de estado y surgió un
dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de
América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto, veinte millones de niños
latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han
nacido en Europa desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son
casi 120,000, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes
de la ciudad de Upsala, Numerosas mujeres arrestadas en cinta dieron a luz en
cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos,
que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las
autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto
200.000 mujeres y hombres en todo el Continente, y más de 100,000 perecieron en
tres pequeños y voluntariosos países de América Central: Nicaragua, El Salvador
y Guatemala..." "pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos
de su esencia no es difícil entender que los talentos racionales de este lado
del mundo (Europa), extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se
hayan quedado sin un método válido para interpretarnos,,,"
"América Latina no tiene por que ser un alfil sin albedrío,..."
"sin embargo frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es
la vida,...". (Gabriel García Márquez, Discurso Premio Nobel, 1982)
Nota:
Este artículo fue publicado originalmente allá por 1989.