Europa
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Reflexiones sobre la transición
Rejas en la memoria
Higinio Polo
Hace unos días, algunos veteranos de la resistencia contra el franquismo
asistieron en San Sebastián a una proyección del documental Rejas en la memoria,
de Manuel Palacios, uno de los meritorios esfuerzos con los que, tantos años
después, se intenta que las huellas del horror franquista no queden sepultadas
para siempre entre las mentiras de la modernidad.
A la presentación del documental acudió, entre otros, Santiago Carrillo, que
admitió ante la prensa que, en los años que siguieron a la muerte del dictador,
"hicimos muchas concesiones. La del olvido fue la más terrible, pero si no la
hubiéramos hecho no viviríamos hoy en democracia." Más de veinticinco años
después de la entronización de Juan Carlos de Borbón, impuesta por el dictador y
nunca sometida a la aprobación popular, es revelador que Carrillo se exprese
así. Admite las concesiones: no puede hacer otra cosa, porque son una evidencia
histórica, y, para salvar su propia responsabilidad política, afirma que, de no
haberlo hecho así, la dictadura continuaría, hoy, viva; juicio, que, como
mínimo, resulta discutible. En la ciudad vasca, en el aire, quedó la sospecha de
que la izquierda hizo entonces demasiadas concesiones, y la derecha, apenas
ninguna. Una consecuencia de ello fue el olvido de las víctimas, la voluntad no
declarada, pero explícita, de abandonar a su suerte a la España del exilio, y el
entierro apresurado del recuerdo y la reivindicación de la digna república
española.
Toda la derecha política, hija del franquismo, defendió el olvido y la
monarquía. Los franquistas que, obligados por la nueva coyuntura, se estaban
reconvirtiendo en reverendos demócratas en aquellos días, querían imponer, en lo
que se ha denominado la transición democrática, sobre todo, tres cuestiones,
sobreentendiendo algunas o escribiendo otras a fuego en el articulado de la
Constitución de 1978: la primera, que no se exigieran responsabilidades por
cuarenta años de dictadura fascista y miles de crímenes y asesinatos; la
segunda, que se suscribiese el mantenimiento del sistema capitalista en el texto
de la Constitución, y, junto a ello, que se aceptara por todas las fuerzas
políticas del país que las fortunas construidas por décadas de latrocinio y
explotación, a veces incluso de trabajo esclavo, eran legítimas; y, finalmente,
que se restableciese la monarquía. Todo ello, a cambio de no entorpecer la
creación del sistema democrático, aun con las limitaciones evidentes con que
nació, de las que la ley electoral es una de ellas.
La izquierda se equivocó, aunque no todos los protagonistas tienen la misma
responsabilidad. Santiago Carrillo, como se sabe, impuso sus decisiones en el
PCE, en un cálculo que ha supuesto una enorme hipoteca histórica, y lo hizo,
ahogando de forma antidemocrática y autoritaria las críticas crecientes de la
esforzada militancia comunista, y ello tuvo un enorme coste para su partido y
para el país, pese a las loas interesadas a la actual democracia española, y al
propio Carrillo, que hacen sus beneficiarios, empezando por Juan Carlos de
Borbón. En la trastienda, el grupo dirigente del PSOE, con Felipe González y
Alfonso Guerra, apoyados discretamente por Bonn y por Washington, que apostaban
por la misma opción con la que transigió Santiago Carrillo. Es probable que
Carrillo creyese entonces que era lo mejor para el país: podemos concedérselo,
pero eso no anula su enorme responsabilidad. Las rejas en la memoria se
construyen en esos años. El empeño con que, hoy, los comunistas españoles
intentan recuperar la memoria y levantar de nuevo la razonable exigencia de la
república, encuentra dificultades en ese vergonzoso pacto de silencio que
amordazó el país y le puso las rejas en la memoria.
En los mismos días, en una humillante coincidencia, mientras todo eso ocurría en
San Sebastián, el hijo del monarca impuesto por Franco clausuraba el Fòrum 2004
de Barcelona, vistiéndose con los ropajes de la legitimidad democrática y de la
representación de los ciudadanos españoles, demostrando de manera incontestable
que las viejas mentiras siguen sepultando lo mejor del país, poniendo, otra vez,
rejas en la memoria y esposas en las muñecas de quienes, tanto tiempo después,
siguen esperando que la actual democracia española, al menos, les deje recuperar
a sus muertos. Porque, en ningún otro país europeo, miles de familiares de los
asesinados siguen esperando recuperar a los suyos de las cunetas de los caminos,
de los hoyos cavados en las tapias de los cementerios, esperando que se permita
hoy, al menos, que el recuerdo de quienes lucharon por la libertad quede
recogido en una sencilla tumba.
Porque cuando Felipe de Borbón, o cualquiera de los beneficiarios de cuarenta
años de muerte, rapiña y latrocinio, hablan de la historia, apenas lo hacen para
saldar cuentas con ella, inventando el pasado, poniendo más rejas en la memoria
y más mentiras en las páginas de los periódicos. No es un exceso: Felipe de
Borbón, mientras asistía a esa clausura del Fòrum 2004, lo hacía sentado sobre
el campo de la Bota, el lugar donde los esbirros llevaban, en los años de plomo
de la dictadura franquista, al amanecer, día tras día, durante años, a los
presos políticos que iban a ser fusilados. El hijo del monarca impuesto asistía
complacido a los fuegos de artificio, sentado, literalmente, sobre la sangre de
miles de personas ejecutadas, a las que ni él, ni ninguna autoridad, recordó en
la clausura, pese a que eran, son, lo mejor y más digno que este lugar que
llamamos España tuvo en el siglo XX.