Argentina: La lucha continúa
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Matarlos de chiquitos
Alicia Dujovne Ortiz
En la ciudad colombiana de Cali, por las noches, los hijos de familias
acomodadas acostumbran salir en motocicleta para matar gamines. El gamín es el
chico de la calle en su versión colombiana, que, como todos sabemos, ha
precedido a la nuestra en por lo menos treinta años. Cuando encuentran a un
gamín desharrapado y con la piel cenicienta (es increíble cómo nuestros
cartoneritos han copiado el modelo), los muchachos le dicen: "Corré si querés
salvarte". Así es más divertido, porque si el chico recuerda que su madre solía
vivir en la villa miseria del Cerro de las Tres Cruces, inevitablemente correrá
hacia allí. La subida en moto por los caminos escarpados detrás de un niño sin
aliento resulta más excitante que la salsa..
Por la mañana, los vecinos del Cerro saben que hay un gamincito muerto en algún
lado: el vuelo en círculos de los gallinazos les indica el lugar.
En Brasil, los Escuadrones de la Muerte están mejor equipados y cuentan con una
base teórica que los vuelve más serios. "Hay que matar a los futuros
delincuentes mientras sean chicos", argumentan esos honrados comerciantes que,
convencidos con razón de que a un bebe nacido en una favela le quedarán pocos
recursos aparte del delito, sólo pretenden salvaguardar su propiedad.
Nuestro país se desayunó tarde: la verdadera miseria que produce el verdadero
crimen le llegó después que a Colombia o a Brasil. Pero le llegó.
Como se trata de un país con características especiales, léase con clase media,
su reacción inmediata no será la de los divertidos muchachos de Cali ni la de
los escuadrones cariocas. La Argentina reacciona con civismo, organizando
marchas contra el crimen y presentando petitorios a las autoridades. Sin
embargo, en esas concentraciones multitudinarias y en esos discursos y
declaraciones de padres y madres, desgarrados por el dolor de tener un hijo
secuestrado o asesinado, parecería encenderse una luz roja que más vale apagar a
tiempo.
Tan elocuente resulta la descripción de esas marchas como la definición del tipo
de persona que, guiada por un sentimiento comprensible, se une a ellas para
desfilar. A esos "hombres de traje y corbata", como los han descripto los
periodistas presentes en la última de las marchas ante el Congreso, se les ha
dado en llamar "la gente" o, más elocuente aún, "la gente común". Es cierto que
los piqueteros se han inventado un nombre que los individualiza y que los
cartoneros se han dejado llamar así porque la designación correspondía a la
realidad de su trabajo. Pero debemos confesar que a pocos se les habría ocurrido
llamar a los piqueteros o a los cartoneros "gente común".
El ser humano admitido como normal al que alude esta expresión es aquel al que
en algún momento le pueden secuestrar un hijo. Tenía plenamente razón esa madre
agónica que nos rompió el corazón diciendo: "A todos nos puede pasar lo mismo";
pero la tenía dentro del marco de la gente a la que se dirigía, no fuera de él.
A una madre cartonera no le puede pasar lo mismo.
Le puede pasar algo quizá peor: que la mafia, con la complicidad de buena parte
de la policía, venga a secuestrarle a su hijo, y no para robarle, sino para
hacerlo robar.
Alguna vez, en este mismo diario, escribí una nota sobre Julián, al que llamé
Hernán. Lo conocí porque vendía trapos de piso de puerta en puerta, y me hice
amiga de él porque resultó poeta. Julián y su mujer me contaron que habían
debido mudarse de un barrio donde vivían porque la policía ya se había llevado a
todos sus compañeros del colegio, y no precisamente presos.
Primero les daban droga y después los mandaban a las zonas liberadas de San
Isidro o Martínez para que entraran en las casas. Cuando los chicos se rebelaban
o cuando ya no servían, sus jefes apelaban a la notoria facilidad de su gatillo,
seguros de que nadie organizaría una marcha por ellos.
Julián tenía un hijito y se mudó por eso: como si se hubiera palpitado que en
algún momento de esta terrible historia un padre desesperado perteneciente al
grupo de la gente pediría que se redujera la edad indispensable para que un
delincuente pueda ser inculpado. De aceptarse el pedido, los chiquitos del
barrio tendrían una infancia aún más abreviada, si cabe. El crimen organizado
los reclutaría de quince años, después de doce, después de diez, y la reducción
del límite de edad no habría dado por resultado otra cosa que la delincuencia
infantil.
El padre desesperado al que me refiero es digno de estima por el coraje que
representa transformar el sufrimiento en acción. Pero basar esa acción y el
pensamiento que la sustenta en un sentimiento surgido de una herida recién
abierta no sirve para abarcar la realidad. Nadie podría hacerlo sin pasar por
ese período indispensable al que los psicoanalistas llaman "elaborar".
Un dolor elaborado permitiría recordar que la dictadura militar ha dejado
sueltos a una multitud de tigres cebados, antes torturadores y ahora policías o
criminales (el antisemitismo de los secuestradores de ese muchacho al que le
gritaban "judío" mientras lo maltrataban recuerda el de los represores), y que
la pretensión menemista de llevarnos al Primer Mundo nos ha sumergido
íntegramente en el Tercero, saltando por encima de aquella ambigua condición de
"país en vías de desarrollo" en la que alguna vez creímos. Elaborar el deseo de
aullar de angustia significa admitir que ahora somos un país latinoamericano
hambreado y, en consecuencia, violento, donde las víctimas a veces son "gente" y
a veces, delincuentes forzosos de corta edad.
Mi intención no es caer en un psicologismo angélico. Quizá los ex torturadores y
los actuales criminales tuvieron también una infancia desgraciada, pero hoy de
lo que se trata es de desenmascarar a los organizadores y de meterlos presos, no
de acariciarles la cabeza con expresión comprensiva. Para lograrlo conviene
mantener la nuestra lo más fría posible, sin caer en la trampa que representa la
explotación del miedo: la gente común en estado de terror puede ser tan temible
como la fuera de toda norma.
Personalmente la clase media de mi país me inspira la confianza suficiente como
para que no me la imagine organizando batallones armados o exigiendo la pena de
muerte, a imagen y semejanza de su equivalente en países más brutales que el
nuestro, como los Estados Unidos. Pero tampoco, para ser francos, me la imagino
por ahora organizando marchas comunes, no de gente común, sino mezclada: una
gran manifestación ante el Congreso, donde todos marcharían del bracete al grito
de "basta de hambre". Todos, madres y padres de los más distintos orígenes y
medios sociales que temen por sus hijos, incluidos los piqueteros, los
cartoneros y Julián.
Pudimos ilusionarnos con esa hermosa imagen durante cinco minutos, cuando los
cacerolazos parecieron reunirnos. No pudo ser. Así es que, por el momento,
conformémonos con la realidad, que no está nada mal, aunque pudiera suponerse lo
contrario. Tener un gobierno que por una parte se implique en la formidable
empresa de destituir a una impresionante cantidad de policías corruptos y por
otra no ceda a la facilidad de penalizar y reprimir las manifestaciones de
protesta social ya es un buen punto. En un país donde apretar el gatillo siempre
ha sido el gesto espontáneo (el gesto surgido de un sentimiento no elaborado,
vale decir, primario), negarse a hacerlo resulta de una novedad que, en mi
opinión, se merece un festejo. Ojalá los padres y las madres de chicos
secuestrados tampoco cedan a la tentación pasional de solicitar esa respuesta de
incalculable peligrosidad para todos que es la mano dura.
* Alicia Dujovne Ortiz (1940) es escritora y periodista. Actualmente vive en
París.