No piense. No experimente sensaciones. No pregunte. No responda. No discuta. No
caiga en la tontería de la incertidumbre. No beba. No fume. No juegue. No haga
el amor. No crea en su hijo. Tampoco en su hermano. No escuche. No opine. No
vote pavadas. No pida, y, desde luego, menos aún exija. No atienda el teléfono.
No llame. No desee. No mire. No interprete. No cometa el desliz imperdonable de
apasionarse por una idea. No exprese solidaridad. No crea en su amigo. Tampoco
en sus padres. No abrace. No distinga. No analice. No juzgue. No duerma
tranquilo. No confíe. Si oye ruidos raros en su casa, salte de la cama, tome la
escopeta y dispare en defensa propia. No abra la puerta. No extienda la mano. No
ayude. No colabore. No bese. No cante. No sonría. Busque otra vereda cuando en
la suya, a lo lejos, advierta un grupo de gente extraña, oscura. No goce ni
padezca la vida.
Cierre la boca y obedezca, simplemente obedezca, y escuche la radio y lea los
periódicos y, por sobre todas las cosas, no se aparte siquiera un instante de la
pantalla del televisor.
En momento alguno incurra en la irresponsabilidad de asomar la cabeza por la
ventana de su casa. Y escriba de prisa su testamento.
¿O es que todavía no ha caído en la cuenta de que nuestro cristiano y occidental
modo de vida está en peligro? Cualquier paso torcido puede conducirnos a una
tragedia impensada. El mundo se ha convertido en un inabarcable terreno
destinado a la caza, mayor y menor, y nosotros, personas comunes y ordinarias,
sumergidos en una ingenuidad sin límite, somos la presa codiciada. Las rutas,
calles y avenidas del mundo están repletas de cazadores furtivos. De todo tipo y
humor. Patotas de jóvenes drogados y locos dispuestos a arrancarnos todo: ropa,
dinero, inocencia. Arabes rabiosos que sin contemplación alguna nos decapitarán.
Hordas de trabajadores desocupados y familias sin techo que no hacen otra cosa
que aguardar nuestro sueño para invadir nuestra casa y llevárselo todo.
Campesinos arropados de cordero que no tienen otro propósito que hacerse de
nuestras tierras. Niños que, navaja en mano, aleccionados por sus padres, claro,
nos esperan a la vuelta para abrirnos el vientre.
En otras palabras, gente sucia, malvada y pecaminosa que no piensa más que en
cagarnos la vida.
De modo tal que todo está bien así como está. Quietud, silencio, encierro,
aislamiento, desdén. La existencia, condenada a balbucear entre cuatro paredes.
Alguien, alguna vez, llamó sometimiento a esta situación. Someterse. Acomodarse
a una realidad fraguada que anula nuestros deseos e incluso ignora nuestras
necesidades básicas, pero que por razones muy complejas, diríase que culturales
y atávicas, aceptamos como orden natural, preestablecido e inviolable. Someter:
subordinar la voluntad o el juicio propios a los de otra persona o grupo.
Inculcar y propagar el temor en una sociedad, es acaso el modo más sutil y
certero para mantener un estado de sometimiento que, en más de una ocasión, se
asemeja a la esclavitud. Porque uno, de pronto, apenas piensa en escapar solo y
a las corridas entre el maizal. Y no hay mejor bocado para el poder político y
económico que la soledad, el individualismo, ponerse a responder solo y a las
patadas. El temor, cuando está fundado en un recelo generalizado, crea
solidaridades efímeras y echa por tierra la solidaridad franca y duradera. Todo
es desconfianza.
Bush apeló a la propagación del miedo entre los norteamericanos --tan proclives
a caer en el pánico, dicho sea de paso-- para entregarse alegremente a la
matanza de miles de iraquíes con el único y excluyente propósito de robar
petróleo. Pero, ¿cómo logró el poder político de los Estados Unidos llevar a
ojos y oídos de la población esa paralizadora sensación de terror? Los grandes
medios de comunicación actuaron de puente.
Los grandes medios de comunicación siempre actúan de puente entre el poder y la
sociedad, cuando no de voceros. Y la conducen según sus antojos. La razón es
sencilla. Son empresas, enormes en muchos casos, que responden a una serie de
intereses ideológicos y comerciales que habitualmente poco tienen que ver con la
búsqueda de una sociedad mejor. Existe una clara afinidad, en oportunidades
familiar y generalmente ideológica, entre la clase social que dispone de los
medios de producción material y la que dispone de los medios de producción
intelectual. Una sociedad de hecho.
Dos jóvenes roban tres chorizos en una carnicería; a una señora le arrancan la
cartera; violan a una joven. Los diarios titulan: "Escalada de violencia". Y en
cada esquina comienzan a hablar de la escalada de violencia. "Así no se puede
vivir". "Queremos orden". "Para eso pagamos nuestros impuestos". "Los meten
presos por una puerta y los sacan por otra". Entonces, los grandes medios de
comunicación resuelven auscultar el ánimo de la gente. Una encuesta de tono
inductivo: "¿Tiene miedo?". Por supuesto que lo tengo, si he visto al carnicero
putear y a la señora y a la madre de la joven llorar. Los medios difunden el
resultado: "El 78 por ciento de la población tiene miedo".
Los desocupados marchan por las calles exigiendo pan y trabajo. Los diarios
titulan: "El centro de la ciudad fue un caos", y en la nota editorial se
preguntan: "¿Hasta cuando?". La gente, entonces, absorbe y dice por todas
partes: "Queremos orden". "La libertad de uno termina donde comienza la del
otro". "Es inconcebible". Los medios hacen la encuesta: "¿Qué opina de las
manifestaciones que entorpecen el tránsito?". El 75 por ciento las rechaza. A la
mañana siguiente, los medios informan: "La gente está harta de esta situación,
lo dicen las encuestas".
Así las cosas, el miedo que los propios medios de comunicación crearon y
propagaron, cobra un irrefutable aire de legitimidad. Porque "es la gente" la
que está harta. Una realidad engañosa que cumple su cometido: sumergir a la
sociedad en la quietud, en la ausencia de participación, en la desconfianza.
La noticia se ha convertido en mercancía, y el miedo es una etiqueta que vende.
Fascinados por la forma, por el amarillismo, los grandes medios han hecho a un
lado el fondo de la cuestión.
Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, escribió años atrás: "Basta
con que un hecho sea lanzado desde la televisión -a partir de una noticia o
imagen de agencia- y repetido por la prensa escrita y la radio, para que el
mismo sea acreditado como verdadero sin mayores exigencias. Y como en la
actualidad los medios funcionan entrelazados, de forma que se repiten e imitan
entre ellos, es frecuente la confirmación por parte de un medio de la noticia
que éste mismo lanzó a partir de la reproducción de la misma en otro medio, que
simplemente la `levantó´ del primero (...) Los medios se autoestimulan de esta
forma, se sobreexcitan unos a otros, multiplican la emulación y se dejan
arrastrar en una especie de espiral vertiginosa, enervante, desde la
sobreinformación hasta la náusea. De esta forma, podemos recordar, se
construyeron las mentiras de la Guerra del Golfo. ¿Qué medios tiene el ciudadano
para averiguar si se falsea la realidad?".
Esta semana, en una vieja edición de la revista dominical del diario El País, de
Madrid, leí un excelente artículo de Javier Cercas titulado "Fuera es feo".
Refiere Cercas el curioso mandamiento que gobierna al matrimonio conformado por
el director de cine Arturo Ripstein y la guionista Paz Alicia Garciadiego: en su
hogar no admiten la presencia de la televisión, tampoco radio, y mucho menos
espacio para diarios o revistas. Una manera práctica de protegerse de las
toneladas de basura y calamidades que, en apenas minutos, es capaz de arrojar
sobre nuestra cabeza un programa de tv en apariencia inofensivo o un editorial
de La Nación, por ejemplo.
Me atrevo a discrepar con el matrimonio Ripstein-Garciadiego. Fuera es más
lindo, y tampoco es necesario hacer gala de una inquebrantable valentía para
salir, caminar, saludar, abrazar, mirar, escuchar, socializar, solidarizarse,
beber, amar, decir, creer, compartir y, por sobre todas las cosas, cambiar:
reunirse con el desfachatado objetivo de cambiar este lastimoso estado de las
cosas donde priman el miedo y la indiferencia. Suficiente sería comprender la
sensata máxima del subcomandante Marcos: "Un valiente es un cobarde que corre
hacia adelante".