Argentina: La lucha continúa
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Informe sobre ciegos e invisibles: Asesinos seriales, narcotráfico y encubrimiento en la Policía Federal Argentina
Sebastian Hacher
Detrás de las coberturas espectaculares, las purgas y los cambios de ministros, hay una trama que los incluye a todos: policías, narcotraficantes, políticos, jueces y medios de comunicación. Después de casi siete meses de caminar por territorios ocultos de la Ciudad de Buenos Aires, contamos como funciona la máquina de corrupción y muerte que regentea la Policía Federal. A partir de la historia de un asesino serial enrolado en Policía Federal, nos encontramos con la trama esconden el gatillo fácil, la venta de pasta base, el robo regulado y las estadísticas de seguridad. Y, sobre todas las cosas, nos sumergimos en el drama de los condenados al silencio; las víctimas de la "pequeña Colombia", que las fuerzas de seguridad están montando a 20 minutos de Plaza de Mayo.</
¿Que pintor hará el cuadro del dependiente dormido, que en sueños
sonríe porque ha incendiado la ladronera de su amo?
Roberto Arlt, El juguete rabioso
Por momentos llegué a pensar que se trataba de una leyenda urbana; algo así como
la corporización de un miedo colectivo. Incluso sentí eso cuando lo tuve frente
a mis ojos por primera vez. Fue un sábado carnaval. Estabamos en la feria de
Villa 20, y había una procesión de la comunidad boliviana. Era una mezcla de
rito católico y pagano: desfilaban diablos de colores chillones y lentejuelas
que bailaban para la Virgen del Socavón, acompañados por un coro de trompetas,
bombos y trombones. Detrás venían mujeres con polleras de baile, algunas
portando inciensos y otras siguiendo los pasos que marcaba el ritmo del caporal,
esa danza de hombres que con cascabeles en las botas representan la virilidad de
los viejos patrones de estancia. Al final de la procesión, montado en un Ford
Falcon amarillo, venía El Percha. Alto, canoso, un poco entrado en kilos pero
con el cuerpo trabajado por el gimnasio, andaba como si todo el cortejo de
diablos avanzara para abrirle paso.
En realidad, se trataba Rubén Solares, un sargento de la Policía Federal
Argentina, pero para la mayoría de los que lo conocen es simplemente "El
Percha". Es uno de los principales agentes de la Brigada de investigaciones de
la comisaría 52, con jurisdicción en el barrio de Lugano, Capital Federal, pero
con una fama que se extiende mucho más allá: en Ciudad Oculta, en el Gran Buenos
Aires, en las cárceles de menores, o en el exilio de los sobrevivientes la sola
mención de su nombre puede desatar un rosario de historias, la mayoría de ellas
llenas de abusos y muerte.
En cada rincón donde resuena su nombre, a Percha se le adjudican asesinatos
salvajes, torturas y regenteo de robos; en los barrios de Lugano y Mataderos se
habla de él como el cerebro y la metralla detrás de los negocios policiales de
la zona.
"Él es el que arruina a los pibes", se lamentó aquella misma tarde de
carnaval Alfredo, un padre de familia que vive desde hace diez años en la villa.
"Agarra a los guachitos para que roben para él, y cuando se descontrolan o
quieren salirse los mata o los manda presos". Una de esos jóvenes era el
sobrino de Alfredo, que tuvo que volver a su provincia de origen para escapar de
la muerte segura que significa la deserción. "Cuando quiso salirse no podía;
el Percha le dijo que si dejaba ya sabía cuales eran las consecuencias. Nosotros
lo mandamos urgente de vuelta para el pueblo, porque acá sabíamos que lo íbamos
a perder".
No todos tienen la misma suerte. Cristian tenía 17 años y su vida se dividía
entre tomar vino al costado de la vía y robar para Percha, que le indicaba los
lugares, horarios y le daba las armas para cumplir la faena. Los golpes en
teoría eran seguros; generalmente negocios de la zona que no pagaban por
seguridad, y donde se podía armar fácilmente una zona liberada. Uno de los
blancos favoritos eran los supermercados chinos, los mismos donde la policía
prometió no reprimir durante los saqueos el 19 de Diciembre del 2001, cambiando
el rumbo de los cientos de vecinos de la villa que se dirigían a pedir comida al
hipermercado Jumbo.
Para Cristian, algunas veces los datos fallaban: la víctima no tenía nada de
dinero o lo recibía a los tiros. La última vez, en uno de los mercaditos chinos
elegidos como blanco el dueño estaba armado, como esperando el próximo robo.
"Percha me pasó mal el dato -dijo Cristian a uno de sus amigos- así que
no le voy a pagar un carajo". El joven había podido robar a pesar del
tiroteo, pero se guardó la parte del botín que le correspondía a la policía, y
supo enseguida que en alguna forma iba a tener que pagar. "Sabía que lo
andaban buscando, pero no se iba porque no había a dónde ir".
Un sábado por la tarde apareció muerto en la vía que bordea la villa. La versión
policial fue que estaba drogado y se cayó del tren. El agujero que tenía en la
cabeza, dijeron, era porque se había incrustado un tornillo del riel al golpear
contra la vía. Todos en el barrio saben que fue un tiro, pero el silencio rodeó
a la familia cuando uno de sus allegados casi sufre la misma suerte. "El pibe
que siempre andaba con él se salvó de casualidad, porque justo pasó gente por
ahí -cuenta uno de los testigos- y a partir de eso nos dimos cuenta que
no podíamos hacer nada. Cristian ya está muerto, y reclamar por él implica
arriesgar a los que todavía estamos vivos".
-Haciendo escuela
Si hay algo más riesgoso que romper la disciplina de los policías que manejan el
robo, es directamente no negociar ni someterse a ellos. Las razones para no
entregarse al orden policial pueden ser muchas; van desde mantener los códigos -"yo
no negocio con la gorra" - hasta la simple supervivencia. Pero el esquema de
cobrar seguridad a los comercios y señalar cuándo y cómo se roba no admite
competencia. Intentarlo puede costar la vida; un enfrentamiento preparado, una
causa armada o un misterioso ajuste de cuentas puede esconderse en cualquier
esquina. Porque cuando se entra en el juego, sólo hay una forma de salir.
La mayoría de las fuentes consultadas coinciden en señalar que -a diferencia de
sus colegas bonaerenses- la Policía Federal es experta en fraguar causas,
plantar pruebas y ganarse el favor de amplios sectores del poder judicial. En
las comisarías de la zona esa práctica tiene una larga escuela, cuyo origen se
puede rastrear en dos de sus comisarios. Héctor Armando Sodano -que tuvo sus
cinco minutos de fama en Octubre del 2002, cuando asesinó a su mujer- está
implicado en al menos 19 causas fraguadas por la Policía Federal. Las denuncias,
recopiladas por la Procuraduría General de La Nación, señalan que 18 de esos
casos se dieron durante los años 1997 y 98, mientras Sodano era Comisario de la
División Brigadas de prevención de Seguridad Ferroviaria. En 1999 estuvo al
frente de la Comisaría 52, gestión en la cuál se detectó al menos un caso
armado. Finalmente, pasó al frente de la lindante comisaría 42, de donde pidió
su retiro poco después de un caso de gatillo fácil. Ese último asesinato durante
su gestión sucedió el 4 de Marzo del 2002 y la victima fue Marcelo Báez, un
jugador de fútbol de 16 años que vivía en Ciudad Oculta.
El acta del operativo, donde se armó un escenario de enfrentamiento para
justificar la ejecución, estaba firmada por Sodano. El que había apretado el
gatillo era el suboficial Justo Luquet, que al momento de disparar ya estaba
procesado por una causa falsa en su anterior destino; la misma la División
Brigadas de prevención de Seguridad Ferroviaria en la época del mismo comisario.
Luego del crimen, Luquet fue trasladado a la comisaría 48, y sólo pasó a
disponibilidad cuando la CORREPI descubrió su anterior deuda con la justicia. En
otras palabras: Luquet, al momento de matar, estaba trabajando en forma ilegal.
Se desconoce cuántos otros protegidos de Sodano siguen trabajando hoy en la
zona; el único dato cierto es que con su mudanza a 52 primero y a la 42 después,
el comisario parece haber ayudado a perfeccionar esas prácticas.
Hasta que se hizo cargo de la seccional 52, Carlos Francisco Sidras había sido
Jefe de la División Leyes Especiales. En la época en la que estaba al frente de
ese departamento, la Procuraduría detectó al menos tres casos de causas
fraguadas. Durante su gestión en la 52 se detectaron oficialmente dos, pero
según varios indicios podrían ser muchísimas más; se calcula que sólo el 30% de
las causas fraguadas salen a la luz, y las protagonizadas por Sidras no parece
ser la excepción. Actualmente, es uno de los pocos comisarios que pidió su
retiro, una situación que le permitirá cobrar su sueldo de por vida.
Fue bajo la dirección de Carlos Sidras cuando Percha alcanzó su apogeo,
asesinando a mansalva y armando causas para eliminar a los díscolos, mantener
sus negocios, ganar ascensos o aumentar la estadística. Son pocos los casos que
salieron a la luz; la mayoría se pierde en los interminables pasillos de Villa
20 y Ciudad Oculta, allí donde verlo llegar es la señal para empezar a correr.
-Asesinatos anunciados
El 11 de Febrero del 2002, frente a los monoblocks de Villa Lugano, cayeron
muertos Daniel Barbosa y Marcelo Acosta, ambos de 17 años de edad. Eran las 2:15
de la madrugada, y sonaron varios disparos que despertaron a medio barrio. Una
hora después, con las sirenas apagadas, los patrulleros comenzaban a inundar la
zona. "Un comisario inspector de la Policía Federal mató hoy a balazos a uno
de los tres ladrones que le quisieron robar su coche", informaron durante la
mañana las agencias de noticias. El comisario Alberto Damián Medina, que
supuestamente cometió los disparos, declaró a la justicia que a las 2:50 a
madrugada, mientras venía de visitar a su madre de 85 años, se paró en el
semáforo de Saladillo y Cruz a pesar de que le habían advertido de que allí le
podrían robar. Siempre según su versión, lo rodearon tres personas; una con un
arma en la mano, otro con un caño que sobresalía de sus ropas y el tercero con
"un bulto sospechoso en el bolsillo", que finalmente resultó ser un
pedazo de percha.
Medina declaró que "nunca me había enfrentado con nadie", pero que al
sentirse en peligro se agachó bajo la guantera del coche y efectuó tres disparos
sin mirar. Con el primero supuestamente rompió el vidrio de su coche y con los
otros hirió a los dos jóvenes; a uno le dio en el ojo, y al otro en la tetilla.
El tercero logró escapar. Daniel murió instantaneamente, y Marcelo lo haría
horas después en el hospital.
Para Evarista del Valle Vera, la madre Daniel, esa madrugada terminó un infierno
y comenzó otro. Al momento de ser asesinado, el adolescente acababa de volver a
su barrio luego de varios meses refugiado en la casa de su padre en el Gran
Buenos Aires. Es que durante los últimos años Percha se había ensañado con él y
su hermano luego de una discusión de los jóvenes con un policía de civil. Lo que
había comenzado por una pelea de barrio (de esas que se originan por no convidar
un cigarrillo) se había convertido en acoso y amenazas permanentes. Y terminó en
un doble asesinato.
Desde las ventanas de los monoblocks, al menos cuatro testigos decían haber
visto al Percha fusilando a los jóvenes, y luego otra vez al policía moviendo
los cuerpos para armar la escena. Uno de esos testigos también escuchó las
últimas palabras de Marcelo: "Dejame loco, yo no hice nada", y enseguida
el grito de auxilio de Daniel: "¡llamen a mi mamá!". Según esos testigos,
ambos estaban en la plaza en la que se encontraban todas las noches. Percha los
detuvo allí, los hizo arrodillar en el piso y los ejecutó de un tiro a cada uno,
disparando en las zonas del cuerpo donde suele hacerlo. Varios minutos después
se escucharon otros tres estampidos, quizás casi al mismo tiempo en que las
huellas de sangre marcaban el lugar por el que habían arrastrado los cuerpos
para armar la escena.
Los testigos, que al principio habían aceptado hablar con la prensa, fueron
amedrentados de una manera no tan sutil. La jueza Susana Vilma López envió
personal de inteligencia de la Policía Federal para encontrar a los testigos que
la madre de Daniel había nombrado en su declaración. Previsiblemente, ninguno
quiso hablar; la mujer policía destacada para la tarea se encontró con silencios
y puertas cerradas. Para ellos, la visita policial fue vivida otra señal, tan
macabra como la percha que apareció sobre el cuerpo de Daniel. O la sonrisa del
asesino cuando se sumó al cortejo fúnebre que despidió a los muertos.
Algo similar sucedió dos semanas después con Gabriel Omar "Pipi" Álvarez, un
joven de 21 años, casado y con una hija de dos años y medio. Según algunos
testimonios Pipi era "un chorrito que no podía matar ni una mosca", y
según otros "había dejado la calle y trabajaba como remisero". Pocos días
antes de morir, el joven había sido amenazado en su casa. Percha, que lo había
seguido hasta allí, le aseguró que la próxima vez que lo cruzara iba a ser la
última. Y le aclaró que él podía entrar a su casa cuando quisiera, "porque a
mí me ampara la ley".
El joven fue fusilado frente a varios testigos el 25 de Febrero del 2002, a
plena luz del día, en un episodio que fue presentado a la prensa como un
"confuso tiroteo". Su cuerpo tenía tres disparos: uno en cada brazo y otro
que -aseguran los testigos- entraba por la nuca y sobresalía en la frente.
"No me matés, tengo una hija", fue lo último que pudo decir mientras estaba
de rodillas y cerraba los ojos esperando el tiro de gracia. En la escena del
crimen apareció una pistola 9 milímetros, que las agencias de noticias
anunciaron como "propiedad de un policía". Según los testigos fue
"plantada" luego de al ejecución. Los presentes al momento del fusilamiento, que
eran varios, y los familiares de Pipi tuvieron que callar su verdad: las fotos
del cadáver recorrieron el barrio con un mensaje: "al que habla, le puede
pasar lo mismo". El Percha las llevaba en su bolsillo y, al mostrarlas,
agitaba como un trofeo la pulsera de oro que le había sacado a la víctima. A más
de dos años, todavía sigue siendo difícil que alguien quiera recordar lo
sucedido.
Pocos días después, el periodista Carlos Rodríguez publicaba una nota en Página
12 reseñando los tres asesinatos. La crónica terminaba diciendo que "en la
parroquia de la Villa 20, a cargo de los curas Jorge Tomé y Jorge Díaz, todavía
provoca asombro la actitud del Percha, pistola en mano, haciendo alarde el día
del sepelio. Los sacerdotes tuvieron que intervenir para que los amigos de Pipi
no lincharan al policía." Era la primera vez que las denuncias contra Percha
llegaban a la prensa. Y él parecía orgulloso; un joven que fue detenido en la
comisaría 52 contó que "a la nota la tenía pegada en la pared de la oficina
donde toman mate, junto con fotos de algunos operativos". El título del
artículo era "El terror de los pibes del barrio".
-El gran recaudador
"Es un tipo querido por los superiores, porque es un buen recaudador"
cuenta alguien que estuvo cerca de Percha mientras éste prestó servicio en una
comisaría de Palermo. "Siempre trabajó en la brigada -explica el
conocedor- que es donde se mueve la plata y los negocios sucios". Toda
comisaría tiene la suya; la Brigada es el grupo de policías que patrullan en
coches particulares, sin uniforme y con carta blanca para hacer lo que quieran.
La "recaudación" que ellos manejan es la caja negra de las comisarías. Se
alimenta del narcotráfico, las zonas liberadas, los proxenetas y otros grandes
negocios ilegales. El resto, las pequeñas transgresiones que reportan menos
dinero o son ocasionales, están en manos del patrullero común. A ojos del
conocedor, "todas las brigadas cumplen la misma función; hacer la recaudación
para el comisario, y el Percha es un experto en eso... En Palermo -continúa-
seguramente no se sentía cómodo; hay mucha plata, pero también hay más
problemas. Ahí, si le pegás mal a un pibe, puede ser que sea el hijo de alguien
importante. Te ponen 15 abogados y te arruinan la vida".
En Lugano es diferente. Allí viven los invisibles, esos por los que casi nadie
va a reclamar. En los pasillos de la pobreza, Percha se siente a sus anchas. Y
seguro de tener impunidad. Su oficio, su experiencia como "recaudador" es lo que
de a poco lo vuelve intocable dentro de la fuerza policial. "El que hace la
recaudación", continua el conocedor, "genera lazos muy fuertes con la
superioridad. El que está en la brigada le da de comer al comisario, y cuando lo
trasladan o lo ascienden eso no se puede olvidar; el que está en la brigada le
conoce todos los negocios, y cuando tiene un quilombo o una denuncia en su
contra, lo va a consultar. 'Yo a vos te di de comer -le dice- así que ahora
solucioname este problemita'. Y el superior lo tiene que defender sí o sí. Se
crea una dependencia mutua, un circulo de impunidad".
La "caja negra" no sólo alimenta los bolsillos de los oficiales y eleva
hasta el paroxismo la impunidad. También figura, por omisión, en la planilla de
gastos de las comisarías, que hasta hace poco se podía consultar en internet.
Por poner un ejemplo, en el mes de Abril del 2004, la comisaría 52 gastó en el
rubro "repuestos y mantenimientos de automotor" nada más que $0,00 para
un total de 18 móviles. Y no es una excepción; durante ese mismo mes, la
totalidad ad del parque automotor de las comisarías de la Federal insumió $1247
de mantenimiento y repuestos. En otras palabras: en un mes, los 616 móviles
utilizados por las 53 comisarías de la ciudad gastaron un promedio de $2 cada
uno. Menos de un dólar por unidad.
Pero si la recaudación es la base de la pirámide de la impunidad, los engranajes
que la hacen funcionar parecen obra de una ingeniería mafiosa. Pongamos un sólo
ejemplo: el Departamento de Asuntos Internos, teóricamente encargado de
investigar y sancionar a los policías que cometen irregularidades, funciona como
un mecanismo de protección de los que delinquen y castigo para los que
denuncian. En el caso de Percha Solares las denuncias se acumulan desde 1998.
Una abogada que tuvo acceso a su legajo -adjuntado en una causa por asesinato-
se sorprendió de encontrar allí "solamente las denuncias de los familiares,
sin ninguna otra información ni indicio de que hayan investigado algo".
Los policías que se animan a denunciar la corrupción dentro de la fuerza que los
emplea, tienen suerte inversamente proporcional a los que actúan como Percha.
Uno de ellos es el ahora ex-cabo primero Marcelo Hawrylciw, dado de baja en
tiempo récord. En 30 días, Asuntos Internos resolvió, sin posibilidad de
apelación, que estaba fuera de la fuerza policial. ¿El motivo? En 1988, declaró
en una investigación judicial por "asociación ilícita, enriquecimiento
ilícito y coimas" contra sus superiores. Se trataba de una causa que llevaba
la fiscalía de Lanusse, donde se investigaban 4000 sumarios policiales del año
1997. En muchos de esos sumarios aparecían testigos repetidos, algunos con
diferente nombre pero igual número de documento. Detrás de esos sumarios
sospechosos, se escondía una práctica común; extorsionar a trabajadoras
sexuales, travestis y vendedores ambulantes, deteniéndolos para "hacer
estadística" y cobrarles coimas. Asuntos Internos no sólo dejó afuera al que osó
romper el silencio, sino que también ayudó a mantener la impunidad de los
implicados en aquella frondosa causa. "El fiscal " cuenta Hawrylciw
"cuando investiga a un policía, manda a pedir un allanamiento a Asuntos
Internos, y lo primero que hacen ellos es avisarle a sus superiores. Entonces,
cuando van a allanar, todo el mundo sabe que están yendo, y nunca encuentran
nada".
Actualmente, luego de tres atentados contra su vida y amenazas varias, el
ex-cabo Hawrylciw vive permanentemente rodeado por seis custodios. La causa en
la que testificó todavía no llegó a ninguna conclusión.
-Fotos que valen un kilo
Lucas Roldán, de 28 años, tocaba la guitarra y escribía sus propias canciones.
Con su último trabajo estable se había comprado un coche; quería trabajar de
remisero, pero todavía no había podido aprender a manejar. La desocupación lo
encontró con un hijo de dos años, y limpiar vidrios fue la primer actividad que
se le ocurrió para darle de comer.
Ocurrió el 6 de marzo del 2003 a las 17 horas. Lucas subió a una camioneta
Partner manejada por una mujer que iba acompañada por varios hombres.
Aparentemente había sido contratado para algún trabajo eventual, pero cuarenta y
cinco minutos después apareció muerto de cinco balazos en Av. Escalada al 4200.
Teóricamente estaba manejando un coche robado la noche anterior, con un kilo y
medio de cocaína debajo del asiento y una pistola 9mm en la mano, que luego
resultó ser propiedad de la policía cordobesa y no tenía pedido de secuestro.
La versión policial fue dada a conocer por la declaración del Sargento Rubén
"Percha" Solares, que fue parte del operativo. El Percha dijo que mientras se
desplazaban por la zona junto al resto de la brigada de la comisaría 52, vieron
un auto sospechoso. Al darse cuenta de que eran policías, el conductor
sospechoso aceleró la marcha y comenzó a disparar, todo al mismo tiempo. Luego
de que el supuesto hampón le acertara a la rueda del Falcon en el que iba la
Brigada, "el caco" (así lo llama el acta del procedimiento) perdió control del
auto y chocó contra un árbol. Los cuatro miembros de la brigada se bajaron del
coche para enfrentarlo. Estaban el Sgto. Lucio Montero (alias "el Paraguayo"),
el Inspector Morteyru, el Sargento La Loggia (alias "el 22") y el citado Rubén
"Percha" Solares. Siempre según la versión de este último, La Loggia se escondió
detrás de la puerta, Percha y Morteyru cruzaron la calle para parapetarse detrás
de un cantero y Montero, el héroe de la jornada, se paró de frente al agresor
que seguía disparando.
El joven murió de cinco balazos; uno en el cuello, dos en el brazo y otros en el
tórax. Unos días después, un diario de la zona publicaba una crónica titulada
"Uno menos: cayó en tiroteo peligroso narcotraficante". El diario barrial,
que reproducía la primer versión policial, contaba que los agentes habían
encontrado dentro del coche un kilo y medio de cocaína. La crónica difería un
poco de lo que luego los policías declararían en la justicia; para el periódico,
al intentar escapar, el joven había perdido el control del coche y huía a pie,
"mientras se parapetaba detrás de las columnas de alumbrado". En la
versión judicial, el enfrentamiento se había dado a menos de un metro del
automóvil. El Sargento Montero, único de los policías que disparó, logró -además
de darle cinco tiros a Lucas- romper el parabrisas delantero del coche que éste
supuestamente manejaba, quizás con balas entrenadas para girar 360 grados.
El cuerpo de Lucas estuvo seis días sin identificar: seis días en los que la
familia recorrió varias veces las comisarías de la zona, incluso la propia 52.
Recién encontraron el cuerpo cuando leyeron la crónica publicada en los medios
barriales, y decidieron ir a identificarlo a la morgue judicial.
Las pericias posteriores revelaron que las balas que recibió Lucas fueron
disparadas de "arriba hacia abajo". Esto, sumado a que Lucas era zurdo y que
-sabiendo o no manejar- era casi imposible que lo haga al mismo tiempo que
disparaba, mantiene todavía la causa abierta y la sospecha sobre los policías.
Pero en realidad, el caso de Lucas Roldán tiene puntos muy similares con otros
casos de la zona. Uno de ellos, esclarecido a favor de la víctima, forma parte
del informe de la Procuraduría General de La Nación sobre causas fraguadas.
Sucedió el 21 de Mayo del 2002. Una travesti que ofrecía su cuerpo en la zona de
General Paz y Ricchieri, consiguió un cliente que la llevó para el lado de Villa
20. Llegando al barrio el coche chocó contra otros estacionados y el conductor
salió huyendo. No pasó menos de un minuto y la policía, junto a las cámaras de
televisión, estaba rodeando el automóvil y a la travesti que había quedado
atrapada allí. El día después, el diario Crónica publicó que "un travesti
quedó detenido anoche en el barrio porteño de Villa Lugano, luego de tirotearse
con la policía cuando intentaba escapar en su automóvil con un kilo y medio de
marihuana, informaron fuentes policiales". La nota finalizaba diciendo que
"fuentes policiales indicaron que el travesti detenido responde al nombre de
"Lulú" y es conocido por sus antecedentes en robos y tráfico de drogas".
Casi al mismo tiempo en que salía el artículo, Lulú era liberada. Al igual que
Lucas, no tenía antecedentes penales y sus compañeras declararon que había sido
"levantada" en la zona donde trabajaban habitualmente. Por su parte, la comisión
que investigaba las causas fraguadas había visto el operativo por televisión, y
tanto los personajes que participaban -allí estaba todavía el comisario Sidras-
como la forma en que todo parecía montado, hacían suponer que se trataba de uno
de los tantos operativos falsos que estaban investigando. El coche en el que fue
detenida -al igual que en el caso de Lucas Roldán- había sido robado la noche
anterior, cerca de la zona del operativo.
Pocos días después del caso de la travesti, dos jóvenes que limpiaban vidrios
fueron reclaudos en el partido de Avellaneda, para realizar un trabajo, que esta
vez consistía en "apretar" un comerciante. Fue el 7 de Junio del 2002, y en el
operativo participaron los mismos policías que en el caso de Lulú. Uno de los
jóvenes fue asesinado y el otro, que era menor, resultó herido de gravedad.El
arma de fuego que se secuestrada pertenecía a una agencia de seguridad privada
de la provincia de Buenos Aires, sin denuncia de robo o extravio. La seccional
fue premiada ese mismo año como la mejor comisaría.
El caso de Lucas no fue una ecepción. Sin embargo, una pregunta queda flotando
en el ambiente. ¿Para qué alguien va a sacrificar un kilo y medio de cocaína o
marihuana para armar un procedimiento falso? La respuesta está al final del
pasillo.
-Triángulo de la muerte
Alejando "Cañito" Gramajo tenía 16 años. Era flaco y rubio, y el sobrenombre se
lo atribuían a los rulos tirabuzón que caían sobre su rostro de niño. A veces,
Cañito tenía problemas: su padre estaba preso, y desde esa ausencia la Villa 20
se había convertido en un lugar hostil para él. La pasta base lo atrapaba de a
ratos, cuando la angustia de existir se hacía insoportable, y la única forma de
zafar era irse de vez en cuando a la casa de algún pariente. Cañito quería ser
soldado, terminar la secundaria, jugar al fútbol y crecer.
Eran las primeras horas del 14 de enero del 2004 y la abuela de Cañito había
muerto hacía una semana. Desde entonces, cuando el cielo se llenaba de
estrellas, Cañito subía al techo de la iglesia, se armaba un porro y se quedaba
acostado contra la chapa, esperando que el tiempo pase. Juntaba las monedas que
los vecinos le daban para comprar comida y lo que sobraba del sánguche se lo
gastaba en droga; la dosis de pasta base sale a veces 2 pesos, y con eso le
alcanzaba para tirar una noche entera.
Esa última noche de Enero dicen que fue diferente. Dicen que quiso robar en
Cáritas, que estaba con otros dos pibes de su edad, que habían fumado mucho y
que a las 5 de la mañana alguien llamó a la policía. Nada se comprobó, pero lo
cierto es que Cañito cayó desde el tinglado con un balazo en la cabeza, y que
cuando estaba en el piso recibió dos más.
No estaba armado, y si lo hubiese estado era un detalle anecdótico; la pasta
base convierte a los adictos en zombis, incapaces de coordinar sus acciones. Se
trata de una droga que se fabrica con los desechos de los químicos con los que
se produce la cocaína, y a veces se corta con veneno para rata o el polvo de los
tubos fluorescentes. Los drogadictos viejos y los pibes de las esquinas la
desprecian, porque es tan barata como adictiva y mortífera; bastan algunas
semanas de consumo para ganarse el sobrenombre de "muerto vivo", para deambular
sin rumbo buscando la forma de conseguir una nueva dosis.
"Es un pobre pibito", se lamentaba uno de los policías en la madrugada de
Lugano. Mientras lo hacía, limpiaba el cuerpo recién baleado de Cañito para
borrar las pruebas del fusilamiento. En la zona había un enjambre de patrulleros
de las comisarías 48, 42 y 52, las tres comisarías que dominan el territorio
donde la Capital Federal bordea con la General Paz.
Desde el puente que cruza la vía, los vecinos se agolpaban para saber quién era
la víctima y observaban cómo se armaba la escena. "Era como una bolsa de
papas, lo movían para acá y para allá todo el tiempo, se notaba que lo estaban
acomodando", recuerda todavía uno de los vecinos que fue testigo y que, como
la mayoría en la zona, prefiere resguardar su identidad. Por la mañana, las
crónicas policiales hablaron de un feroz tiroteo contra jóvenes delincuentes.
Siguiendo esa línea, en el barrio alguien colgó un pasacalles que respondía a
los pedidos de justicia de la familia. El cartel decía una sola frase, inspirada
en las campañas a que la mayoría de los medios nos tienen acostumbrados: así
mueren los delincuentes.
Todavía nadie sabía que la muerte de Alejandro se convertiría, meses después, en
la síntesis del accionar policial en la zona.
-Son todos narcos
"A la gilada esa la hacen con los desechos de la cocaína, le meten de todo;
hasta veneno para ratas. Para fumarla agarrás un cañito de antena de televisión,
le metes virulana adentro y dejás un poco para poner la pasta. Es un flash
jodido; te sube directamente a la cabeza con la primer pitada, y te va quemando
todo por dentro. En dos o tres meses no servís para nada, porque se te van las
ganas de comer, de bañarte, de todo; quedas estúpido. Por eso a los que fuman
les decimos los muertos vivos. En el barrio es un bajón ver a los pibes así,
tirados en las esquinas, descalzos, deformados de tanta porquería. Yo los veo
cuando fuman, y se le ponen duros los tendones, se contorsiona todo el cuerpo.
Fuman y a los cinco minutos el cuerpo te pide más, porque la porquería es muy
adictiva, te engancha enseguida y perdés, terminas meando, cagando y escupiendo
sangre. Algunos empeñan hasta el inodoro para seguir fumando, y otros llegan a
prostituirse para conseguir un poco más".
El testimonio corresponde a Ciudad Oculta, y fue escuchado apenas unas horas
antes de escribir estas líneas. La droga de la que se habla es la temible pasta
base, que junto con el pegamento hacen estragos en chicos desde los 6 años y
hasta la adolecencia. Se consigue por cinco pesos, o a falta de capital se puede
empeñar lo que se tenga puesto; las zapatillas, un buzo, una campera, el DNI o
el propio cuerpo.
Una madre con dos hijos explica que "la única forma de que los pibes no
caigan en la bolsita o en la pasta base es estarles todo el día encima. Yo si
los mando a comprar y tardan cinco minutos ya los tengo que salir a buscar, no
me queda otra. Si tuviera trabajo no se como haria". Sus hijos tienen 6 y 8
años, pero la baja edad no los inhabilita para nada, porque "acá, desde los
cinco años ya consumen la porquería".
Nadie recuerda la fecha exacta; fue una noche de verano, a fines de Enero del
2004, cuando comenzaron a juntarse en una de las canchitas de fútbol del barrio.
Nadie quiere recordar quién tuvo la idea, pero en las pupilas de todas ellas
está pintada a fuego la escena de las cuarenta madres que comenzaron a marchar,
armadas de martillos y palos hasta la casa de uno de los dealers de pasta base.
Boquete en la pared mediante, esa noche recuperaron 70 documentos, varias
camperas y zapatillas que sus hijos habían empeñado para comprar una nueva dosis
de pasta base. Luego se fueron golpeando las manos hasta la casa de uno de los
más temibles; un vendedor de pasta base llamado Isidro Véliz para unos, o
Isidoro Ramón Ibarra Ramírez para otros.
La primera noche llegaron hasta la puerta de su casa, aplaudieron y se fueron
para volver 24 horas después, exigiendo que dé la cara. Y el dealer la dio;
desde la terraza salió junto a su familia portando armas largas, riéndose de las
mujeres. En el revuelo, un pibe de ocho años aprovechó para rescatar la
bicicleta que acaba de cambiar por una dosis de pasta base. Fue lo único que se
recuperó; la policía, alertada por los propios narcotraficantes, llegó para
protegerlos. Amenazando a las mujeres logró custodiarlos para que salgan de la
villa, advirtiendo a cada una de las mamás que "vos tenés hijos, fijate que
después algo les puede pasar". Amparados en esa advertencia, al otro día los
narcos estaban nuevamente en el lugar. Como si nada hubiera pasado, como si la
protección policial los volviera omnipotentes.
Con mucho miedo, desde al anonimato, una de las mamás explica que "sin
acuerdo con la policía no se puede vender droga en el barrio. El que paga tiene
protección, y lo cuidan de la competencia. Acá cerquita hasta hace poco había
una señora que vendía cocaína, y como no era del grupo que está con la policía,
le reventaron la casa. Le sacaron cuatro kilos, y al rato los estaban bajando en
la casa de Teresa, que es una de las que arregla con ellos".
Esa misma connivencia explica el por qué se puede sacrificar un kilo y medio de
cocaína para hacer un operativo falso. "La historia es simple -cuenta
alguien que conoce de cerca la relación entre policías y narcos-. Cuando ven
que tienen problemas, hay alguna denuncia o necesitan hacer estadística, llaman
al narco y le dicen que necesitan dos kilos para armar un operativo. A veces
también se lo sacan a algún dealer menor, así el capo no pierde plata. Otras, es
como un impuesto para tener la seguridad de que van a seguir vendiendo. Después,
cuando hacen el operativo aparece un kilo y medio; la parte que falta se la
queda el policía que lo organiza, y si el narco se queja le dice que bueno, que
nadie trabaja gratis, y que no se queje porque le están cuidando el culo".
Y en eso llegó la televisión. Con sus simplificaciones extremas, con sus
imágenes calculadas para hacer conmover a la teleaudiencia. Pero también con un
mérito; hacer visible lo invisible, tirar un pedacito de realidad, pequeño y
amañado, frente a los ojos voyeuristas de la teleaudiciencia. En exclusiva,
Gastón Pauls con las Madres de la Pasta Base. Simplemente eso; las cámaras de la
TV recorriendo Ciudad Oculta, mostando cómo las madres se enfrentaban a los
narcos de la pasta base y denunciaban la connivencia de la policía.
Entonces, por fin, el Estado los vió. Un año después de las primeras denuncias,
la magia de la televisión lograba lo que nadie había podido; que el Estado
actúe, por lo menos para no perder la forma. Una semana después de la aparición
del programa de televisión que mostró a las "madres de la pasta base", las
brigadas de las comisarías 42, 48 y 52 eran removidas, junto con el comisario de
la 48. Entre ellos, estaba -por lo menos en teoría- Rubén "Percha" Solares.
Y aquí parece que termina la historia. Pero no es tan así.
-Pasmosa normalidad
En Ciudad Oculta, ayer murió aplastado un pibito de ocho años. Alucinó con el
poxirrán, se colgó del estribo de un colectivo y quedó atrapado en la rueda.
"Hacía mucho que se daba con la bolsita de pegamento y se paseaba entre los
coches, jugando a esquivarlos. Ya se sabía que iba a terminar así" me
explica una vecina más resignada que triste. La semana pasada, como un presagio,
un tiroteo protagonizado por gente del barrio contra la nueva brigada, terminó
adentro de un comedor donde había 50 chicos. "La policía entró disparando, y
no fue una masacre de casualidad", cuenta una madre que no se anima a
repetir los insultos con que respondieron los policías cuando los increpó por
disparar dentro del salón comunitario.
Para los narcos, la situación también cambió después del informe en televisión.
"Ahora ya no venden en las casas -comenta un joven- sino que están en
los pasillos ofreciendo. Se volvieron vendedores ambulantes, pero siguen siendo
los mismos de antes".
En Villa 20 y en la zona de Lugano, las cosas no cambiaron mucho. "Vinieron a
cobrarme la seguridad, dicen que es para tener mejor custodia y que no nos roben
en el negocio", dice un comerciante que recibió las visitas de la nueva
brigada de la comisaría 52. En un pasillo organizan un cumpleaños, y medio
centenar de pibes hacen cola para llevarse un pedazo de la torta que corta una
señora de canas y ojitos arrugados. Mas allá, alrededor de un bracero, una
familia correntina hace una fiesta para el Gauchito Gil, el santo pagano de los
pobres, que aquí parece ser protector de los cartoneros y cirujas. Suenan
cumbias, algún sapucay se pierde entre los ranchos y las conversaciones en
guaraní llegan con el viento. Todo indica que la vida sigue.
¿Y el Percha? Todavía merece algunas líneas. Exactamente una semana antes de que
renuncie Béliz, y dos meses después de la supuesta remoción de las tres Brigadas
de la zona, un grupo de madres de víctimas del gatillo fácil participó de una
reunión en el Ministerio de Seguridad. Era para responder una simple pregunta:
¿dónde estaba ahora el cuestionado Sargento Solares? Porque ni los programas
contra la impunidad, ni la justicia, ni los sistemas informatizados, ni las
oficinas de Asuntos Internos, podían responder a una simple pregunta: si habían
dejado a Percha en disponibilidad, lo habían trasladado de comisaría, o si
simplemente lo habían escondido debajo de alguna alfombra policial. "Te
confieso -escucharon las madres en uno de los pasillos del ministerio-
que no tenemos idea. La policía nos vive tirando carne podrida, y no sabemos
cuando mienten y cuando no".
En realidad, para saber si un Policía Federal está en disponibilidad o no,
simplemente hay que consultar las órdenes del día. En la Federal esas órdenes
están en papel y cualquier funcionario de la cartera de seguridad, en
circunstancias normales, tiene acceso a ellas. Pero la respuesta, el eterno
"no sabemos", no es una sorpresa para quienes se han empapado de las causas
que rodean el accionar de la comisaría 52 y de Percha en particular. El proceso
mismo de esta investigación podría resumirse en dos palabras: angustia e
incertidumbre. Ambos son los sentimientos que a lo largo de estos meses fueron
de la mano como dos hermanas de sangre, acompañando cada uno de nuestros pasos.
Nos pasó a todos los que de alguna un otra forma participamos de esta crónica;
viajamos desde el silencio de los condenados hasta la incertidumbre de
enfrentarse a un Estado cuyos laberintos marearían al propio Kafka.
En esos laberintos se pierde el llanto de las madres. Los interminables pasillos
de los juzgados, de los ministerios, de las secretarías oficiales y los
programas contra la impunidad cajonean con elegancia sus esperanzas de obtener
aunque sea un poco de justicia. Mantienen, por supuesto, una rendija por donde
se cuela un rayito de luz; una palmada en el hombro de algún funcionario, algún
dato que ya todos sabemos, una nueva conferencia de prensa, un acto oficial y
hasta -buenos contactos mediante- un encuentro con el presidente. Las opciones
son muchas, y siempre van acompañadas por una frase mágica, repetida hasta el
hartazgo: vuelva mañana.
Allí las víctimas quedan atrapadas, después de muertas, en un proceso siniestro
donde la primer batalla es demostrar su condición de tales. Veamos si no el caso
de Alejando "Cañito" Gramajo; víctima de la pasta base que la misma policía
fomenta en el barrio, termina muriendo bajo las balas de esa misma policía, para
luego ser presentado a la sociedad como "un peligroso delincuente menos".
En esos laberintos también se esconde el Percha. Lo hace bajo los abultados
sobres de dinero sucio que recorren los despachos de las jerarquías oficiales. Y
de vez en cuando reaparece, como si fuera una verdadera leyenda urbana, o un
asesino que vuelve siempre al lugar de sus crímenes. Algunas voces aseguran que
lo vieron a Lugano, a la tierra de sus andanzas y masacres. Quienes lo hicieron,
no saben si fue a comprar cocaína o a atender sus múltiples negocios. Sólo saben
que allí estaba, imperturbable, con sus camisas de colores estridentes y sus
pelos siempre peinados al gel. ¿Sigue siendo policía? ¿Se robó otras vidas en
las sombras de la noche, y el miedo volvió a acallar el llanto de las víctimas?
"Cuando mataron a mi hijo -me explicó una vez la mamá de Lucas Roldán-
me arrancaron un pedazo de mi misma, me mataron a mí también". Ahora vive
para reclamar justicia. Y le quedan todavía muchas preguntas por responder. No
nos vamos a quedar sentados esperando la respuesta.