Argentina: La lucha continúa
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La democracia es una cuestión también urbana
Lugares cercados, gente a la intemperie: la ciudad ha diseñado nuevos
territorios donde la compasión no tiene cabida.
Silvia Bleichmar.
PSICOANALISTA
En el límite de Recoleta, a un lado del Automóvil Club, un pequeño espacio
enrejado protege la saliente de un edificio del riesgo de que se convierta en
refugio inesperado de la miseria. Llama la atención que la reja no guarde nada
en su interior sino un espacio vacío. Encerrando la nada, toma el aspecto de un
pequeño calabozo invertido, que no pretende alojar a nadie, sino evitar que
alguien se instale.
Lugares cercados, vaciados de toda posibilidad de abrigo, su única función
consiste en evitar que quienes duermen a la intemperie puedan armar dos paredes
y un techo en el ángulo exacto que forma la ochava. Es la vereda misma la que ha
quedado privatizada, el espacio común de la calle el que ha sido resguardado
para que no se llene de marginales. No se ha despojado a nadie de algo que le
pertenezca, y, sin embargo, alguien se ha apropiado de lo que no le corresponde.
Hasta hace algunos años, no muchos, todos fuimos dueños de la ciudad. Nos
citábamos en las esquinas, nos besábamos en las plazas, caminábamos por la noche
a la vuelta del cine, llevábamos a los niños al parque a tomar aire. La
democracia es una cuestión también urbana. Hemos coexistido por las calles de
Buenos Aires, así como lo hicimos en la escuela del Estado, los más variados
pelajes de argentinos. Pero nuestra ciudad no sólo se ha tornado insegura, sino
que se ha dividido en zonas de inclusión y exclusión impensables hace algunos
años: las rejas en las esquinas, los muros en los supermercados, las vallas en
las plazas, dando cuenta de una reterritorialización en la cual es difícil saber
si los espacios que suponemos de inclusión no nos excluyen, no sólo de los
lugares que ya no poseemos sino de la pertenencia a una humanidad en la cual nos
sintamos parte del conjunto. Y es la pérdida de esa noción de conjunto, como
país, como humanidad, la que obtura la posibilidad de identificación con el
sufrimiento del otro.
Se ha dicho mil veces que las cifras no dicen nada, que cincuenta millones de
muertos en la guerra no conmueven como la sola foto de un niño con los brazos en
alto a punto de ser evacuado hacia el exterminio. O peor aún, que cuando
contemplamos el sufrimiento sin plantearnos su alivio, sin buscar solución a lo
que lo genera, nos convertimos en voyeurs.
Tal vez sea entonces una mezcla de pudor y cinismo lo que lleva a ese
deslizamiento inevitable que se ha denominado "fatiga de la compasión". Esta
fatiga moral, derrota de la solidaridad, representa el agotamiento de nuestra
simpatía ante realidades dolorosas.
Como el fuego, la compasión se extingue, dice Richard Sennet, ante el exceso de
exigencia que las víctimas plantean a nuestras emociones.
Por eso tampoco perturba un plácido domingo porteño leer que tres millones de
argentinos viven en villas en el conurbano, lo cual representa el 38% de la
provincia de Buenos Aires. Hay que poder imaginar, en medio de una mañana de
invierno atravesada por la derrota frente al Once Caldas o el triunfo del Sub
20, a tres millones de personas constantemente acosadas por el delito, a dos
millones de niños
subalimentados y sometidos a enfermedades endémicas, violaciones y quemaduras,
mugre y accidentes, sabiendo que están acá nomás, a la vuelta de la esquina, o
después de la barrera, para que, de manera casi inevitable, la indiferencia se
convierta en paranoia.
Como un personaje patético de Gasalla, desorbitado y con los pelos al aire, una
parte de los argentinos que ha sobrevivido al desastre expresa, de uno u otro
modo: "Saquen a esa gente de mi vista". Al igual que en "El pianista", el filme
de Polansky, cuando los judíos salen del gueto y se desplazan con su miseria por
la calle ante la mirada rechazante, impiadosa, de los polacos que han quedado
del otro lado del muro, el
reclamo de que los miserables, excluidos, no "obstaculicen" la marcha hacia el
trabajo deviene una metáfora siniestra del deseo de barrimiento hacia los bordes
del obstáculo humano que como chatarra biológica de la convertibilidad traba el
deslizamiento hacia la supervivencia, al menos material, de lo que el desastre
dejó en pie.
"Hacen lo que quieren… Se suben a los trenes sin pagar, cortan la calle… un día
de estos entran al Banco Nación 2.000 piqueteros y se llevan toda la plata
diciendo que es del pueblo", repetía hace algunos días un taxista —dislate que
aseguraba haber escuchado en boca de un opinador radial—. "Hay que matarlos a
todos", decía sonriente un entrevistado de opinión, cuya inmoralidad no era
menor que quien publicaba sin comentario una incitación al delito de este
calibre, emplazado entre una joven estudiante que formulaba que "esa gente"
debía ser puesta en vereda —en el sentido literal, sacada de la calle y
reprimida— y una señora que manifestaba su temor de que sus hijos pudieran ser
agredidos por los palos de los "violentos callejeros".
Increíblemente, en un país que fue saqueado por quienes más tenían, avasallado
por sus uniformados, desgarrado por la discriminación y la indiferencia, se
reproducen estas palabras sin que nos llamemos no sólo a la responsabilidad
civil sino a la cordura moral.
El nazismo acuñó la expresión "vida indigna de ser vivida", o "vida sin valor",
para dar cuenta de una nueva decisión que define qué vidas son relevantes y
cuáles dejan de serlo. Lo que caracteriza a quien ingresa en este espacio de
inclusión-exclusión-inclusión en la no pertenencia, exclusión de las normas
imperantes para el resto de la sociedad, es el hecho de quedar reducido a sus
condiciones biológicas de existencia.
Así, la política degrada a "biopolítica", reducción del ser humano a la pura
conservación de la vida biológica, a la lucha por la supervivencia básica, al
abandono temporario o definitivo de todo objetivo que no sea la resolución más
inmediata de sus necesidades vitales más primarias.
Tal vez el mayor peligro actual resida, en lo que respecta a nuestro futuro como
Nación, en una sinuosa oscilación de la sociedad civil hacia formas de
insensibilidad intemperante ante el sufrimiento del semejante convertido en
extraño, llegando a confundir víctimas con victimarios, o a perder de vista que
somos, de algún modo, responsables y damnificados de una historia en la cual nos
cegamos ante el despojo del cual fuimos objeto, desplazando, una vez más, la
culpa hacia quienes constituyen la
parte más desventurada de las acciones canallescas ejercidas.