La manifestación del sábado 26 de Junio, en una semana menos afectada por la
distorsión informativa, hubiera constituido un hecho resonante. Varias decenas
de miles de personas recordando el asesinato de Kosteki y Santillán. Una acto
encabezado por los piqueteros ‘duros’ los mismos sometidos a una perseverante
política de desgaste, desprestigio y aislamiento desde el poder político y
comunicacional. Toda una mala noticia para ese poder: Pese a todo, allí están, y
pueden rodearse con mucha gente que no está desocupada ni pertenece a las
organizaciones piqueteras, desde estudiantes a militantes barriales, pasando por
organizaciones sindicales alejadas de las cúspides burocratizadas.
La opacó el otro gran hecho de ese día: El asesinato de Martín Cisneros,
militante de la Federación de Tierra y Vivienda, la organización territorial
encabezada por Luis D’Elía que fue rápidamente ‘reconvertido’ por la mayoría de
los medios en el horrorizado rechazo por la ‘violencia’ de la ocupación de una
comisaría en La Boca.
No deja de ser asombroso que en medio de una seguidilla de muertes que acarrean
la sospecha (cuando no la certeza) de protagonismo o complicidad policial (y por
tanto del Estado) en las mismas, la violencia tematizada y discutida en el mundo
oficial sea la de abajo, la que puede haber incendiado algún auto y quebrado
algún vidrio, pero no produjo hechos de sangre. Lo no dicho es que el problema
para los poderosos no es la violencia, sino el cuestionamiento ínsito en ella a
diversas manifestaciones del poder, comenzando por la propiedad privada, y a
seguir con las ‘instituciones’. Y allí es que se perfila la lógica de encadenar
los incidentes frente a Repsol, la intercepción de los peajes, los ‘bloqueos’ de
las boleterías ferroviarias, la ocupación de Mac Donald’s, la irrupción en el
hall del hotel Sheraton, el ‘escrache’ en la explanada del ministerio de
Defensa, los ataques a comisarías. Todos son hechos que presentan a las
organizaciones de desocupados fuera de su esfera ‘natural’ (y estigmatizada
hasta el cansancio), del corte de puentes y calles, para pasar a invadir, e
incluso a atacar, a los ‘pilares’ de la sociedad, en especial la gran empresa y
las ‘fuerzas del orden’.
Por añadidura, ante el ostensible protagonismo de los sectores habitualmente más
conciliadores del movimiento piquetero en algunas de estas acciones (la
ocupación de la comisaría boquense en primer lugar), la derecha brama contra la
política de diferenciación que el gobierno erigió en eje central de su accionar
ante las organizaciones de desocupados: Separar a los ‘blandos’, negociadores y
‘moderados’ en sus planteos, de los ‘duros’, radicalizados en lo ideológico y
confrontativos en sus prácticas concretas, favorecer a los primeros, aislar bajo
una cápsula de desprestigio y rechazo social a los segundos. Lo cierto es que
quedó en evidencia que, mas allá de las ideas y actitudes de dirigentes, las
organizaciones populares realmente existentes tienen un potencial disruptivo
molesto para el poder económico y político. Y por fuera de las intenciones
siniestras de los reaccionarios, la táctica desplegada desde el gobierno
presenta serias limitaciones...
Ocurre que la desocupación y la pobreza siguen en niveles sustancialmente
idénticos a los de los peores momentos de la crisis, allá por el 2001-2002, para
no hablar del salario real, deteriorado como nunca. Ocurre, además,que la
policía, la justicia, la dirigencia política en general (sin perjuicio de la
innegable popularidad del gobierno Kirchner), siguen puestas en tela de juicio,
en el jaque perpetuo de la mirada crítica y contestataria de amplios sectores
sociales, pese a que éstos no han encontrado aun la forma de convertir el
cuestionamiento en desplazamiento. Y esa dramática situación se desenvuelve en
un paisaje político-cultural donde el espíritu del 19 y 20 de diciembre sigue
campeando por sus fueros, si bien en coexistencia con el repliegue al
individualismo de amplios sectores sociales que prefieren buscar entre los
pobres y desocupados a los culpables de los problemas que también ellos sufren.
Los ‘de abajo’ tienen organizaciones de vida aun corta, pero en general fuertes
y masivas. Disputan los barrios y las calles contra el tradicional sistema de
‘punteros’ que tanto contribuyó a convertir en farsa los mecanismos de la
democracia representativa. Los aparatos políticos que permitieron la progresiva
degradación de la vida democrática, están en crisis, pierden libertad de
movimientos, sus manejos sufren la censura pública. El gobierno, que construyó
consenso rápidamente, y supo mantenerlo hasta ahora, en una suerte de ‘yo me
manejo bien con todo el mundo’, ve gradualmente crecer los problemas.
Hacer coexistir una lectura lúcida de las demandas desplegadas en el verano
caliente de 2002, con la voluntad de no confrontar seriamente con el verdadero
poder, tanto local como internacional, se vuelve gradualmente más difícil. Desde
los sectores más refractarios a todo cambio le enrostran sus gestos progresistas
en materia político-institucional, y sobre todo lo que visualizan como un
malsano empecinamiento en no actuar drásticamente frente a un movimiento social
que continúa soliviantado. Y la mayoría que sufre un empobrecimiento que se
despliega sobre todos los campos, desde la salud a la cultura, de la vivienda a
la educación, no puede dejar de percibir que los problemas más acuciantes no
reciben más que alivios parciales y poco duraderos. Las protestas de ‘gente
decente’ que pasea su concepción elitista y prejuiciosa de la ‘seguridad’,
contrapuntean en el escenario público con quiénes irrumpen, incluso físicamente,
sobre la policía y la justicia pidiendo algo tan elemental como que se deje de
matar impunemente bajo el amparo del presupuesto público y el uniforme
Si se nos permite el lenguaje podríamos decir que la lucha de clases se
desenvuelve en múltiples planos. Y que presiones de signo opuesto retumban sobre
un poder político que ve dibujarse en el horizonte una ‘encerrona’ más que
frecuente para las experiencias más o menos reformadoras, aquellas gestiones de
gobierno que pretenden tomar medidas ‘populares’ sin acarrear iras ‘impopulares’
más o menos serias. Más de un analista destacó últimamente la paradoja de que
los mismos sectores acusen al presidente y sus colaboradores de autoritarios e
intolerantes y de excesivamente permisivos, al mismo tiempo, o casi. La
contradicción es sólo verbal: lo que se reclama es mayor tolerancia aún con el
gran capital, y medidas drásticas contra una protesta social que han aprendido
nuevamente a temer, después del para ellos confortable cuadro de los noventa, en
medio de la ofensiva rampante de la modernización neoliberal.
En la medida en que la situación social se mantenga o se agrave, y que las
protestas se acrecienten en consonancia, el ‘clamor’ por la imposición de la
‘ley y el orden’ no dejará de crecer.
El ‘progresismo’, que hoy tiene vertientes que van desde el oficialismo acrítico
a la oposición más o menos dura, está tratando de navegar en aguas procelosas.
En no pocos casos sus referentes se inclinan a inscribir la ‘gobernabilidad’
entre sus prioridades, si bien suelen aferrarse a la perspectiva de que el uso
de la fuerza llegue lo más tarde posible y siempre y cuando no haya otro
remedio. Pero sigue pensando en sacar a las multitudes de las calles, en
encontrar por fin alguna esquiva ‘normalidad’ que permita convivir sin
sobresaltos con un Poder al que fantasea menos agresivo y deletéreo que lo que
ha sido como constante en nuestra historia reciente. Y no vacila en invocar una
y otra vez los espectros de los años 70’, leídos como imparable ‘escalada de
violencia’, a la que siguió la represión descarnada. Convocan una vez más a no
ir mas allá de los tabúes que aceptaron desde entonces: La economía de mercado
incuestionable, la democracia representativa como la mejor institucionalidad
política posible.
Cabe reflexionar entonces sobre el papel en esta coyuntura de una izquierda hoy
más heterogénea y dispersa que nunca, tachonada de sectores que insisten en
repetir sabidurías tan discutibles como gastadas, en convocar sempiternas
huelgas generales e insurrecciones, convirtiéndolas en meros slogans en los que
en el fondo parecen no creer. La construcción social paciente, pensada en años y
no en meses, que apunte a reapropiarse de planteos políticos radicales, y no al
aislamiento en autonomías que parecen radicadas en un ‘afuera’ ilusorio, tiene
una perspectiva favorable.
Seguramente signada por disputas arduas, derrotas parciales y triunfos no
definitivos, sólo sustentables a través de la mirada crítica, de la
equidistancia de triunfalismos desbordados y fatalismos paralizantes. No hay un
pasado al cual volver, ni liderazgos externos en los cuáles refugiarse
confiadamente. La furia contra la injusticia cruzada por la inteligencia
constructora son bienes invalorables en este presente. No pocos los poseen,
muchos más pueden adquirirlos ...