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Argentina: La lucha continúa

La gente decente
El regreso de la derecha de la mano de Blumberg

El sorpresivo ingreso de Blumberg en la política argentina revirtió en pocos días el clima que había generado la recuperación de la ESMA. Sin embargo, la extraordinaria movilización y el clima opresivo que generó el caso Blumberg no se explican solamente por la resurrección política de la derecha tradicional a caballo de la mano dura ni por la complicidad mediática. Quizá la clave haya que buscarla en consecuencias de la movilización de parte de las clases medias el 19 y 20 de diciembre de 2001, de una forma que contradice algunas de las premisas con que sectores de la izquierda, la militancia popular y los intelectuales analizaron aquellas jornadas. Aquí se sostiene que esa discusión es clave para entender el momento y sentar las bases de una política representativa de los sectores populares.

Andrés Ruggeri

La tapa de Clarín era elocuente: "La gente dijo basta". Ilustrada con la foto de la mayor manifestación que la derecha política argentina puede reivindicar como propia en muchos años, el título usado evidenciaba, en primer lugar, una voluntad de legitimación de la movilización convocada por Blumberg y una mayoría de las empresas de comunicación masiva (de las cuales "el gran diario argentino" forma parte), y en segundo, de intentar colarse en la ola. Una ola de opinión que descolocó por primera vez al gobierno de Kirchner y, además, lo hizo por derecha, como no lo habían logrado en anteriores intentos, desde los gritos destemplados y anacrónicos de zurdos, ni los pronósticos catastróficos de los "gurúes" de los mercados, ni los innumerables "malestares" que La Nación denunció casi a diario desde la renuncia de Menem a la disputa del ballotage.
El titulado de Clarín muestra una continuidad con su actitud frente al masivo (aunque, justo es reconocerlo, no tanto como el de la "cruzada Axel") acto frente a la ESMA. El diario lo calificó de "día histórico", y se cuidó bien de manifestar alguna demostración de histeria reaccionaria, pero en sus páginas interiores se manifestaba preocupado y ofendido por el perdón de Kirchner por la inacción del Estado en los 20 años de democracia. Sus editorialistas demostraron reflejos parecidos a los del radicalismo, quizá porque, de alguna manera, se sienten corresponsables de la democracia restringida y falaz que impera en nuestro país, y lo hicieron tibiamente porque, también ellos, son de alguna manera esclavos del humor (ya que no opinión) público. Sin embargo, se sacaron las ganas pocos días después. El caso Blumberg les dio la oportunidad de expresarse.
Lo que esto denota es, entre otras cosas, que el contexto político-ideológico en que discurre la política en el país se modificó sustancialmente en cuestión de días. Y eso lo advirtió con celeridad Clarín, lo aprovechó ferozmente la derecha facciosa, y nos dejó pasmados a quienes nos ubicamos en el espectro político en una posición de compromiso con el bastante inmóvil movimiento popular. Casi simultáneamente con el estallido del caso Blumberg, el 24 de marzo de 2004 vivimos un día emocionante e histórico para la lucha contra la impunidad en la Argentina, una forma simbólica de resarcimiento por parte de uno de los poderes del Estado Nacional, el Ejecutivo, a la lucha inclaudicable de los organismos de DD.HH. y de miles de militantes populares que no nos resignamos a la injusticia que suele campear por nuestra geografía. Ese acto simbólico fue la entrega de la ESMA, en una ceremonia que puso la piel de gallina a todo aquel que tiene un mínimo de conciencia de lo que significó ese lugar para una generación diezmada. Muchos de los que allí estuvimos experimentamos una sensación de desahogo y de inquietud a la vez, como si la lápida de la impunidad se hubiera resquebrajado, pero simultáneamente, que aquellos que hicieron posible la ESMA como campo de exterminio, de alguna manera, nos iban a cobrar esa momentánea alegría.
Ese ambiente que se respiró en nuestro país en esos días, se disipó como por arte de magia para dar paso a la ominosa y asfixiante reaparición de la derecha política, asomando las garras detrás de una manifestación de la suerte de derecha cultural hegemónica en la conciencia de gran parte de nuestra sociedad, de la mano de la enorme movilización que convocó el caso Blumberg. A poco más de un mes de aquel 24 de marzo histórico, pareciera que el traspaso de la ESMA desde la Marina a los organismos de DD.HH. hubiera sucedido en la era precámbrica. Sin ir más lejos en la historia, desde los momentos posteriores a la masacre del Puente Pueyrredón no se había visto ni escuchado a los medios reaccionarios decir barbaridades con tanta impunidad ni homogeneidad. La sonrisa de Ruckauf, que estaba congelada y escondida, reapareció atrás de las palabras del respetable Blumberg. Y, posiblemente por primera vez en nuestra historia, esa derecha siniestra se pudo amparar en lo que por lo general es patrimonio de los movimientos populares: el dolor y la movilización
[1]. Un lujo que esta gente no suele disfrutar: casi por definición, es el pueblo el detentador de la masividad y de los muertos, incluso los de la llamada "inseguridad".
Algunos objetarán que no todos quienes se movilizaron al Congreso ese día (y más aún en la última marcha con el incomprensible aporte de los grupos piqueteros llamados "duros") lo hicieron con ideas fascistas o de "mano dura". Prueba de ello son los numerosísimos familiares de víctimas del gatillo fácil que concurrieron, la negativa de los religiosos convocados a formar parte del acto, el retiro de manifestantes frente a las palabras de Blumberg, etc. Sin embargo, estos datos quedaron opacados frente a la brutal explotación del hecho por la derecha mediática y política, únicos capaces de hacerlo, por lo menos en forma rápida. La asunción de Arslanián (un "garantista" para radio 10), fue una consecuencia de la crisis, pero posterior, al igual que el pretendido plan integral de seguridad que integra medidas contradictorias y con olor a manotazo de ahogado. Y es un hecho que de tener un país que hablaba de derechos humanos, de la recuperación de la ESMA y otros campos de exterminio, de la restitución de hijos de desparecidos, etc., pasamos a tener uno en que sólo se escucha inseguridad, mano dura, endurecimiento de penas, imputabilidad de los menores, y derechos humanos, sólo para la gente decente y no para los delincuentes.
Si hay una pregunta que nos tenemos que hacer es cómo fue posible que hayamos cedido a la derecha reaccionaria no sólo la iniciativa (después de todo, nos pasamos la década del 90 entera en esa posición), sino la capacidad de usar la movilización como herramienta política y, muy especialmente, cómo nos encontramos prácticamente incapacitados de reaccionar. ¿Nos confiamos en la capacidad de un gobierno del cual muchos desconfiamos pero que, por lo menos en cuestión de Derechos Humanos, ha tenido una conducta sorprendentemente buena, para mantener a raya y llamados a silencio a los peores representantes del establishment? Sin embargo, hasta el hiperkinético Kirchner parece haber acusado el golpe de la "cruzada Axel" y sus impulsores.
Muchos, particularmente los partidos de la izquierda orgánica, estuvieron hasta hoy mismo casi exclusivamente preocupados en encontrar razones para no ser confundidos con kirchneristas. Quizá ese esfuerzo por buscar las señales de la derecha en el gobierno hiciera bajar la guardia ante la verdadera derecha, que tiene muy claro por qué no es kirchnerista. Mientras grandes sectores de esa izquierda intentaron transformar la tradicional marcha del 24 de marzo en un acto opositor (al gobierno que el mismo día y en el mismo terreno había hecho la mojada de oreja a los militares más grande que se recuerde desde la recuperación de la democracia en el 83), la derecha expresada, entre otros, por Hadad y Ruckauf logró convertir el acto de Blumberg, muchos de cuyos concurrentes con toda seguridad no deseaban ser sujeto de semejante maniobra, y la mayoría de los cuales, con más seguridad aún, no estuvo en ninguna marcha el 24 de marzo, en el verdadero hecho opositor, y con capacidad de cambiar de cuajo la agenda de la discusión política del país. Una vez más, quedó demostrado hasta qué punto hay diferencia en seriedad, coherencia y claridad de objetivos entre la derecha y la izquierda en este país. La derecha tiene bien claro que tiene que oponerse a este gobierno y, confundida y todo, tuvo la paciencia de esperar el momento y la oportunidad y, cuando esta llegó, aprovecharla hasta el fondo. La izquierda, en cambio, anduvo buscando con desesperación como "diferenciarse" del oficialismo, se negó a aprovechar las ventajas que la coyuntura le presentaba, quiso inventar una oportunidad de un contrasentido y, como siempre, no llegó siquiera a ser considerada un dato relevante de la realidad política nacional. No contentos con esto, los movimientos piqueteros de Castells y el PO fueron a la segunda marcha de Blumberg, con la idea de sumarse al hecho opositor que, y no en el fondo, también los repudia a ellos. Lograron que el nuevo Catón los reprendiera y los obligara a ir al pie, a hacer un acto marginal que no tenía ninguna cabida en la marcha principal, tanto como no la tenían ellos como sector político y, mucho menos, como sector social.
Sin embargo, la idea de este artículo no es darle palos a la izquierda ni hacer las loas al gobierno de Néstor Kirchner, ni tampoco constatar hasta qué punto la movida encabezada por Blumberg es de derecha. Para desacreditar a la izquierda tradicional sobran sus actos, para juzgar al gobierno cada uno tiene elementos a su disposición y para darse cuenta que la derecha reaccionaria y fascistoide que tenemos por estas latitudes se escuda detrás de Blumberg no hay que ser demasiado despierto. En este sentido se pronuncian numerosos escritos y cadenas de e-mail que circulan entre nosotros y que, por lo general, suelen señalar hechos ciertos y hasta transparentes: la extracción social de Blumberg, la connivencia entre él y los medios y los políticos de la derecha, la diferenciación indignante entre el valor de la muerte del joven burguesito Axel y la de los negritos asesinados por la policía del gatillo fácil, etc. Ahora bien, describir el golpe después de haberlo recibido no puede ser lo único que seamos capaces de hacer quienes queremos transformar nuestra sociedad. Especialmente cuando el que pega siempre es el mismo. Lo que aquí defendemos es la necesidad de problematizar lo ocurrido, de cuestionarnos por qué nos toma de sorpresa, por qué no podemos reaccionar y por qué los militantes de las organizaciones populares, los intelectuales identificados con ellas, seguimos, de alguna manera, sin entender nuestra realidad. Porque si así lo hiciéramos, estaríamos a la altura de las circunstancias y no llorando por los rincones.
Para ello sostengo que debemos analizar las circunstancias sociales, políticas y económicas que rodean la resurrección de la derecha, en vez de quedarnos en la sorprendida constatación del hecho en sí, que es lo que hasta el momento estamos haciendo. Si al principio, shockeado realmente por el asesinato de su hijo, Blumberg parecía sostener un discurso que cargaba las tintas en la inutilidad policial, pronto quedó claro que fue cooptado o disciplinado por el discurso de la derecha de la mano dura. Eso es un hecho, pero no explica cómo este hombre se encontró de golpe al frente de una impresionante multitud en la plaza Congreso. Lo primero debe constatarse y así se hizo, y no hay mucho más que hacer. Lo segundo, en cambio, hay que explicarlo, si no queremos volver al ostracismo político de los 90.
LAS RAZONES DE LA MANO DURA
Lo primero que debemos decir, a riesgo de ser obvios, es que no sirve demasiado acusar a la política de la mano dura de intrínsecamente mala, pues lo malo por naturaleza es, de alguna manera, inimputable. Lejos de la maldad per se, la política de la mano dura no tiene un pelo de inocente y es profundamente cínica, porque está basada en la mentira hacia el propio sector social que la respalda y al que pretende representar y proteger. La mentira es obvia: la mano dura y el meta bala no pretende aligerar o solucionar la crisis de seguridad sino aumentarla. Es un discurso cíclico y tautológico: para solucionar la inseguridad hay que reprimir duramente a los delincuentes, sin preocuparse de las condiciones sociales que los generan; para reprimirlos hay que aumentar la fortaleza y las prerrogativas del sistema represivo, que a su vez provoca más injusticia y, al ser terriblemente corrupto y corresponsable de los hechos criminales, consigue que estos sean más numerosos y terribles. Además, al darle más fortaleza y legitimidad a las herramientas mafiosas del Estado y sus ramificaciones en los sectores marginales y los aparatos políticos, estos se hacen más impunes, peligrosos y dependientes de que exista la "inseguridad". Por lo tanto, la mano dura aumenta la sensación de peligro y violencia (para la que los medios contribuyen decisivamente) y necesita que esta exista.
Pero por otra parte, la corruptela de los organismos armados del Estado que la mano dura representa y fomenta es absolutamente funcional a la reproducción de la estructura socioeconómica tal cual esta se presenta actualmente, con una transferencia brutal y permanente de ingresos desde los sectores menos favorecidos de la sociedad a los que más tienen, proceso que siempre existió pero que se acentuó desde la última dictadura, con énfasis en la década del 90, y que aún no se ha siquiera empezado a revertir. La mano dura refuerza esta situación por la vía de los hechos, mediante la represión de los sectores postergados como única política hacia ellos, y por la de la omisión, por la vía de dedicar presupuesto y políticas para la represión y no para las políticas de Estado que permitan revertir el proceso. Es decir, la política represiva expresada en la mano dura es necesaria para consolidar el modelo, aun cuando el Estado declame haberlo abandonado e intente hacerlo. Discutiendo la mano dura, vuelve el neoliberalismo sin necesidad de declamarlo, simplemente ganando para la causa a una gran parte de la sociedad atemorizada, con o sin causa. En ese sentido, los representantes más puros de la mano dura ni siquiera ven la necesidad de la contención social vía planes sociales, manzaneras y distribución de migajas por medio de punteros. En todo caso, estos son un mal necesario porque, lamentablemente, el sistema republicano formal tiene el defecto de que los pobres votan y, de alguna manera, hay que hacer que voten correctamente.
El discurso de la mano dura es posible también porque, entre otras cosas, le hemos regalado a la derecha el monopolio del tema seguridad. Para gran parte de la militancia, hablar de estos temas es fomentar la represión de los sectores populares. Pero es posible tener política de seguridad de la población sin caer en la represión como política. Especialmente porque la principal víctima de la inseguridad son los propios sectores populares, y esa inseguridad incluye como componente principal la corrupción y la impunidad de las fuerzas represivas, del Poder Judicial y de la política de poca monta que constituye la base de los aparatos partidarios
[2]. Por lo tanto, la mano dura se constituye casi como un discurso único e incontestable.
Aparecemos, entonces, defendiendo "los derechos humanos de los delincuentes", como señaló Ruckauf con bestialidad. Pero pese a lo que parecen creer muchos, no se responde al discurso de la represión colocándose del lado del ladrón en el poliladron trágico de los barrios marginales. Y, conciente o inconscientemente, es lo que hacen numerosos compañeros. Dicho con cierta brutalidad, el que roba al vecino (tan o más pobre que él) o le arranca la cartera con el sueldo a la jubilada no es un héroe de la resistencia anticapitalista, es un lumpen, aun entendiendo las condiciones sociales que lo generan. Es víctima de estas, pero también es victimario: no todos los pobres y marginales apelan a esas prácticas para sobrevivir, y la necesidad no es la única explicación del complejo fenómeno de la violencia social. Es preciso reconocer que las condiciones terribles de existencia generan conductas sociales terribles, y vidas cortas, intensas e impiadosamente crueles, para todos los integrantes de ese medio social. La modificación de estas va a hacer mucho más difícil la proliferación de estas conductas, y esa es la lucha real, no la defensa acrítica y justificatoria de conductas indefendibles y que no son patrimonio exclusivo de toda la población marginada. Al contrario, son ellos las principales víctimas de esto, y es la policía y la política de baja estofa la principal complicada en estos actos que a veces se intenta defender.
Esto se hace a veces desde una postura romántica, de defensa de un inexistente "bandolerismo social", pero otras desde un supuesto teórico nefasto, que consiste en sostener el reemplazo de la clase trabajadora como sujeto de cambio por los "excluidos"o los "marginados", y que supone a la violencia social como el método de lucha y de expresión del lumpenaje revolucionario. No vamos a discutir esto porque no vale la pena perder el tiempo discutiendo estupideces. Es discutible la capacidad de la clase trabajadora de cambiar la sociedad, o por lo menos de cambiarla en base a ciertas planificaciones con la escuadra del marxismo de machete escolar, pero no es sensatamente discutible que para tener un papel en la disputa de la dinámica de clases de una sociedad hay que formar parte de un proceso social de masas, y ser capaz de generar un proyecto de confrontación social y política en vez de una autodestrucción a pedir de boca del sistema.
LA REDISTRIBUCIÓN DEL INGRESO
Si la política de la mano dura disfraza una situación de mantenimiento y profundización del status quo con el pretexto de disciplinar la sociedad, también es importante señalar que, mientras no empiecen a revertirse las condiciones sociales generadoras de la violencia cotidiana, la derecha portadora de ese discurso lo va a tener siempre a mano.
Cuando hablamos de las condiciones sociales, de las causas socioeconómicas de la violencia, estamos refiriéndonos a conceptos obvios para las ciencias sociales y para los militantes políticos, pero atrozmente extraños para grandes masas de la población, que asumen con naturalidad que sólo la dureza represiva y penal puede solucionar la crisis de "inseguridad". Se pudo escuchar, especialmente en los medios radiales, donde impera la más absoluta impunidad para decir prácticamente cualquier cosa, que antes los niños iban solos a la escuela, jugaban en la calle, vivían en una especie de paraíso terrenal, una Argentina tranquila y bucólica, mientras que ahora eso es imposible por el acecho de los delincuentes. Ahora bien, quienes hablan de esa infancia feliz son infelices que, como mucho, vivieron su niñez en los años 50, la época de los bombardeos en Plaza de Mayo, de golpes y dictaduras, de proscripciones y conflictos y, posteriormente, de Terrorismo de Estado y otros componentes infaustos de nuestra historia reciente. No era un país tranquilo, aunque se pudiera cruzar la calle sin mirar. Lo que en realidad añoran, es exactamente lo contrario de lo que declaman, y cuya reversión buscó y consiguió la imposición del neoliberalismo: una distribución del ingreso más justa que la actual, una mayor participación de los asalariados en el PBI, una sociedad más equilibrada socialmente gracias, principalmente, a la política económica y social del primer peronismo. Esas condiciones sociales (que los jóvenes militantes del 70 juzgaban insoportables y lo eran, sólo que comparadas con las actuales parecen paradisíacas) eran también injustas y fruto de la formación económico-social del capitalismo dependiente, pero aun eran claramente diferentes de la latinoamericanización de nuestra sociedad contemporánea. Lo que estamos viviendo es un país que pasó de casi un 50 % de participación del ingreso de los trabajadores en el PBI a menos del 25 %, un país que en cuestión de años cayó de una ocupación a pleno de la población económicamente activa a una desocupación, pobreza e indigencia que se convierte velozmente en estructural y con riesgo a tornarse irreversible en el curso de la próxima generación, por la gran degeneración de las condiciones de vida de amplísimos sectores. No por casualidad, los mismos de los que proceden la mayoría de los delincuentes y también, y esto no es un dato menor, de los policías.
Aquella Argentina donde se podía abrir la puerta para ir a jugar tenía mecanismos de redistribución de la riqueza que no llegaban ni por asomo a ser socialistas pero que bastaban para evitar la guerra civil social que caracterizaba, ya en aquellos años, a otras sociedades de América Latina. La ausencia de esos mecanismos provoca que, paradójicamente, la única e informal manera de redistribuir una pequeña porción del ingreso a los sectores más postergados sea el robo y otros delitos más o menos violentos. La otra es la mendicidad, aun cuando se la disfrace de ayuda social o de trabajo, como la recolección de cartones y restos de los desperdicios de los que más tienen. Ambas, formas de degradación de la dignidad humana. Ambas, castigadas por la derecha discriminatoria y rastrera que, como Macri, ni siquiera quiere perder una ínfima parte del negocio de la basura.
Sin embargo, y a pesar de la campaña incesante de los medios de derecha (que no es de ahora, sino que viene desde el mismo final de la dictadura), el impacto de esta redistribución delincuencial de la riqueza es mínimo. Hace poco se publicó con bombos y platillos que en poco más de 100 secuestros extorsivos cometidos en los últimos ocho meses, se pagaron rescates por algo más de 3 millones de pesos. Una cifra realmente pobre comparada con los 20000 millones de dólares que los bancos se agenciaron de un plumazo con la devaluación y pesificación compulsiva del gobierno de Duhalde, y ni hablar de las hipertrofiadas ganancias de los beneficiados por la Convertibilidad. Y muy posiblemente ese dinero no vaya a los sectores de mayor necesidad, sino a aquellos que mantienen lazos con las fuerzas de seguridad del Estado, pues la infraestructura del secuestro no está al alcance de cualquiera. Una banda no se capitaliza para pinchar teléfonos robando las carteras de las viejas.
Por otra parte, no es de despreciar como un elemento importante en la percepción de la violencia social el pánico que las clases privilegiadas de las sociedades latinoamericanas suelen sentir de las consecuencias sociales de su acumulación escandalosa de riqueza. Cuanto más se asemeja la distribución de la riqueza y la estructura socioeconómica de la Argentina a la de otros países de América Latina, más se parece también la percepción que, tanto desde abajo como desde arriba, se tiene de la extraordinaria asimetría entre los niveles de vida de una porción de la población con respecto a la otra. El desprecio y el resentimiento se expresan de diferentes formas, pero la injusticia también genera miedo en quien disfruta de sus consecuencias. Ese miedo, en manos de quienes manejan los hilos de la sociedad, sólo se traduce en odio y violencia, en más injusticia. El miedo de la burguesía no resulta sólo en encerrarse en los barrios privados y contratar miles de agentes de seguridad, sino en crueldad egoísta: mano dura acá, escuadrones de la muerte allá, o mejor dicho, mano dura y escuadrones de la muerte aquí y allá.
A pesar de la respuesta despiadada de la derecha y de la sensación interesada de que estamos ante una guerra social, aun estamos lejos, y mucho, de los niveles de violencia de otros lugares de nuestro continente. Los poco más de cien secuestros de Buenos Aires palidecen frente a los más de 3000 que se produjeron en Colombia en el 2000, y los homicidios son menos que las muertes en accidentes de tránsito, y no llegan ni por asomo a los 50 muertos por fin de semana en Caracas, o los casi 10000 que hubo en Sao Paulo (la única ciudad sudamericana mayor que Buenos Aires) en 1998. Ni hablar de los 38000 asesinatos cometidos en Colombia en 2001. Dirán que se trata de un país en guerra civil, pero de ese total, sólo el 12 % corresponde a muertes en enfrentamientos armados entre la guerrilla y las Fuerzas Armadas o los paramilitares. El resto, es violencia social, o sea, "inseguridad". En toda la Argentina de la inseguridad, apenas llegamos a poco más de 2000 en el curso de 2003. Comparando Buenos Aires con otras capitales latinoamericanas, la tasa de homicidio es sorprendentemente baja, alrededor de 5 cada 100.000 habitantes. Muy lejos de Rio de Janeiro (55) o Medellín (280).
Vamos llegando así al meollo del problema. ¿Por qué, si el problema de la violencia social de nuestro país no llega ni por asomo a las cifras y la intensidad de sociedades que, a fuerza de balas y miseria, se han acostumbrado a semejantes índices, los sectores que se ven a sí mismos como víctimas privilegiadas de esa situación reaccionan con tanta fuerza y son tan proclives a ser manipulados en ese sentido? O, en otras palabras: ¿qué defienden los Blumberg?
En sociedades con niveles altísimos de violencia y marginalidad, como la colombiana o la brasilera, las relaciones entre la clase dominante y los sectores marginalizados se basan básicamente en la separación territorial de los excluidos, favelados y etcéteras con que se denomina a los pobres que ya ni siquiera tienen para vender su fuerza de trabajo, y en las masacres indiscriminadas de delincuentes definidos por su adscripción social. La Argentina, a pesar de todo, esta lejos de eso, pero va en camino si no se empieza a revertir con rapidez el cuadro socioeconómico que nos dejó una década de neoliberalismo rapaz. Al instalar fuertemente la sensación térmica que impera en esas sociedades sin haber llegado a la temperatura real, no sólo se justifican políticas represivas y discursos políticos reaccionarios o protofascistas, sino que se establecen mecanismos preventivos de esa futura realidad. Y aquí es donde el discurso de Blumberg empieza a tener una racionalidad distinta de la mano dura a que estamos acostumbrados, que, como señalamos antes, no apunta a más que a reafirmar lo que ya existe y a profundizarlo. Blumberg, de alguna manera, no es un advenedizo como Ruckauf, es un legítimo representante de la Argentina de pedigree. Y piensa como tal.
Esto último significa que los reclamos de quienes se sienten dueños del país, como sector social y ya no como meros intereses empresarios o de las corporaciones que representan, empiezan a ver que las cosas se le van de las manos, que ya ni siquiera pueden confiar en la clase política y en las fuerzas del Estado a quienes encomendaron el monopolio de la fuerza, y que el país necesita una reforma institucional que lo reencauce antes que se desboque la negrada, lo cual incluye desde el último cartonero hasta el jefe de policía (¿o alguien vio a un Blumberg alistándose en la policía bonaerense?). Hacia allí apuntan los últimos reclamos, la insistencia en el trabajo (diríase que hay una obsesión por el trabajo de sol a sol y gratuito, al mandar a trabajar a los presos, a pintar paredes a los piqueteros, etc.), la obsesión por la rapidez, puntualidad y eficacia de un Estado que, a decir verdad, no fue sólo desarmado por el neoliberalismo sino, además y muy especialmente, inutilizado, y el pedido de control ciudadano. Este último punto es importante, pues este control ciudadano se refiere a lo que autodenominan la gente decente, o peor aun, la sociedad. Quizá, en forma embrionaria, lo que quieren significar es que hace falta una roussoniana (en sentido negativo) vuelta a las fuentes, a un Estado que garantice el dominio de clase y las condiciones vivibles para la cotidianidad de la gente decente sin tener que confiar en mafias institucionales que, progresivamente, se han vuelto incontrolables. Si la militarización y utilización de métodos delincuenciales por parte de las policías era lícito en la dictadura para acabar con los subversivos, y la impunidad como premio posterior por los servicios prestados fue necesaria, la autonomización de las organizaciones paraestatales e intraestatales de corrupción y criminalidad comenzó a salpicar a sus mentores, mientras la clase política hace lo propio y, lo que es peor, demuestra inutilidad en controlar el país. Blumberg, empresario, descendiente de alemanes (pueblo ordenado y trabajador, incluso para el exterminio), bien formado, padre de un hijo cruelmente asesinado cuando tenía un brillante provenir por delante
[3], parece ser el individuo indicado para expresar esta situación: la clase política, la institución judicial y las corporaciones armadas del Estado deben volver al contrato socioeconómico original, asegurando el proyecto de dominio de las clases pudientes y hacendosas que construyen la economía del país, y cumpliendo sin desbordarse su función, impidiendo que los coletazos de la debacle social vuelvan insegura la vida de los contratantes.
Quizá Blumberg no lo siente así, y mucho menos los miles de portadores de velas de clase media que llenan sus convocatorias. Pero así lo empiezan a plantear, después de pasado el sofocón de diciembre de 2001, los dueños de la sociedad argentina. El mensaje entre líneas es que los políticos como Kirchner, e incluso Duhalde, deben entender quién les presta el poder que disfrutan. Como antes lo hicieron los militares, una vez utilizados para acabar con el demonio del marxismo.
LAS CONSECUENCIAS IMPENSADAS DEL 19 DE DICIEMBRE
Ahora bien, todas estas elucubraciones responden al pensamiento y la estrategia político-social de sectores muy minoritarios de nuestra sociedad, habituados a moverse en un mundo de exclusión social al revés, que ven la calle como un territorio ajeno y a la política como un mundo sujeto a su dominio indirecto, a través de un juego de lobbys y presiones no siempre visible y algunas veces poco disimulado, en la que no pueden incursionar de modo directo (o sea a través del voto) desde las épocas de la República oligárquica y del fraude patriótico. ¿Cómo es que llegan a convocar a multitudes y a utilizarlas como arma política?
Posiblemente la respuesta pasa por ensayar una interpretación diferente de la que hizo la izquierda y la militancia popular en general de los sucesos y parte de los protagonistas del 19 y 20 de diciembre. El sector que ahora se moviliza atrás de Blumberg no es, claramente, la clase trabajadora ni los sectores que, como dijimos más arriba, son a la vez víctimas y protagonistas de la "inseguridad". Es básicamente aquella clase media que, también, salió masivamente con la cacerola en aquellas jornadas de diciembre. Aclaramos rápidamente que los fenómenos no son iguales ni simétricos, pero que tienen un factor en común.
Las jornadas que provocaron la crisis institucional sin precedentes que hizo caer a De la Rúa y provocó una sucesión de presidentes y una etapa de fragilidad política y económica cuyos coletazos aun se sienten, fueron fruto de una combinación de factores político-sociales y económicos que se combinaron de una forma extraordinaria en una única y articulada coyuntura. El 19 de diciembre de 2001 la estrepitosa inutilidad del gobierno de la Alianza, la voracidad de los sectores del poder económico que disputaban la hegemonía de la previsible salida de la convertibilidad, la ilegitimidad de la clase política en su conjunto, la espantosa exclusión y marginación de las mayorías populares y la confiscación forzosa de los ahorros
[4], más la avidez de poder de algunos conspiradores de ocasión que la vieron propicia, se combinaron en forma letal para provocar el cataclismo largamente anunciado. La desesperación de los pobres que se vieron repentinamente sin ni siquiera los pocos pesos del cirujeo para paliar el hambre, más algunas operaciones de los servicios y de aparatos políticos operantes en el conurbano, se tradujo en una ola de saqueos masiva que alcanzó incluso los barrios más pobres de la capital. La movilización de las clases medias (y aun parte de las altas[5]) frente a la restricción del uso de dinero y la expropiación de los depósitos fue atizada por el anuncio del estado de sitio por el increíblemente estúpido gobierno De la Rúa, pero sobre todo por el miedo al desborde de un escenario insostenible: el gobierno no sólo los sometía a una situación económico-financiera intolerable, sino que no era siquiera capaz de contener el hambre de los pobres, que se venían encima de los más pudientes. Y estalló el cacerolazo, movido por fuerzas y motivaciones heterogéneas, disímiles, inconciliables, pero confluyentes en un único momento histórico, en la tenaza monumental entre la indignación de los decentes y no tanto y la desesperación de quienes se lanzaban al saqueo de los supermercados y comercios del Gran Buenos Aires.
No es el objetivo describir lo que todos conocemos ni zanjar la discusión entre las diversas interpretaciones del momento (la conspirativa, la espontaneísta y la insurreccional, por tipificar las más comunes), sino mostrar la complejidad social de la coyuntura e intentar ver cuáles son sus diferentes ramificaciones hasta el día de hoy. Pero el desarrollo de los acontecimientos inmediatamente posteriores pusieron el acento en una versión quizá demasiado optimista de lo que pasó, abonada por el surgimiento de poderosos y novedosos movimientos, particularmente el de las asambleas populares. Estas interpretaciones posiblemente pusieron demasiado énfasis en el accionar de una porción de la sociedad, focalizado en sectores de las capas medias, y dejaron de lado otros. Es posible que esos otros, particularmente en esos mismos sectores medios, sean los que ahora vuelven a manifestarse y darle esa potencialidad movilizadora a la cruzada de Blumberg y la derecha.
Expliquémonos mejor. Mientras el Partido Obrero (por poner un caso) defendía en el Foro Social Mundial de Porto Alegre la existencia de una situación revolucionaria en la Argentina
[6], un sector de la difícilmente definible clase media argentina (porteña y de la zona norte en particular) descubría el poder de la movilización, que no experimentaba desde las manifestaciones de la civilidad gorila en la década del 50. La diferencia estriba en que aquellas tenían un carácter político claro (el antiperonismo), se reconocían en un enfrentamiento clasista definido, formaban parte de una coyuntura histórica cualitativamente diferente y, principalmente y a los efectos de lo que planteamos, era claramente superada en número por la movilización de los trabajadores que expresaba el peronismo. Sin embargo, el 19 de diciembre salieron con la cacerola tanto quienes participaron de las protestas contra el menemismo durante todos los noventa, como quienes añoraban esos años dorados del 1 a 1. No todos protestaban contra las consecuencias de la política neoliberal, muchos (quizá más de lo que quisiéramos) lo hacían justamente porque los beneficios (reales o aparentes) de aquella para vastos sectores medios se habían acabado. Y por miedo, no al estado de sitio, que quedó velozmente superado por los acontecimientos, sino a los desbordes de la masa marginada por aquella política y que se arrojaba como un nuevo "aluvión zoológico" sobre los comercios de la gente decente. Esto último, sin embargo, no se expresó en forma de gorilismo, sino en contra de la inutilidad del gobierno (y de los políticos en general) que no eran capaces de contener esta situación[7]. No está de más recordar que, antes que los partidos de izquierda y la mayoría del movimiento de asambleas hicieran suyas y reinterpretaran a su particular manera el "que se vayan todos", ese todos era concluyente y amplísimo, e incluyó a las Madres de Plaza de Mayo la noche del 19 en la plaza (su plaza) y a las menguadas columnas de los partidos de izquierda el 20, en medio de los enfrentamientos con la policía.
Ese sector de clase media, como sostuvimos en otra ocasión
[8], descubría la calle, el poder de la movilización, y pretendía que su movilización era diferente de la de los políticos y los vándalos (o sea, entre otros, los piqueteros y "los de los derechos humanos"), por ejemplo. Ahora sí era el pueblo el que se manifestaba. Gente que había vivido durante cincuenta años a espaldas de los acontecimientos políticos de la Argentina, para la cual la dictadura no era más que "la época de los militares", y la lucha armada de los 70 no era otra cosa que "la subversión", se postulaba como la única dueña de la legitimidad de la salida a la calle de la gente, trasmutada de acuerdo a las conveniencias y las circunstancias en pueblo. Asumían así acríticamente el discurso del poder, quizá en forma inconsciente, pero las más de las veces sin pruritos por hacerlo pues, en lo más íntimo de sus pensamientos, no aspiraban a otra cosa que a "pertenecer" a ese mundo esquivo de la alta burguesía que fue el sueño irreductible del ascenso social.
Por supuesto, no podemos reducir la extraordinaria movilización social de aquel entonces a una manifestación de este sector social, pero tampoco podemos desconocerlo, porque es más importante que lo que la mayoría de los análisis políticos y sociales sobre el momento reconoce. Tanto que esa misma gente, que hasta pudo haber llegado a aplaudir a los piqueteros cuando pensaba que corría peligro de llegar a caer hasta ese estado intolerable de desgracia social, y habiendo recuperado la confianza en la vía del ascenso social y el disfrute de los beneficios del "trabajo decente", se vuelve a manifestar con extraordinaria potencia frente al riesgo de perder la vida o la riqueza recuperada por la inseguridad. Inseguridad que es más una sensación que una realidad, pero que desata todos los fantasmas de esa condición de clase. Nuevamente, el reclamo se dirige a la clase política, para que se ponga al servicio de la gente, que ya no es sencillamente la gente sino la gente decente, y cumpla con su trabajo, asegurando su protección para el disfrute de la recuperada sensación de bienestar. Y esa extraordinaria convocatoria es, también, junto con los restos de las asambleas, junto a los piquetes, a las fábricas recuperadas, un aprendizaje del 19 y 20 de diciembre.
De esta manera, Blumberg y los exponentes de la cultura reaccionaria de vastos sectores de la sociedad no se apoyan solamente en una campaña mediática, sino que lo hacen en un sujeto social existente y en una experiencia política reciente, haciendo política en nombre de la antipolítica.
Y, mientras tanto, muchos de nosotros seguimos pensando la política en los términos de un país de fantasía que sólo existe en nuestras mentes. La Argentina del 20 de diciembre reaccionó efectivamente contra el neoliberalismo, fue capaz mediante una extraordinaria jornada de movilización y de decisión popular de voltear como un muñeco a un gobierno débil y oligofrénico, le puso mediante ese acto límites claros a la política de expoliación desenfrenada de las clases dominantes, cebadas en la década menemista, y arrojó a la arena social a nuevos y potencialmente poderosos movimientos sociales y políticos. Pero eso no fue todo, y además, no pudo trascender ese momento: los sectores populares no recuperaron a pesar de todo eso una conciencia de sí mismos, mucho menos lo tradujeron en un proyecto político popular y aun menos en organización. Apenas se pudo negar la agenda de la derecha por un espacio de tiempo de dos años, y hacer posible el acceso al gobierno a un presidente que interpretó ese contexto y emprendió acciones coincidentes con algunas partes del discurso resultante de ese momento histórico
[9]. No es poco, pero justo es reconocer que ese contradictorio nudo histórico se manifestó también de otra manera, enseñándole a lo peor de nuestra pequeña burguesía a expresar sus aspiraciones y dejarse usar por quienes pueden usarlos.
Y lo peor de todo es que, a diferencia de los años cincuenta, se sienten mayoría, y nos lo hacen sentir tiñendo de su sentido común limitado, mediocre y protofascista incluso a nuestras clases populares.
Posiblemente, esta interpretación de los acontecimientos actuales no sea la más acertada. Esta dentro de las posibilidades y por eso lo ponemos a discusión. Pero si no debatimos sobre la base de lo que la realidad nos demuestra y seguimos pensando en base a entelequias y presupuestos, pensando al sujeto popular en términos que sólo se encuentran en nuestra imaginación, soñando un proletariado revolucionario donde hay una masa trabajadora temerosa de dejar de serlo, con una mayoría de desocupados que mira con recelo a la minoría de ellos que se organiza en los distintos movimientos de piqueteros, no vamos a ningún lado. O soñando que las asambleas populares representan o representaron a todo aquello que se movilizó en los cacerolazos masivos, o que el 20 de diciembre se manifestó una construcción de contrapoder anticapitalista en el sentido de los movimientos antiglobalización, y desconociendo que en vez del anticapitalismo, vastos sectores se movilizaron en la añoranza de lo peor del neoliberalismo, estamos mal parados frente a la historia. Porque efectivamente, hay grandes sectores de nuestro pueblo que experimentan todos los días nuevas formas de resistencia a su asfixiante realidad cotidiana, que necesitan imperiosamente un medio de expresar sus aspiraciones y de modificar sus agobiantes condiciones de vida, que quieren algo mejor para nuestro país y que rechazan todas aquellas manifestaciones autoritarias, clasistas y discriminatorias que Blumberg expresa. Pero flaco favor les hacemos intentando hacer política del modo en que Don Quijote y Sancho Panza quisieron gobernar la ínsula Barataria.
Andrés Ruggeri
1 de mayo de 2004



[1] Pareciera que la conciencia de que raramente se pueden dar ese lujo acrecienta su voluntad de aprovecharlo a fondo. Salvando las distancias, es lo que viene haciendo Bush con los muertos del 11 de septiembre.
[2] Es decir, de los aparatos partidarios que importan, el PJ, la UCR y algunos partidos provinciales con capacidad de dominio territorial.
[3] Como señala J.P. Feinmann en Página/12.
[4] Tanto los legítimos y esforzados de miles de "ahorristas", peso sobre peso, como los espurios de los especuladores financieros, aunque ninguno de los peces gordos, convenientemente puestos sobre aviso.
[5] Como el cacerolazo en la casa de Cavallo, en pleno Recoleta.
[6] Y actuaba en consecuencia, lanzándose a la disputa por el control de los organismos de pretendido doble poder (asambleas, movimientos de desocupados y fábricas recuperadas), acabando de ese modo con cualquier posibilidad de que estos expresaran algún tipo de poder. Para no cargar las tintas en ellos, señalaremos que esta conducta demencial fue compartida por la casi totalidad de las organizaciones de izquierda, en especial la trotskista, que compitieron en habilidad para "dirigir" la movilización y reducirla en consecuencia a la más mínima expresión posible.
[7] En ese sentido, el reclamo de Blumberg se asemeja, aunque ya es más claro y no oculta el clasismo y racismo de sus conceptos.
[8] "El fin de la ilusión: la movilización de la clase media y la política", escrito en febrero de 2002 y publicado en varios sitios web.
[9] Y además por un pelo, muy cerca estuvimos de un ballotage entre Menem y López Murphy, cuya sola posibilidad dio motivo de entusiasmo a los agentes de Bolsa.