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Argentina: La lucha continúa

El gran prestidigitador

Hernán López Echagüe

Su capacidad para sumergir a buena parte de la sociedad y del periodismo en un contínuo estado de embelesamiento muy parecido a la catalepsia, es magnífica. Basta contemplarlo unos instantes y entonces las personas dejan de escuchar, apenas oyen; pierden el atributo del raciocinio, tan sólo contemplan; en su cerebro se difumina la facultad del movimiento, y entonces reptan; dejan de actuar y se convierten en meros espectadores de una obra amena y vertiginosa, donde ocurre lo que no sucede, donde sucede lo que él asegura no ocurre, y que tiene a la mitad de la población del país como extras mal pagos y desechables que estropean el paisaje. Su arma, como en Quevedo, es la hipérbole: aumenta o disminuye en demasía, según los soles, la verdad o veracidad de aquello de lo que habla. Disfraza y enmascara. De pronto bordea la mentira.
El gran prestidigitador clama una y otra vez: no pagaremos la deuda externa a costa del hambre de los argentinos; luego gira tres mil millones de dólares al FMI, el veinte por ciento de las reservas del país, y los espectadores, víctimas del letargo, celebran sonoramente ese engaño camuflado de éxito. Entretanto, en los próximos meses, los millones de extras muy probablemente habrán de recibir, como todo fruto del provechoso acuerdo, ajustes, recortes, caída del poder adquisitivo, desdén, congelamiento de salarios, aumentos en las tarifas de los servicios públicos.
Algunos intelectuales gastan palabras y posan para la fotografía en el hall de la Casa Rosada y sin rodeos, y acaso como melancólica prevención, informan al mundo que el gran prestidigitador no es peronista. De Perón, sin embargo, ha sabido adoptar sus mañas más abyectas. Por ejemplo, afirmar a los cuatro vientos que de modo alguno reprimirá las protestas sociales que han adquirido como metodología el piquete, y, simultáneamente, una y otra vez baja el pulgar condenándolos al desprecio, la discriminación y el afán de aporreo de una clase media cínica y de las patotas de D´Elía, su Lorenzo Miguel de los desocupados. Dicho de otro modo: yo no reprimiré, que a semejante tarea bastarda se entreguen los sectores de la sociedad que gracias a mis artilugios e hipnóticos juegos de manos han caído en la treta. Su habituación a caer en puestas en escena dignas de Gené, es asombrosa. ¿Este es el bastón de mando?, y bueh, qué sé yo, lo hago girar para acá, lo hago girar para allá. ¿Los piqueteros quieren hablar conmigo?, pues que vengan a la Casa Rosada, con ellos me sacaré varias fotografías y les prometeré bienestar y apoyo estatal a todos sus emprendimientos. ¿El padre de Darío Santillán quiere verme?, pues que venga, también los fotógrafos, y le prometeré investigar hasta las últimas consecuencias el asesinato de su hijo y también el de Maximiliano Kosteki. Yo soy uno más de ustedes, no firmo papeles con lapiceras lujosas, uso birome BIC que extraigo de un bolsillo interior de mi saco abierto y enseño, con una sonrisa pícara, a los fotógrafos. ¿Usaba birome BIC cuando, en Santa Cruz, firmaba decretos o proyectos de ley que favorecían los intereses de las empresas petroleras y pesqueras?
Claro, cuenta con la atolondrada complicidad de los medios de comunicación que, incurriendo en un deplorable abuso de confianza, suelen autotitularse progresistas o comprometidos con la realidad, y de aquellos dirigentes de una pseudoizquierda agradable a la derecha.
En ocasiones, el gran prestidigitador pierde la compostura y su actuación cae en un despeñadero. Entonces afloran rastros de su esencia: joven militante de la ortodoxia peronista en los setenta; dichoso abogado que durante la dictadura logró reunir una fortuna calculada por él mismo en cuatro millones de dólares; gobernador sureño que aplaudió y promovió la privatización de las reservas de gas y petróleo en su provincia. Le ocurrió, por ejemplo, el 19 de diciembre de 2003. Ese viernes, la potencia del alma del prestidigitador naufragó. Quizá puso los piés en polvorosa. Tal vez procuró reparo en la hipocresía, acaso en una descarada conveniencia política. Sí, porque en los políticos el intrincado y majestuoso mecanismo de la memoria no actúa conforme los impulsos del alma, como habitualmente sucede a toda criatura común y ordinaria. La memoria, para ellos, es un mecanismo de relojería sobre la que poseen el don de manejarla a su gusto y antojo. Nuestro ilusionista olvidó, entre tantas otras cosas, que dos años atrás él y muchos de sus secretarios y ministros aguardaban con ansia el desmoronamiento de De la Rúa; olvidó que a causa de los sucesos de diciembre de 2001, de las muertes, del caos azuzado por sectores de su benemérito Partido Justicialista, ahora ocupaba el solio de la Casa Rosada.
En tanto miles de habitantes de Entre Ríos, Rosario, Buenos Aires, Córdoba, Tucumán y otras ciudades y provincias del país, personas memoriosas y por tanto subversivas, comenzaban a recordar a viva voz la suerte corrida por las tres decenas de personas asesinadas dos años atrás, el buen hombre y su mujer, Cristina, acorde a las circunstancias humanas e históricas, almorzaban con Mirtha Legrand en un hotel de El Calafate, de cara a peñascos y montañas de hielo: carpaccio de choique (pequeño ñandú); quiché de centolla con ensalada de langostinos; trucha ahumada con salsa de cítricos y guarnición de verduras al vapor. Luego, sorbete de melón y menta para encaminar el paladar y domesticarlo para el gozo de las frutas compotadas. Entre bocado y bocado, entre sorbo y sorbo de champán, ensayó otro plausible acto de ilusionismo: redujo el índice de desocupación en el país elevando a la categoría de empleo, como un avezado alquimista, los dos millones de subsidios que denominan Plan Jefes y Jefas.
Enorme su gesto; perezosa su memoria. Podría, por qué no, haber dedicado en cadena unas palabras a los familiares de las víctimas de aquellas jornadas. Podría haber permanecido en Buenos Aires; podría haber difundido, a través de sus diligentes Fernández, alguna postura u opinión. No, nada de eso, y todo lo contrario. Pagó a Legrand el traslado en avión desde Buenos Aires hasta Río Gallegos; luego, de allí, en un helicóptero de Gendarmería, la depositó en El Calafate.
La noche anterior al almuerzo, la del dieciocho, recibí una breve y sustanciosa reflexión del Colectivo Situaciones titulada "Aquel diciembre ... A dos años del 19 y 20". Leí: "(...) contamos también con realidades firmes: la dignidad alcanzada por los movimientos sociales radicales. Sin ir demasiado lejos, toda la discursividad del gobierno actual no hace sino trabajar al interior de esta legitimidad, de esta dignidad, para anunciar desde allí que estos movimientos fueron muy importantes, pero hoy ya no hacen falta. La política vuelve y se nos dice que esto es motivo de fiesta. En nombre de esa vuelta de la política las personas que han ingresado en procesos de politización radical son tratados como tropas de un ejército vencedor desmovilizado: gracias por los servicios prestados, ahora a casa (...) aquellos que articularon sus demandas a la organización de la lucha y aportaron a la inauguración de un protagonismo social inédito, son ahora subsumidos en la gran fábrica de la subjetividad capitalista actual: la in-seguridad. La paradoja está planteada: la política vuelve para despolitizar. Se trata ahora de apagar los fogones desparramados en todo el territorio. La política vuelve a pasar por la política: lo social debe despolitizarse, todo aquello que posee vida autónoma debe inmovilizarse ...".
Pero a no preocuparse. No sucede nada de lo que de veras está ocurriendo. En realidad, está sucediendo todo lo que uno supone que quizá pudiera ocurrir, pero no, no. Diríase que, para los millones de excluídos que alumbró el modelo económico que el gran prestidigitador supo apoyar graciosamente, nada por aquí, nada por allá.