Argentina: La lucha continúa
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Informe: Menores asesinados por la policía en Mar del Plata
Jóvenes fusilados en "la feliz"
sebastian hacher ((i))
1- Justo cuando estaban
por dar las 12 de la noche, el subcomisario Pablo Fabián Bianchi estacionó su
coche en uno de los laterales de la Plaza Moreno. Con él estaba Rosana Betina
Losco, que más tarde sería presentada en sociedad como su novia. Estaba por
comenzar la madrugada del 5 de Octubre del 2004, y el termómetro marcaba 7
grados de temperatura y 93% de humedad. Ese día, la ciudad de Mar del Plata se
había dormido temprano, porque los turistas todavía eran una promesa del futuro,
y los lugareños prefirieron esconderse del viento que corre en las cercanías del
mar. Los enamorados, en cambio, habían elegido esa plaza oscura, en un barrio de
la periferia de Mar del Plata, porque tenían mucho que hablar. Y, por lo menos
Bianchi, ni soñaba con bajarse del Fiat Palio que los cobijaba.
El día después, Bianchi dio su versión de los hechos. En su declaración
indagatoria, explicó que cerca de las cero horas pasaron por la vereda de la
plaza cuatro individuos, que por su contextura física parecían tener entre 18 y
20 años. Su actitud –Bianchi lo supo gracias al espejo retrovisor- "era
sumamente sospechosa", sobre todo porque no pararon de mirar hacia el coche,
hasta que sus siluetas se perdieron entre los árboles y las construcciones del
lugar.
Inquieto frente a la escena, Bianchi discutió con su novia. Le parecía
conveniente irse de allí, solamente para prevenir cualquier problema. Pero
Rosana no se rendía; le pidió fumar otro cigarrillo antes de irse, porque esos
jóvenes estaban bien vestidos y no tenían cara de andar en nada raro.
Siempre según los dichos de Bianchi, a los pocos minutos vieron sombras que se
deslizaban alrededor del auto. No eran fantasmas precisamente: una de esas
sombras se paró frente a la puerta del acompañante, que no tenía seguro, y otro
lo hizo del lado del conductor.
El subcomisario tenía su arma reglamentaria desmontada, guardada en el buche de
la puerta del conductor.
También tenía unos pocos segundos para actuar.
La puerta del lado de su novia se abrió. La sombra amenazante ahora era un joven
con un arma en la mano, que intentaba gritar más fuerte que Rosana, que estaba
al borde de la histeria. "Quedate quieta porque te mato", repetía el ladrón
exaltado.
Daba pequeños saltos hacía arriba, como un boxeador, mientras su arma permanecía
fija apuntando a la mujer.
2 - Fue apenas una fracción de segundo. Así lo narra el subcomisario
frente al fiscal: con la mano izquierda montó la pistola, y con esa misma mano
corrió a su amada de la línea de fuego, empujándola hacia atrás. Con la derecha
empuñó el arma, y el primer disparo que hizo le dio justo en el medio del pecho
al asaltante. El joven –que tenía 14 años y llamaremos Daniel- cayó de espaldas
contra el piso. A todos les pareció que lo hacía en cámara lenta.
Todavía quedaba uno más, tratando de abrir la puerta del lado del conductor. A
Bianchi se le encendieron todos los reflejos, y se dio vuelta para mirar a su
agresor, "esperando que reaccionara y me tirara un tiro". Pero la silueta que
veía a través del vidrio empañado, estaba ocupada tratando de abrir la puerta, a
pesar del seguro, y a pesar del tiro que acaba de poner a su cómplice fuera de
combate.
Preventivamente, el policía decidió hacer otro disparo, ahora contra la
ventanilla cerrada, apuntándole al bulto negro que aferraba la manija del coche.
A la escena que siguió, la vio en cámara lenta. "Los vidrios se estallaron...no
terminaban de caer más" explicó durante su declaración. Y mientras caían, vio
que la silueta que estaba de su lado "giró para fugarse". Y que mas allá, las
otras dos personas corrían por la plaza, perdiéndose en la oscuridad.
Luego de sus novia bajó del coche. Estaba histérica y corrió a pedir ayuda. El,
en cambio, mantuvo la calma y, "por una cuestión procedimental", bajó con el
arma en la mano para terminar de tomar el control de la situación. El joven que
estaba de su lado y que segundos antes había visto girar para escapars, había
caído al piso, presuntamente herido. Estaba "como cuerpo a tierra", e intentaba
alejarse arrastrando su existencia por el asfalto.
El policía caminó hacía atrás del vehículo, desde donde podía contemplar todo el
escenario al mismo tiempo. Desde allí vio a su primer agresor, el de 14 años,
que de a ratos intentaba incorporarse para alejarse del lugar. Recuerda Bianchi
que el joven "caminaba como borracho", y que cuando le gritó "policía, levantá
las manos", sólo recibió como respuesta "me quiero ir, llamá a una ambulancia".
Nadie parecía obedecerle. Había que imponer autoridad, así que tiró dos tiros al
aire: era la mejor manera de hacerles saber quién controlaba la situación. Luego
llegaron los primeros testigos, sus compañeros y un montón de peritos que se
pusieron a trabajar en el lugar.
El segundo herido, que según la declaración de Bianchi había intentado abrir la
puerta del conductor, se llamaba Claudio Javier Díaz. Tenía 16 años recién
cumplidos. Según la versión oficial, la bala que salió por el vidrio del coche
le entró por la ingle, y quedó alojada entre los intestinos. Con ese cuadro,
entrando al hospital, Claudio alcanzó a decirle a una vecina que le avise a sus
padres "que él no había robado nada, que no tenía nada que ver".
Pocos minutos después, ambos jóvenes morían en la sala de operaciones.
3 - Alicia tiene 45 años, es evangelista, trabaja haciendo limpieza en
casas de familia, y cocina esas milanesas que solamente las madres saben hacer.
El último domingo, luego de comprobar las bondades de su cocina, recorrimos
juntos las callecitas peatonales del Barrio Centenario. Es una zona de
monoblocks, con cientos de edificios iguales a sí mismos, donde el ritual de ir
de un lado a otro es una aventura para el recién iniciado. Porque si la mala
fama del barrio amedrenta a los foráneos, el peligro real es, en cambio,
marearse en las innumerables peatonales que sólo se conocen a fuerza de años de
caminar. Y Alicia es toda una experta en ese arte. Con porte de matrona dulce,
atraviesa jardines, dobla por pasillos pequeños, saluda a los vecinos y me
indica por donde tendría que volver de quedarme sólo en ese laberinto.
"Todos los domingos – me dice- éste era el camino para mi esparcimiento". Al
final de la senda está la cancha donde juega Alvarado, el club de fútbol del que
es fanático todo el barrio. En las inferiores de ese club, hasta hace poco
jugaba Claudio Javier Díaz, su hijo.
Hoy es la primera vez que Alicia pisa un club desde que Claudio murió bajo una
bala policial. Y lo hace sola, porque su marido prefiere ocupar los fines de
semana trabajando de albañil, quizás para tratar de amortiguar el recuerdo esa
ceremonia familiar repetida todos los domingos. (1) Antes, era un padre capaz de
cruzar Mar del Plata en bicicleta, para no perderse las gambeteadas de su hijo
menor.
4 - El 6 de Octubre, un día después de los hechos, el Oficial Principal
César Giménez escribió en particular prosa:
"Por averiguaciones practicadas por el personal de la Delegación de
Investigaciones DDI, se pudo establecer que el menor causante Daniel...
registraba antecedentes judiciales por los delitos de robo calificado, tentativa
de robo calificado, abuso de arma, robo y resistencia a la autoridad...siendo
aprehendido en el presente año en reiteradas ocasiones por registrar Capturas
Activas, con reiteradas fugas de Institutos...Y con relación al menor causante
Díaz Claudio Javier, es menester hacer constar no se le han constatado
antecedentes judiciales o delictuales que dejar constancia".
Las detenciones de Daniel en el último año sumaban seis. De ellas, una sola era
por robo: el resto eran por escaparse de institutos de menores, huidas por las
que se había convertido en uno de los tantos adolescentes prófugos de Mar del
Plata.
Las fugas de estos pibes -de entre 13 y 16 años- no son nada cinematográfico. No
hay túneles cavados con cucharas de café, tomas de rehenes espectaculares, o
rescates en manos de bandas armadas con fusiles y granadas.
Se trata, simplemente, de abrir una puerta. Cuando son detenidos por delitos
penales, muchos niños y jóvenes de Mar del Plata son derivados a la capital de
la provincia, la ciudad de La Plata. Todos tienen que pasar por la oficina de
Movimiento, desde donde son asignados a los distintos institutos de menores.
Algunos se fugan directamente desde la puerta de esa oficina, antes de entrar.
Otros se registran, comen algo y esperan la oportunidad para escabullirse sin
mucho cuidado, y cumplir la aventura de volver a Mar del Plata colados en el
tren.
Los celadores de Movimiento y los policías que hacen los traslados, generalmente
prefieren mirar para otro lado. "Elegí tu camino", fueron las últimas palabras
que escuchó de boca del policía que lo trasladaba uno de esos jóvenes, que no
dudó en tomar la senda contraria a vivir encerrado en un depósito de niños.
"Si te quedás -le dijeron a otro- te quedás a cumplir". Y todos saben lo que
significa cumplir: hacinarse en cárceles para niños, vivir el régimen de
pequeños presos, sin ninguna otra perspectiva que salir cuanto antes para volver
a la calle, con el solo recuerdo del látigo estatal grabado en la carne y en el
alma.
La otra opción es tratar de quedarse en Mar del Plata, esquivando los traslados
y el peligroso viaje de vuelta. Para no ser llevado a la capital de la
provincia, hay que declararse drogadicto, demostrarlo en los controles médicos y
lograr ser derivado a un centro de rehabilitación, donde la fuga se concreta
doblando el picaporte de la puerta.
Daniel había elegido la segunda forma de recuperar la libertad. Y cada vez que
fue detenido, se había ido directo a su casa, a pesar de que en otras fugas allí
lo habían ido a buscar. Como muchos niños y adolescentes de Mar del Plata,
estaba prófugo en su propio hogar.
5 - "Claudio no tenía ni un antecedente, y jamás le había faltado nada".
Alicia repite la frase y enumera los recuerdos del último día. Las milanesas con
puré que su Claudio había comido antes de salir para el cibercafé, el camino que
hizo para buscar la bicicleta en la casa de su abuela, el encuentro con los
pibes del barrio. Y después, el tiro, y las promesas del futuro desangrándose en
el piso.
Alicia trata de entender lo que pasó, pero no puede.
Y a decir verdad, nadie lo puede creer. Durante todo el velatorio de Claudio,
cuatrocientas personas desfilaron para despedirse del joven jugador. Eran los
que habían aplaudido sus gambetas y cañitos, sus centros precisos y mortales, su
capacidad para adelantarse y meter un gol casi desde la media cancha, para luego
volverse atrás a cuidar la ventaja que había conquistado. Estaban los que habían
saltado en las tribunas festejando alguna jugada inesperada, los pibes que
habían aprendido a pegarle a la pelota gracias a él, los que habían recibido
esos pases de gol, y también los que él solía retar cuando llegaban mal dormidos
a un partido.
Si en el barrio había heredado el sobrenombre de su hermano – le decían El
Abuelito- dentro de la cancha se había ganado uno que definía su personalidad:
El Gallito. Desde siempre lo había poseído la pasión por el fútbol, y todos
coinciden en que el físico lo acompañaba bastante bien. Incluso, con sus 16
años, ya había debutado en la 1ª de Alvarado, pero luego lo devolvieron a las
inferiores porque era el capitán en su categoría, donde lo sentían
irremplazable.
Porque El Gallito ordenaba el equipo, lo hacía funcionar. Y obligaba a todos a
soñar un poco, hasta a los que no estaban cerca. Emigrado en Canadá, su tío lo
vio jugar una sola vez, pero le alcanzó para apostar a convertirlo en un
profesional. Cada mes le giraba la plata suficiente para pagarse el gimnasio,
mantenerse al día con los botines y terminar la escuela, a la que Claudio, El
Gallito, iba de noche.
El plan y la disciplina que el adolescente disfrutaba tenía un objetivo: irse a
probar suerte en algún club de México, "salir de este barrio y este país" a
decir de su madre, y hacer carrera en un lugar donde su 1.75 de estatura se
podía cotizar muy bien.
6 - Con Daniel, el chico de 14 que murió con una bala en el pecho, la
situación era distinta. Había empezado a robar poco tiempo antes, y en el barrio
todavía comentan que fue "por no aguantar más el llanto hambriento de sus
hermanitos".
"Era un pibe muy chico, recién empezaba a crecer". Así lo definió uno de los
viejos ladrones del barrio Centenario, que recuerda con melancolía "como era
todo esto antes, cuando acá la policía no entraba, porque si ellos te corrían a
tiros, desde adentro tus compañeros respondían por vos". Son tiempos de los que
Daniel sólo conoció historias. Ahora, dice mi interlocutor, las épocas doradas
de grandes afanos son apenas una leyenda, y los que roban "son los pibes chicos,
que no tienen mucha experiencia en cómo hay que hacer".
Del niño muerto le quedó grabada una imagen. El estaba sentado en esas plazas de
cemento que aparecen irregularmente en frente a algunos monoblocks. Daniel
llegaba sonriente y algo agitado, trayendo en las manos una caja de cartón que
era más grande que su cuerpo. Adentro, había cajas mas pequeñas, todas llenas de
golosinas. El pibe había robado un quiosco con una pistola de juguete, y el
botín era una parva de cosas dulces con las que no sabía que hacer. "Ese día –me
cuenta y sonríe- le regaló chicles y caramelos a todos sus amigos del barrio".
Porque no por salir a robar, un niño de 14 años deja de ser lo que es: un niño
.Y eso se refleja en todos los aspectos de sus vidas, incluso hasta en las armas
que portan.
"Acá no es como Buenos Aires, –me explica el ladrón viejo- apenas se consiguen
revólveres, y no siempre de los que funcionan". Como una regla inapelable, las
peores armas siempre las tienen los más jóvenes. "A veces los pibes salen a
robar con cualquier cosa, desde pistolas de juguete hasta fierros viejos, que no
funcionan, de esas que solamente sirven para asustar, pero que acá te las cobran
como cien pesos".
Aquel 5 de Octubre, el perito balístico que participó del procedimiento, anotó
que cerca del cuerpo de Daniel había un revolver Calibre 32, con la culata
envuelta en cinta adhesiva negra, y con una particularidad: a simple vista se
notaba que no tenía el martillo necesario para disparar.
7 - El camino a la verdad a veces está lleno de policías con armas
largas. Lo comprobamos viajando en el coche que una fuente de la zona maneja más
nerviosamente que de costumbre. Es jueves, y está por estallar lo que luego
todos llamarían una "sangrienta interna policial", pero que por ahora es una
serie de asaltos violentos, con un saldo de tres muertos en una noche y todavía
ningún detenido. Nosotros entramos, con ese panorama, a un barrio oscuro,
recuerdo de una clase media que chapotea en la resaca de lo que no pudo terminar
de ser.
Atravesando ese territorio militarizado, nos encontramos con un adolescente de
17 años, al que llamaremos Alejandro. Es un chico que todavía no cambió la voz,
pero en sus ojos color miel muestra un dejo de dolor que todavía no logramos
descifrar. En el camino hacia un lugar seguro, quién maneja el coche lo hace en
forma todavía más nerviosa: ahora llevamos una carga preciada, ese joven al que
creemos portador de un testimonio clave, y que –para variar- también está
prófugo en su propio hogar.
8 - Fueron dos segundos eternos. Lo dice con mucha seguridad: "el que
quiso abrir la puerta del conductor fui yo". Remarca las dos últimas palabras,
porque quiere que todo esté bien claro. Me cuenta que tenían todo calculado. El
avanzaría por el lado del conductor, y su amigo tomaría la puerta del
acompañante. Tenía que ser rápido y efectivo, porque ninguna de las dos armas
servía para nada. Abrir, las puertas, agarrar lo que se pueda y escapar.
Durante el relato, su mirada se vuelve furiosa, como si volviera a revivir ese
instante mortal. Primero escuchó el disparo, y a Daniel, el chico de 14 años,
que decía ‘Ale, este gil me mató, este gil me mató’.
"Yo ya me había dado cuenta –explica- que la puerta del conductor tenía seguro.
Después de matar a Daniel, el tipo se dio vuelta y me miró. Fueron dos segundos
larguísimos. Sabía lo que tenía que hacer, porque mi compañero estaba muerto y
lo tenía que vengar. Pero no tenía balas, apretaba el gatillo y no salía nada.
Ahí el tipo me miró, no me olvido más. Y te juro que no, no estaba el vidrio
empañado ni nada, porque nos miramos a los ojos...él supo que yo estaba
dispuesto a matarlo. El tenía el arma con la mano derecha, se asustó y se tiró
para atrás, bien contra el asiento. No entendía porque yo lo miraba y no
disparaba...Ahí me di cuenta que tenía que correr. Me di vuelta y sentí un tiro
cerquita, y vidrios que se rompían. En ese momento tenés todos los sentidos
alerta, así que nunca me voy a olvidar como pasaban las balas cerca mío mientras
corría por el medio de la plaza. Nunca me voy a olvidar, porque tengo a mi
compañero muerto, y eso no se te borra nunca más".
Con respecto a donde estaba Claudio Javier Díaz, y a que rol jugó en el asalto,
Alejandro jura que el jugador de fútbol de 16 años no tenía nada que ver. "El
nunca salió a robar en su vida, él andaba en otra historia, con el fútbol y todo
eso. Nosotros lo conocíamos del barrio. Ese día nos lo encontramos de
casualidad, y cuando se dio cuenta de lo que íbamos a hacer se quedó parado como
a 10 metros del hecho. El tipo lo tiene que haber matado después de que me tiró
a mi, cuando salí corriendo, porque cuando me iba, Claudio estaba como
paralizado, mirando todo desde atrás. Lo mató de puro hijo de puta, eso te lo
puedo asegurar".
9 - Su mirada esta al borde del estallido. Tratamos de hablar de
cualquier cosa, concientes ambos de que lo más importante ya está dicho, y que
no queremos seguir dando vueltas sobre la muerte de su amigo Daniel. Me cuenta
de su vida clandestina, y de su intención de seguir robando aunque ya no tenga
más compañero.
No ve otra opción ni proyecto posible. Tiene que seguir. Como a muchos jóvenes
de su edad, las causas para ponerse un arma en la cintura le son difíciles de
explicar. Comienzan a veces por necesidad, pero pronto el robo se convierte,
aunque cueste entenderlo, en la única forma de sentirse alguien en la vida.
Condenados a la nada desperada, robar es lo único que les permite tener sueños:
salvarse o ser respetados entre sus pares.
Cuando lo dejamos en la orilla de su refugio, por primera vez creo que empiezo a
entender el significado de esta historia. Lo de Claudio, con sus sueños de
estadios fervorosos y goles de media cancha, es apenas una excepción. En la
ciudad llamada "La Feliz", la del millón de turistas al año, la mayoría de los
pibes no tienen mucho que hacer.
Alejandro se aleja caminando despacio, perdiéndose en la oscuridad de su barrio,
y no puedo dejar de pensar en como será su vida ahora que se oculta a la vista
de todos. Su intimidad me está vedada, pero lo imagino muy igual a otro
adolescente que conocí en la misma zona. Aquel tenía dos fugas y 16 años. Cuando
llegué a verlo, se escondió en un cuarto del fondo de su casa a mirar
televisión, tirado sobre la cama. Estaba concentrado en una película de
aventuras, como cualquier pibe de su edad.
Por los ruegos de su madre, aquel pibe hacía rato que no salía a robar. Su
cuerpo y su personalidad eran propias de un niño, pero en su mirada era la de un
viejo cansado, muy cansado de la realidad.
10 - A mediados de los 90, el ahora subcomisario Bianchi fue asignado
como instructor al juzgado del Doctor Hoft, cuyo secretario era, por entonces,
Marcos Pagella. Más tarde, cuando Pagella pasó a ser fiscal, Bianchi siguió
reportándose a él, junto a su compañero el Principal Julio Cesar Giménez.
Actualmente, la causa por doble homicidio contra Pablo Bianchi, que se tramita
con el número de IPP 177.879, está en manos de ese mismo fiscal, el Dr. Pagella.
Las irregularidades en la investigación comenzaron el mismo 5 de Octubre, cuando
los primeros en llegar al lugar de los hechos fueron los superiores directos del
subcomisario. El pionero fue el Comisario de la DDI Carlos Testini, que luego
sería el encargado de tomarle declaración a la supuesta novia de Bianchi, la que
según varias versiones sería en realidad una prostituta de la zona. La mujer
describió los momentos previos al tiroteo, pero su declaración termina con la
primera bala. Después, asegura, "cerró los ojos" y sólo los abrió cuando todo
estaba terminado.
Como ayuda adicional, la instrucción de la causa está en manos de la policía,
pero eso no parece alcanzar para armar un escenario coherente. En el plano del
lugar construido por uno de esos policías, se dejó constancia de la existencia
de una vaina servida a cada lado del auto; una bien adelante, y la otra bien
atrás, ambas sobre la calle. Casi en medio de la acera, también encontraron un
plomo encapsulado, que nadie se preocupó por explicar.
Todos esos elementos entran en contradicción con los dichos del propio Bianchi,
que en su declaración indagatoria se ubicó si mismo siempre en la parte trasera
del coche, desde donde supuestamente hizo los dos disparos al aire para
"controlar la situación". Para que los dichos del subcomisario se consideren
ciertos, unas de las vainas tendría que haber realizado un salto olímpico de
varios metros por encima del coche, deporte que las pistolas 9 mm no suelen
practicar.
Tampoco importó que en el primer tramo de su declaración Bianchi haya visto, en
forma muy clara, a cuatro personas caminando y con "actitud sospechosa" girando
la cabeza para mirarlo, y que quince minutos después, a pocos centímetros de su
coche, haya notado solo siluetas borroneadas por los vidrios empañados y la
oscuridad de la noche.
En realidad, nada parece importar. Ni siquiera que la bala que supuestamente
mató a Claudio, haya salido por el parante de la puerta delantera, a la altura
de la mitad de la ventana y con una dirección claramente de arriba hacia abajo,
y que en el cuerpo haya entrado en forma totalmente horizontal, como señala en
informe de autopsia, y desde una distancia tal que no tuvo fuerza para atravesar
los 70 kilos que pesaba Claudio.
El 6 de Octubre, un día después de los hechos, el subcomisario Bianchi fue
liberado en la sede de la DDI donde él mismo trabaja y constituyó su domicilio
legal. El fiscal entendió que el imputado no tenía intención alguna de fugarse,
ni de obstruir la investigación.
11 - l 25 de Octubre, los abogados de la familia de Claudio Díaz
presentaron un escrito solicitando varias medidas, entre ellas el apartamento
del fiscal de la causa, nuevas pericias donde no participe la policía
bonaerense, y la preservación de los elementos secuestrados, particularmente el
coche del subcomisario que tenía un vidrio roto y un agujero de bala en el
parante de la puerta delantera.
Para ese entonces, el fiscal Pagella ya insinuaba que Bianchi podría ser
sobreseído por haber actuado en "legítima defensa".
El juez de garantías rechazó la recusación del fiscal, pero en cambio ordenó que
llevaran adelante el resto de las medidas propuestas por los abogados Cesar Sivo
y Fernanda Di Clemente, que patrocinan a la familia de Claudio.
Hay pericias, sin embargo, que no podrán llevarse adelante. El jueves 25 de
Noviembre, un mes después del pedido de los abogados de la familia Díaz, este
cronista se encontró en plena calle con el coche del subcomisario Bianchi. El
Fiat Palio gris de cuatro puertas, cuya patente es CHF 054, estaba estacionado a
cien metros de la sede de la DDI. No tenía ninguna faja de secuestro, y el
vidrio por donde supuestamente salió la bala estaba ahora intacto.
En el parte de la puerta delantera, sin embargo, había todavía un agujero de
bala, que a simple vista se notaba disparada de adentro hacia fuera y de arriba
hacia abajo.
En expediente judicial, no hay constancia –al 25 de noviembre del 2004- de que
el coche haya sido legalmente devuelto a Bianchi. Tampoco de un rechazo al
pedido de preservación presentado por los abogados, que ya tiene más de un mes.
Pero allí estaba el automóvil con su vidrio nuevo, y con otros notables cambios:
a diferencia de las fotos que figuran en la causa y en los medios de
comunicación, ahora le faltaba chapa patente trasera, quizás como un primer paso
para cambiarle la identidad.
Las fotos del hallazgo del coche, tomadas en plena luz del día, están a
disposición de quién quiera mirarlas. Quizás sirvan para diseñar un monolito a
la poco disimulada impunidad policial que reina en Mar del Plata. (2)
12 - La casa de Admisión y Evaluación "Dr. Ramón T. Gayone", recibe niños
con causas asistenciales. Hasta los 6 años es mixto, y luego de esa edad solo se
aceptan mujeres. El periodo de evaluación, en el que el juez de menores tiene
que resolver a donde son derivadas, teóricamente dura seis meses. Pero en la
práctica, el Gayone se convirtió en un depósito de jóvenes y niños, que pasan
allí hasta dos años seguidos.
La siempre confusa línea entre lo penal y lo asistencial, quedó allí totalmente
borrada. En esa casona parecida a una escuela vieja, el llanto de los recién
nacidos convive con el deambular errático de las adolescentes recién llegadas,
prisioneras del síndrome de abstinencia del poxirrán o las pastillas. La casa
tiene capacidad para 30 personas, pero por temporadas las jóvenes allí
internadas superan el medio centenar. Son los momentos donde las jóvenes duermen
apretadas en colchones en el piso del comedor de la casa..
Para fugarse de allí hay que esperar un descuido –una puerta abierta, un paseo
recreativo-o saltar desde el techo de un segundo piso. No son pocas las
adolecentes que eligieron la segunda opción desesperada, y que terminaron
internadas con varios huesos rotos.
El juez de menores Néstor Salas, que es quién deriva las jóvenes al Gayone, sólo
fue una vez al establecimiento. En los pasillos de tribunales recuerdan que sólo
llegó hasta la puerta, y que pidió que le sacaran de encima a esos niños que
venían a saludar al desconocido.
Es el mismo juez tenía la custodia del niño de 14 años al que llamamos Daniel. Y
es el juez Salas también, el que ahora tiene la responsabilidad de brindar todas
las garantías para que el testigo Alejandro pueda hacer escuchar su testimonio,
sin temor a represalias policiales. O, lo que quizás mas grave, sin temor a
volver a ser encerrado en esos depósitos para niños, donde el juez suele
amontonar a los jóvenes con los que tiene problemas.
13 - No estaba de ánimo para despedirme de Mar del Plata yendo a caminar
por la playa, o sacándome una foto trillada junto a los lobos marinos. Pero era
un día de sol, así que me fui a la Plaza Moreno, a ver el lugar donde habían
sido asesinados Claudio Javier Díaz, y Daniel.
Fui de mañana, cuando la plaza estaba casi vacía. Cerca de la cancha de bochas,
un niño de tres o cuatro años jugaba a la pelota con su padre. Mas allá, en los
juegos, dos pibes se hamacaban. Uno tendría seis o siete años, y el otro no más
de diez. El más grande de los dos me llamó la atención; tenía unos ojos celestes
y brillantes, con unas pupilas muy profundas, como si fuera un gato.
Yo recorría las construcciones del lugar tratando de ver si, por casualidad, los
peritos se habían olvidado de levantar alguna vaina, o de relevar algún impacto
de bala en las construcciones de la plaza. El chico de los ojos de gato, quizás
curioso por mis extraña búsqueda, se me acercó. Se paró a mirarme, y después de
unos segundos de analizarme, me preguntó si no sabía donde podía encontrar una
zapatería.
Creo que yo no entendí la pregunta, porque me pareció graciosa y le pregunté yo
a él si se le habían roto los zapatos. Muy serio, me dijo que no, que nada que
ver. Que él y su amigo andaban vendiendo poxirrán y querían encontrar algún
cliente en la zona.
Recién ahí entendí de que me hablaba, y me quedé mudo, atrapado en la inocencia
de sus excusas. El pibe se dio cuenta de que yo lo había descubierto, y sólo
atinó a gritar un "vamos" antes de salir corriendo con su amiguito. Yo me quedé
sentado en un banco de la plaza. Me sentía impotente, como si el mundo entero se
me hubiera caído encima.