Los movimientos sociales frente al aislamiento y la represión
Si aquello es la normalidad, tal vez sea bueno un poco de
locura...
Daniel Campione
Desde variados medios de comunicación, y del propio gobierno nacional, se
comprueba en estos días, con un claro dejo de satisfacción, la disminución de la
presencia pública de las manifestaciones y cortes de calle organizadas por los
movimientos piqueteros. Incluso dirigentes de organizaciones de trabajadores
desocupados reconocen el desgaste, la necesidad de un repliegue táctico, incluso
alguno ha hablado de que el movimiento se encuentra en un ‘callejón sin salida’.
La contracara son los presos; varios de ellos procesados y en camino a pesadas
condenas a prisión, atrapados en la lógica judicial que los acusa de ‘coacción
agravada’ y otros figuras penales en la misma línea. Hay procesados por los
hechos de julio en la Legislatura porteña, por la ocupación de Termap, Raúl
Castells lo está a partir de los hechos del casino del Chaco, y otra multitud de
causas menos conocidas. Se han difundido además denuncias sobre malos tratos y
hasta de lisa y llana tortura contra algunos de los encarcelados.
El llamado ‘mal humor social’ frente a las organizaciones piqueteras influye
para que esta situación se configure, y se pueda tomar incluso el camino de la
represión sin, hasta ahora, mayores ‘costos políticos’. Es cierto que la
dispersión del movimiento y consiguiente multiplicación de las acciones, la
existencia de movilizaciones por causas demasiado heterogéneas, las
declaraciones desacertadas de algunos dirigentes luego reproducidas al infinito
por los conglomerados mediáticos; tuvieron un papel en la generación del rechazo
social creado a las organizaciones piqueteras. También influye que importantes
organizaciones piqueteras se prestaran a asumir el rol de contrafigura de las
agrupaciones más combativas, proponiendo el abandono de las calles, en nombre de
la identificación con las acciones evaluadas como positivas del gobierno
Kirchner. Hay sectores que creen encontrar allí a los ‘indios amigos’, que
sirven para justificar el ataque contra los que sigan resistiéndose a aceptar la
‘civilización’.
Pero no debe olvidarse que los rasgos de individualismo exacerbado, los
componentes ideológicos que culpabilizan a los pobres de su suerte, el miedo a
caerse del lugar propio trasmutado en rechazo al que está abajo, expandidos a lo
largo y a lo ancho de nuestra sociedad (y no sólo en la imprecisa y mitificada
‘clase media’) también ocuparon un lugar importante en la conformación de ese
estado de ánimo. Junto con la sensación de que se superaban los peores momentos
de la crisis, florecieron las reservas ideológicas ‘reaccionarias’, latentes en
el período anterior. Y debe tomarse nota que esas ‘reservas’ no abarcan sólo a
los que transitan las calles en autos amplios de modelo reciente, sino que se
extienden mucho más abajo, al estilo de esos mozos de bar siempre dispuestos a
hablar con desprecio de los ‘negros’ que se desloman en la cocina o en las
piletas donde se lavan las copas.
Las posiciones del gobierno, volcadas en el discurso ‘duro’ de ministros como
Aníbal Fernández y el publicitado ‘cambio de política’ en dirección a la dureza
y la ‘aplicación estricta del código penal’, tuvieron un componente de
capitulación frente a la presión de los medios, y al eco creciente que esto
mostraba en las encuestas de opinión pública. Pero no se trata sólo del
inclinarse en dirección a un estado de opinión cada vez más extendido. La actual
gestión de gobierno, que construyó parte de su popularidad proponiéndose como un
heredero de las demandas expresadas en torno al 19 y 20 de diciembre, tiene como
una aspiración propia el volver a la ‘normalidad’ el escenario político
nacional.
Este es un gobierno en el que se coloca mucho más empeño en el fortalecimiento
de la autoridad presidencial que en la convocatoria social para desarrollar un
apoyo activo y organizado a su gestión; en que se erige discursivamente a la
deuda externa en ‘causa nacional’ para luego seguir como método predominante las
negociaciones de ‘mesa chica’ y las declaraciones en foros internacionales, en
que se coquetea con corrientes renovadoras del sindicalismo y la movilización
social, mientras se cierra acuerdos con ámbitos burocratizados y colmados de
desprestigio.
Para una conducción de ese tipo, la presencia en las calles de frecuentes
movilizaciones populares, mucho más si éstas no son convocadas ni controladas
desde el gobierno o sectores afines, no es un componente democrático a
desarrollar, sino un ‘problema’ a resolver. Y allí anida una finalidad
estratégica, compartida por el conjunto de las clases dominantes y las
dirigencias que le responden: Volver a un escenario político centrado en las
elecciones, las internas partidarias, las encuestas de opinión; con las
negociaciones de cúpula concitando la atención general, en tanto que fuente
exclusiva o casi de las decisiones gubernamentales. Calles sin piqueteros serían
un avance hacia la consolidación de la permanencia de esos ‘todos’ cuya salida
definitiva del escenario se reclamaba en las calles en los meses calientes de
2001-2002. Y no sólo se juega a la continuidad de las personas, sino a que el
‘todo’ de la política vuelva a pasar por los ‘decisores’ de siempre: Grandes
empresarios, dirigencias políticas tradicionales, conducciones sindicales
burocratizadas, cúpulas conservadoras de la Iglesia Católica; todo ello con la
amplificación, reelaboración y difusión a cargo de los medios masivos de
comunicación.
La batalla de estos días, para las organizaciones populares, debería reservar un
lugar para la comprensión de este fenómeno de ‘normalización’, y la consecuente
búsqueda de las formas de construcción social y de comunicación pública que
permitan defender la revaloración de la acción colectiva, de la movilización
social organizada, que alumbró en los últimos años 90’ y alcanzó su clímax en
los primeros meses de 2002. Quizás sea hora de pensar en reformular los métodos
de lucha, en emprender renovadas políticas de alianza con variados sectores
sociales y de opinión, en mirar hacia dentro de las organizaciones para
visualizar como perfeccionar los mecanismos de decisión y funcionamiento
internos. Se vive el desafío de demostrar en la práctica que diciembre de 2001
no fue un hecho aislado sino parte de un proceso, sin duda prolongado y
complejo, pero que tiene un destino posible de democratización radical, de
construcción de una sociedad más igualitaria y justa.