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Medio Oriente


13 de marzo del 2002

La guerra de Sharon: una vergüenza mundial

Sami Naïr
El País

La agresión militar israelí contra los palestinos se cobró 11 muertos y 20 heridos tan sólo en la mañana del 7 de marzo. La víspera ya hubo 15 muertos, 13 de ellos palestinos y dos israelíes. Durante esa noche, el Ejército israelí envió, contra un pueblo desarmado, unos 50 tanques, disparó un misil sobre un campo de refugiados y lanzó ataques contra objetivos palestinos en Belén y contra el cuartel general de Yasir Arafat, amenazando al presidente de la Autoridad Palestina y al enviado europeo Miguel Ángel Moratinos, que se encontraba con él. Al día siguiente prosiguió sus ataques contra los campos de refugiados provocando 25 muertos. Al otro, 46 muertos... Y ruego al lector que, cuando tenga este artículo en sus manos, añada las nuevas víctimas que para entonces habrán engrosado esta macabra contabilidad.
Desde que se inició la nueva Intifada, han muerto cerca de 1.400 personas, de ellas más de 1.000 palestinos y 312 israelíes. Y no es todo. Detrás de esta manía de Israel por arrancar a los palestinos el miserable trozo de tierra que les queda se encuentra la política sistemática de demolición de las casas palestinas, lo que el profesor Jeff Halper, de la Universidad de Beer Scheva, denomina 'el traslado tranquilo de población'. Al menos 50 casas fueron destruidas durante la primera semana de marzo en los campos de refugiados de Gaza y Rafah. 'La demolición', dice Jeff Halper, 'es el arma del miedo permanente. Ninguna de esas edificaciones cuenta con permiso, los palestinos no tienen prácticamente ninguna posibilidad de obtenerlo, ni siquiera en su propia tierra. Saben que los israelíes destruyen al azar unas 50 al año. El miedo a perderlo todo acaba por obligar a muchos a marcharse, que es exactamente lo que pretenden los israelíes'.
La estrategia de Sharon ha quedado clara. Quiere dos cosas: la eliminación física de los palestinos y una guerra total en la región para establecer en ella el gran Israel. Esto significa, a la larga, cuestionar los acuerdos de paz con Egipto y enfrentarse con Siria. Sharon lo ha dicho varias veces: no quiere la paz, no cree en ella y no quiere renunciar a las ambiciones anexionistas de la extrema derecha israelí.
Así pues, la estrategia de Sharon se opone, pues, a cualquier tipo de paz entre israelíes y palestinos en nombre de un mesianismo fanático. Es cierto que Israel tiene la mayor potencia de fuego de la región; su Ejército, ultramoderno, cuenta con una gran experiencia militar: sus servicios de información son eficaces y una parte importante de la población apoya, por temor, al Gobierno, sea cual sea. Más aún: Sharon cuenta con la complicidad activa del ala más dura del Partido Laborista, representada hoy por Simón Peres, que cuanto más fuerte clama su deseo de paz más justifica con su participación en el Gobierno una política que imposibilita la paz. Tras las destrucciones de la sangrienta noche del 6 de marzo, mientras los laboristas se replanteaban su presencia en el Gobierno, Peres volvió a mostrar su extraordinaria duplicidad: 'Sólo abandonaré el Gobierno', afirmó, 'cuando tenga la convicción de que ya no actúa en pos de la paz'. Pero, ¿quién puede creer que un Gobierno que planifica y organiza la intensificación de la guerra contra los palestinos es un Gobierno de paz? Los asesinatos sistemáticos de dirigentes palestinos, bautizados como 'muertes selectivas' y avalados por el Tribunal Supremo de Israel; la humillante reclusión de Arafat; los muertos que ahora se cuentan cada día por decenas; los obstáculos que se ponen a los palestinos para trabajar, para acceder a la atención médica y hasta para realizar el más sencillo desplazamiento; la destrucción de las infraestructuras construidas por la Unión Europea en Palestina; el expolio de tierras y la prosecución de la colonización; la asfixia económica de los territorios: ¿en eso consiste la estrategia de paz del Gobierno israelí? Es una guerra de la fuerza contra el derecho, del poderío obcecado y brutal frente a la resistencia de un pueblo. Tanques contra piedras. Militares contra chavales harapientos. Peres ha dejado de ser, aparentemente, el hombre de la paz. Porque la mayoría laborista israelí, y muy en especial Simón Peres, tiene una responsabilidad criminal en esta escalada. Si se opusiera con firmeza a la derecha y a Sharon, podía abrir la vía a otra política en la región. Pero no sólo no dice nada, sino que, para ocultar la terrible realidad, sigue pretendiendo creer y hacer creer en una voluntad de paz del Gobierno israelí.
Incluso los aliados más incondicionales de Israel reconocen hoy que se trata de una estrategia voluntaria de eliminación del pueblo palestino. A raíz de las últimas represalias israelíes, el secretario de Estado estadounidense, Colin Powell, dijo ante el Congreso de su país: 'Si declaran la guerra a los palestinos y creen que pueden solucionar el problema pensando en cuántos palestinos pueden morir, no creo que esto lleve a ninguna parte'.
Aprovechándose de los atentados del 11-S, el Gobierno israelí pretende desde hace meses que se crea que es un simple asunto de lucha contra el terrorismo. Es cierto que, desgraciadamente, los ataques suicidas palestinos no establecen ninguna diferencia entre civiles y militares, aunque los palestinos apunten fundamentalmente al ejército de ocupación, y los actos terroristas contra civiles israelíes deban ser condenados duramente. Pero nadie puede ya llamarse a engaño. Los palestinos no son ni más ni menos que un pueblo que resiste a una agresión. Sharon cuenta con que los ataques suicidas palestinos puedan legitimar la negativa a reconocer los derechos del pueblo palestino ante la opinión pública mundial. Nada más trágicamente equivocado. Las víctimas inocentes son en realidad sacrificadas en el altar de la desesperación, que es de por sí una reacción ante esta situación desesperada.
Lo que quieren la derecha y la extrema derecha israelíes, lo que quiere Sharon, es un gran Israel. Pero querer eso es condenar a Israel a vivir en la guerra permanente, en el miedo cotidiano, es condenar su futuro en Oriente Próximo. El Gobierno parece querer preparar a la población para ello: el número de permisos de tenencia de armas se duplicó en 2001. ¿Es éste el futuro que los israelíes quieren para sus hijos? ¿Se construyó ese país para difundir el terror y vivir en el terror?
En Camp David, los negociadores israelíes y palestinos casi alcanzaron un acuerdo. La responsabilidad del fracaso incumbe a ambas partes. Ni Ehud Barak ni Yasir Arafat tuvieron el valor de dar un paso adelante. El cambio de poder en Estados Unidos selló este fracaso, en vez de relanzar el proceso de paz, como era de desear. Los atentados del 11-S profundizaron el conflicto, ya que EE UU, lejos de llegar a la conclusión de que había que encontrar una solución a cualquier precio para impedir el avance del integrismo religioso en Oriente Próximo, decidió que era prioritario restablecer su poder debilitado. Ahí también naufraga la razón. El príncipe Abdalá de Arabia Saudí, al proponer el reconocimiento colectivo de Israel por los árabes a cambio de una retirada israelí de los territorios ocupados, expone la única solución hoy creíble para sacar a estos pueblos del odio y de la guerra. Pero hace falta algo más. El pueblo israelí debe hacer oír su voz si no quiere ver su futuro secuestrado. Los laboristas deben elegir bando. Y también es necesaria una coalición firme de la comunidad internacional, de Estados Unidos, de Europa y del mundo árabe en torno a la propuesta saudí. Porque la única solución es la paz.
Sami Naïr es eurodiputado y profesor invitado en la Universidad Carlos III.