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Medio Oriente

18 de marzo del 2002

El drama de una minoría
La odisea del palestino Bishara

Juan Agulló
Masiosare

La guerra en Medio Oriente se sumerge en una grave espiral de violencia que dejó al menos 100 muertos y 2 mil aprehendidos en las últimas dos semanas. Israel incursiona en Ramallah y la franja de Gaza en su mayor ofensiva militar en 20 años.
A continuación, la dura historia, frecuentemente ignorada, de la minoría árabe en Israel. Lejos de Medio Oriente, referirse al pueblo palestino es hacerlo a los habitantes de los territorios ocupados o, como mucho, a los millones de expatriados repartidos por medio mundo. Una quinta parte de los ciudadanos israelíes son, sin embargo, de origen palestino: hablan en árabe, oran en dirección a La Meca y mantienen lazos familiares en Gaza, Cisjordania y en el exilio. Ariel Sharon y Yasser Arafat desconfían de ellos: el primero los ve como una quinta columna; y el otro, como traidores. El juicio que el pasado 27 de febrero comenzó contra su líder Azmi Bishara en Nazaret demuestra que, tras décadas de olvido, los palestinos-israelíes han decidido prescindir de intermediarios

AZMI BISHARA es uno de los escasos parlamentarios israelíes no judío. En efecto, aunque laico confeso, es árabe de nacimiento, cultura y vocación. Vino al mundo hace 45 años en Nazaret, una ciudad de resonancias bíblicas, nacionalidad israelí y mayoría palestina. Su vida, como la de sus conciudadanos árabes de nacionalidad israelí, ha sido una continua lucha contra la marginación. Desde muy joven, Bishara participó en la reclamación de toda una serie de derechos que, en cualquier otro lugar del mundo, nadie se atrevería a negar.
Pero la lucha genera presión. Quizás por eso Bishara se terminó exiliando durante algún tiempo. Marchó a Alemania -a la prestigiosísima Universidad Humboldt, de Berlín- y allí, en plenos estertores de la guerra fría y del bloque soviético, obtuvo un doctorado en filosofía. Su exquisita formación le permitió articular un discurso propio a mitad de camino entre el viejo nacionalismo árabe de corte nasseriano1 y un posmarxismo de tintes socialdemócratas. En suma, nada de integrismos y mucho menos religiosos.
Regresó a su país cargado de nuevos bríos y aspiraciones y fundó un partido político que, hasta la fecha, sigue presidiendo: la Asamblea Nacional Democrática (AND). Su carrera fue fulgurante:
en las elecciones de 1996 obtuvo un escaño en la Knesset (parlamento israelí) y en 1999 fue el primer candidato no judío al cargo de primer ministro: un acto puramente testimonial, reivindicativo. En Israel, sin embargo, la mayoría judía no le perdonó ni esa afrenta ni el descaro moral con el que Bishara suele encarar tanto a la prensa como a la clase política del que, guste o no, sigue siendo su país.
Objetivo, Bishara
Desde que -mediante su ya famoso paseo por la Explanada de las Mezquitas- el actual primer ministro israelí Ariel Sharon desencadenó la segunda intifada, cualquier atisbo de tolerancia ha desaparecido. La única lógica que priva en estos momentos es la bélica: la de la confrontación en todos los frentes y por todos los medios habidos y por haber. En la mira del aparato represor israelí, no en vano, se encuentran desde grupos de palestinos armados de los territorios ocupados y de los campos de refugiados, hasta pacifistas convencidos como Azmi Bishara.
Desde su elección como diputado de la Knesset, Bishara ha tratado de convertirse en algo más que la voz de los palestinos de nacionalidad israelí: ha pretendido ser un punto de referencia y apoyo para los desposeídos. No sólo ha justificado la rebelión de los palestinos frente a la violencia cotidiana que ?dentro y fuera de Israel? padece su pueblo, sino que, además, ha batallado por la reunificación familiar de personas que como consecuencia del conflicto llevan más de 50 años separadas de sus seres queridos. Por eso, desde hace un lustro, Bishara viene organizando excursiones de palestinos de nacionalidad israelí a campos de refugiados de la vecina Siria.
Hasta hace poco, el gobierno de Jerusalén se había hecho de la vista gorda. Con Sharon en el poder, sin embargo, las cosas han cambiado: el pasado 7 de septiembre, Elyakim Rubinstein, el procurador general israelí y asesor jurídico del primer ministro, presentó un suplicatorio ante la Knesset en el que pedía a los diputados que suspendieran la inmunidad parlamentaria de Azmi Bishara para emprender dos juicios en su contra: uno por instigación a la violencia (como consecuencia de la ya citada justificación de la rebeldía palestina) y otro por violación de la llamada Ley de prevención del terror (a raíz de los reagrupamientos familiares que Bishara organizaba entre palestinos en Siria).
El parlamento israelí, obviamente, accedió gustoso a los deseos de Rubinstein y la maquinaria judicial se puso en marcha. Es la primera vez en la historia de Israel que la Knesset se ha plegado a algo semejante. Desde entonces, una ola de solidaridad internacional se ha puesto en marcha: sobre todo en Estados Unidos y en Europa Occidental, donde se crearon comités de apoyo a Bishara que intentan presionar a sus propios gobiernos -o directamente a Tel Aviv- para que ponga fin a lo que, a la luz de muchas opiniones, constituye un enjuiciamiento irregular que podría dar lugar a la existencia del primer preso de conciencia israelí2.
Desde Tel Aviv, sin embargo, se han hecho oídos sordos. El pasado 27 de febrero, comenzó, en la ciudad de Nazaret, uno de los dos juicios previstos contra Azmi Bishara y dos de sus asesores parlamentarios. A los encausados se les imputa la violación de uno de los apartados de la Ley de prevención del terror, que data de 1948 y establece la prohibición ?para todo ciudadano israelí? de viajar a una serie de países ?entre los que se encuentran los vecinos Egipto, Jordania y Siria? que se consideran enemigos de Israel.
Ante la avalancha, la defensa de Bishara3 se está empleando a fondo: en primer lugar arguye que, debido a que la mencionada Ley de prevención del terror prevé explícitamente que no puede ser aplicada a aquellos ciudadanos israelíes en posesión de un pasaporte de servicio (y los acusados lo tenían debido a su labor parlamentaria), el levantamiento de su inmunidad en general y su enjuiciamiento en particular, deben ser considerados ilegales. Por si eso fuera poco, siempre según la defensa, aún en el caso de que el tribunal no aceptara dicho argumento, hay una circunstancia incontestable: los ciudadanos israelíes viajan frecuentemente a países enemigos4 y ningún tribunal les encausa por eso. Si además se tiene en cuenta que los viajes de Bishara se realizaron por motivos humanitarios se podrá constatar que se trata, antes que de nada, de un juicio político.
La presión palestina
Ocurra lo que ocurra, el hecho cierto es que, a pesar de la gravedad de las acusaciones que en los tribunales israelíes se están vertiendo contra Azmi Bishara, este último parece estar contento. Incluso se podría decir que la idea de ingresar en prisión no le disgusta del todo: de hecho, probablemente contribuiría a dotar de credibilidad y de publicidad internacional a una causa que ?como la de los palestinos de nacionalidad israelí? apenas es internacionalmente conocida.
El riesgo del efecto búmerang al que se enfrenta el gobierno israelí en este caso es muy alto. Quizás un elemento que puede explicar la tozudez de Tel Aviv en el asunto Bishara es que, más allá de su figura, nos encontramos ante una minoría de riesgo. Los palestinos de nacionalidad israelí constituyen una quinta parte de la población total del Estado de Israel. Por si eso fuera poco, su importancia demográfica va en aumento: se calcula que hacia 2015 llegarán a equipararse a la población de los territorios ocupados y que hacia mediados de siglo llegarán a ser ni más ni menos que la mitad del propio Israel. Como es obvio, esa perspectiva le aterroriza a un Estado que sigue manejando una concepción étnico-religiosa de la ciudadanía. No es casual, por consiguiente, que los pacíficos palestinos de nacionalidad israelí estén sometidos a un estado de sitio permanente que, al menos desde 1967, es justificado jurídicamente debido al mantenimiento de una administración militar por supuestos motivos de seguridad.
En la actualmente, prácticamente el único derecho con el que cuentan es con el del voto. Todo lo demás es ilusorio. Existen comunidades enteras que, literalmente, ni aparecen en el mapa. Pueblos que, por demás, suelen ser más antiguos y grandes que las colonias israelíes que, en una estrategia premeditada de presión, fueron fundadas -a lo largo de las últimas décadas- alrededor de los mismos. Pueblos que, pese a ser parte integrante de Israel, no reciben ni un solo dólar del Estado. Pueblos que, como consecuencia de ello, carecen de los mínimos servicios públicos y sociales como el asfaltado, el alcantarillado, el alumbrado, la electrificación, la gasificación, la escolarización y la hospitalización. Pueblos que, en definitiva, se han convertido en villas de miseria que constantemente proporcionan a los judíos de Israel mano de obra barata.
Hace algunos meses, en un artículo, Azmi Bishara comparaba el ominoso Apartheid sudafricano con el que, de facto, le está tocando padecer a su pueblo. Enumeraba, para empezar, algunas de las características del sistema de segregación racial que se vivió en Sudáfrica entre 1948 y 1989 (como la existencia de un proyecto colonial separado del colonialismo inicial; la asunción del pueblo colonial como superior a la población local preexistente; la articulación de un sistema legal basado en la segregación racial; el control de los medios de producción por parte de la raza superior o la justificación política y religiosa, por parte de las elites, de la situación creada) y llegaba a la conclusión de que prácticamente todas ellas se dan en el Israel contemporáneo.
Se trata de un Estado en el que la violencia suele adoptar una forma represiva y, por consiguiente, ser ejercida por parte los aparatos policiales y militares israelíes contra sus propios compatriotas. De hecho, cuando se habla de violencia, suele olvidarse con sospechosa frecuencia que la minoría árabe de Israel no sólo se encuentra lejos de ejercerla, sino que, además, suele mostrarse propicia a apoyar cualquier atisbo de solución negociada al conflicto de Medio Oriente. Si, contra lo que suele ser habitual, en las elecciones israelíes, los palestinos se abstuvieron masivamente de votar es porque en estos momentos no existe, por parte de la mayoría judía, una voluntad real de poner fin a un conflicto que dura demasiado: el baño de sangre y la incursión israelí en Ramallah y la franja de Gaza la semana pasada son amarga prueba de ello.




Notas
1. Gemal Abdel Nasser fue presidente de Egipto (1952?1970) y padre del nacionalismo árabe, la cual pretendía unir a los países árabes bajo un proyecto político de corte socializante y tendencia relativamente laica.
2. Según Amnistía Internacional, en 1999, un año antes del desencadenamiento de la segunda intifada, en Israel había unos mil 500 palestinos condenados en juicios injustos, y no menos de 83 palestinos y 40 libaneses encarcelados sin cargos o sin juicio. No había, sin embargo, israelí alguno.
3. La defensa de Bishara y sus dos colaboradores es llevada por Hádala (que en árabe significa justicia), una organización legal -a mitad del camino entre una ONG y un bufete de abogados- encargada de reivindicar los derechos de la minoría árabe en Israel.
4. En este sentido resulta especialmente paradójico el caso de la Jerusalén este ocupada. De hecho, al encontrarse esa parte de la ciudad (en 1948, año en que fue aprobada la Ley de prevención del terror) bajo jurisdicción árabe, fue considerada como uno de los lugares enemigos a donde los israelíes, en principio, tenían prohibido desplazarse. La referida normativa no ha sido cambiada a pesar de que en 1967 esa parte de la ciudad fue conquistada militarmente por Israel.