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Medio Oriente

14 de julio del 2002

Las relaciones de EE.UU con los árabes

Edward W. Said
La Jornada

Aun tomando como referencia los bajísimos criterios de sus otros discursos, la presentación mundial de George W. Bush el 24 de junio en torno al Medio Oriente es un alarmante ejemplo de cómo un pensamiento embrollado en palabras sin significado concreto en el mundo real de seres humanos que viven y respiran, esas amonestaciones racistas y sermoneadoras contra los palestinos, y esa increíble y engañosa ceguera ante la realidad de una invasión israelí que prosigue a contrapelo de todas las leyes de la guerra y la paz, forman una mezcla execrable adosada con relamidos acentos propios de un juez moralista, tieso e ignorante que se arroga divinos privilegios, para instalarse en lugar de una política exterior estadunidense. Y esto, es importante recalcarlo, proviene de un hombre que se robó virtualmente unas elecciones que no ganó, cuyo historial como gobernador de Texas incluye la peor polución en el área, una corrupción escandalosa y las tasas más altas de encarcelamiento y penas capitales de todo el mundo.
Y este poco dotado hombre de dudosos alcances, excepto por su ciega ambición de dinero y poder, tiene la posibilidad de condenar a los palestinos no sólo a la tierna misericordia de un criminal de guerra como Sharon, sino a las fatales consecuencias de sus propias arengas vacías. Flanqueado por tres de los más venales políticos del mundo (Powell, Rumsfeld y Rice) pronunció su discurso con los entrecortados acentos de un mediocre estudiante de oratoria para permitirle a Sharon matar o herir a más palestinos mediante una ilegal ocupación militar avalada por Estados Unidos. No es sólo que el discurso de Bush carezca de alguna conciencia histórica de lo que propone, sino la magnitud de los posibles daños que puede ocasionar. Es como si Sharon mismo hubiera escrito el discurso, amalgamando la desproporcionada obsesión estadunidense hacia el terrorismo con su propia determinación de eliminar la vida nacional palestina, con el pretexto del terrorismo y la supremacía judía sobre "la tierra de Israel". Por lo demás, las rutinarias concesiones de Bush en cuanto a un Estado palestino "provisional" (quién sabe qué sea eso, ¿tal vez algo análogo a un embarazo provisional?), y sus comentarios "de pasada" acerca de aliviar las dificultades de la vida palestina, no añadieron a éste, su nuevo pronunciamiento, nada que ameritara la amplia -y me atrevería a decir la cómica- reacción positiva de los líderes árabes, Yasser Arafat al frente de la manada de entusiastas.
Más de 50 años de negociaciones árabes y palestinas con Estados Unidos se fueron al tacho de la basura, por lo que Bush y sus asesores deben estar convencidos -al igual que una buena parte de los votantes- de que Dios les encomendó la misión de exterminar al terrorismo, lo que en esencia significa exterminar a todos los enemigos de Israel. Un rápido barrido de esos 50 años muestra con dramatismo que ni la actitud desafiante ni la sumisión de los árabes tienen efectos tangibles sobre los intereses estadunidenses en Medio Oriente: los dos aspectos que siguen pesando en su dominación regional son una rápida y barata provisión de petróleo y la protección de Israel.
Sin embargo, de Abdel Nasser a Bashar, Abdulá y Mubarak la política árabe ha sufrido un giro de 180 grados, y los resultados son más o menos los mismos. Primero, en los años posteriores a la independencia hubo una desafiante alineación árabe inspirada en la filosofía antimperialista y antiguerra fría de Bandung y el nasserismo. Eso terminó catastróficamente en 1967. Luego, encabezados por el Egipto de Sadat, hubo un giro que propició la cooperación entre Estados Unidos y los árabes, con el detalle de que el primero controlaba 99 por ciento de las cartas. Lo que quedó de la cooperación interarábica se fue deshilando lentamente a partir de su clímax durante la guerra y el embargo petrolero de 1973, hasta arribar a una guerra fría que lanzó a varios estados árabes unos contra otros. En ocasiones, como en Kuwait y Líbano, pequeños y débiles estados se tornaron el escenario de la guerra, pero todos los intentos y propósitos del sistema oficial árabe se centraron exclusivamente en Estados Unidos como foco y pivote de su política.
Con la primera Guerra del Golfo (pronto ocurrirá la segunda) y el fin de la guerra fría, Estados Unidos prevaleció como la única superpotencia, lo que en vez de impulsar la revaloración radical de la política árabe empujó a varios estados a ahondar su abrazo individual, digamos bilateral, con Estados Unidos, que reaccionó, por supuesto, como si nada pasara.
Las cumbres árabes no fueron la ocasión para impulsar posiciones creíbles y en cambio se regodearon en un desprecio burlón. Los planificadores estadunidenses se dieron cuenta pronto de que los líderes árabes escasamente representaban a sus países, no se diga a la totalidad del mundo árabe. Además, no se necesita ser un genio para darse cuenta de que varios de los acuerdos bilaterales entre los líderes árabes y Estados Unidos son más importantes para la seguridad de sus regímenes y no tanto para la de Estados Unidos. Esto, por no mencionar las animosidades y los mediocres celos que virtualmente emascularon al pueblo árabe de su capacidad de ser tomado en cuenta en el mundo moderno. No extraña entonces que el palestino que hoy sufre los horrores de la ocupación israelí tienda a culpar a "los árabes" tanto como culpa a los israelíes.
Para principios de la década de los 80 todas las partes árabes estaban listas para firmar la paz con Israel como forma de asegurar la buena voluntad de Estados Unidos hacia ellas. Por ejemplo, el plan de Fez, en 1982, estipulaba que a cambio de la paz con Israel ocurriría una retirada de todos los territorios ocupados. La cumbre árabe de marzo de 2002 representó por segunda vez la misma escena, y de nuevo, hay que decirlo, la farsa tuvo el mismo efecto nulo. Y es precisamente desde hace dos décadas que la política estadunidense hacia Palestina cambió sus bases, para empeorar. Según afirma la analista principal de la CIA, Kathleen Christison, en un excelente estudio publicado por el quincenal estadunidense Counterpunch (mayo 1631, 2002), la antigua fórmula de tierra a cambio de paz se abandonó desde el gobierno de Ronald Reagan, y luego el gobierno de Bill Clinton se deshizo con más entusiasmo de tal fórmula. Esto es irónico porque en ese momento la política árabe en general, y la palestina en particular, concentraban todas sus energías en aplacar a Estados Unidos en todos los frentes posibles. Para noviembre de 1988, la OLP había abandonado oficialmente el objetivo de la "liberación" y en la reunión del Congreso Nacional Palestino en Argelia (al que asistí como miembro) votó en favor de la partición y la coexistencia de dos estados. En diciembre de ese mismo año, Yasser Arafat renunció públicamente al terrorismo y dio inicio en Túnez un diálogo entre la OLP y Estados Unidos.
El nuevo orden árabe que emergió después de la Guerra del Golfo institucionalizó un tráfico de una sola vía entre Estados Unidos y los árabes: éstos daban y Estados Unidos daba más y más a Israel. La conferencia de Madrid, en 1991, se basaba en la premisa de que Estados Unidos reconocería a los palestinos y persuadiría a Israel a hacer lo mismo. Recuerdo vivamente que en el verano de 1991 Arafat nos pidió que formuláramos, junto con un grupo de importantes figuras independientes y de la OLP, una serie de seguridades que requeríamos de Estados Unidos para participar en lo que habría de ser la pactada conferencia de Madrid, que a su vez (aunque ninguno de nosotros lo sabía) condujo al proceso de Oslo en 1993.
En efecto, Arafat vetó todas las garantías que sugerimos. La única seguridad que él deseaba era permanecer como negociador principal por parte de los palestinos; no parecía importarle nada más, pese a que en ese momento una fuerte delegación de la Franja Occidental, encabezada por Haidar Abdel Shafi, continuaba su trabajo en Washington enfrentando a un rudo equipo israelí que tenía instrucciones directas de Shamir de no conceder nada y de extender las pláticas durante 10 años si era necesario. La idea era minar a cada una de su gente ofreciendo más concesiones, lo que en esencia significó que no formuló demanda previa alguna ni a Israel ni a Estados Unidos, mientras él se mantuviera en el poder.
Eso, y el ambiente posterior a 1967, engarrotó la dinámica Estados Unidos-Palestina que hoy se expresa como distorsión permanente surgida de los periodos de Oslo y después. Hasta donde yo sé, Estados Unidos nunca propuso a la ANP (ni a algún otro régimen árabe) el establecimiento de procedimientos democráticos. Por el contrario, de manera pública Clinton y Gore aprobaron las Cortes de Seguridad del Estado Palestino en su visita a Gaza y Jericó, y no hicieron énfasis alguno en acabar con la corrupción o los monopolios. Yo mismo me la he pasado escribiendo de los problemas del régimen de Arafat desde mediados de los años 90, y no he obtenido sino indiferencia o menosprecio abierto ante lo que he dicho (casi todo lo cual ha resultado cierto). Se me ha acusado de carencia utópica de pragmatismo y realismo. Es claro que para los israelíes y los estadunidenses, así como para otros árabes, existe un concierto de intereses que han hecho de la ANP lo que es, y que la han mantenido como una fuerza policial israelí, o como el foco de todo lo que los israelíes aman u odian. Bajo el régimen de Arafat no se desarrolló ninguna resistencia seria contra la ocupación, pero se continúa permitiendo que las bandas de militantes, otras facciones de la OLP, y las fuerzas de seguridad circulen rampantes por los espacios civiles. Se ha amasado gran cantidad de dinero ilícito, tanto que la población en general perdió 50 por ciento de sus medios de manutención, medidos del proceso de Oslo para acá.
La intifada lo cambió todo, como lo hizo el mandato de Barak, el cual allanó el camino para que Sharon volviera a la escena. Y no obstante, la política árabe insistió en aplacar a Estados Unidos. Un modesto signo de lo anterior es el cambio en el discurso árabe en Estados Unidos. Abdullah, de Jordania, dejó de criticar a Israel por la televisión estadunidense, y comenzó a referirse siempre a "ambas partes", a la necesidad de frenar "la violencia". Los voceros árabes de otros países importantes usan un lenguaje semejante, lo que significa que Palestina se ha convertido en una molestia que debe ser contenida, y no un asunto de injusticia que rectificar.
Lo más grave es que entre la propaganda israelí, el desprecio estadunidense hacia los árabes y la incapacidad de éstos y de los palestinos para formular y representar los intereses de su propio pueblo, se ha creado un clima de deshumanización de los palestinos, cuyos enormes sufrimientos cotidianos, por horas e incluso minuto a minuto, ya no tienen reconocimiento alguno. Es como si no tuvieran existencia excepto cuando alguien comete un acto terrorista, y entonces el aparato mundial de los medios de comunicación brinca y embarra su existencia real como pueblo doliente y vivo, su historia real, y las esconde bajo una manta enorme que trae inscrita la palabra "terrorista". No sé de una deshumanización tan sistemática en la historia reciente que se aproxime a ésta, pese a las voces ocasionales que disienten aquí o allá. Finalmente, lo que me preocupa es la cooperación (colaboración es un término mejor) árabe y palestina en esta deshumanización. Nuestros escasos representantes en los medios hablan a lo sumo eficiente y desapasionadamente de los méritos del discurso de Bush o del plan Mitchell, pero de ninguna manera muestran los sufrimientos de su gente, ni su historia ni su realidad actual.
Hablo con frecuencia de la necesidad de una campaña masiva en Estados Unidos contra de la ocupación, pero he llegado a la conclusión de que los palestinos que viven esta ocupación inicua, kafkiana, por parte de los israelíes, no tienen mucha oportunidad de llevarla a cabo. Donde pienso que hay esperanza es en el intento (ya lo sugerí en el artículo sobre las elecciones palestinas) de conformar una asamblea constituyente surgida desde la base. Hace tanto que nos colocaron en la posición de objetos pasivos de la política árabe e israelí que no alcanzamos a apreciar lo importante, en verdad lo urgente de un paso fundacional independiente por parte de los palestinos, es buscar establecer un proceso autogestionario que cree legitimidad y la posibilidad de un quehacer político mejor del que ahora existe.
Todas las maniobras de gabinete y las elecciones anunciadas no son sino juegos ridículos que manipulan los fragmentos y las ruinas del proceso de Oslo. Para Yasser Arafat y su séquito planear una democracia es como intentar juntar los pedazos de un cristal hecho añicos.
Por fortuna, la nueva Iniciativa Nacional Palestina anunciada hace dos semanas por autores como Ibrahim Dakkak, Mostafa Barghouti y Haidar Abdel Shafi encara con exactitud esta necesidad, una surgida del fracaso de la OLP y de grupos como Hamas, que no han podido impulsar un camino que no dependa (ridículamente, en mi opinión) de la buena voluntad estadunidense o israelí. La iniciativa en cuestión impulsa la visión de una paz con justicia, coexistencia y, lo que es extremadamente importante, una democracia social secular para nuestro propio pueblo, algo único en la historia palestina.
Sólo un grupo de personas independientes y con anclajes reales en la sociedad civil, sin mácula en lo que respecta a corrupciones o colaboracionismo, puede sistematizar los lineamientos de la nueva legitimidad que necesitamos. Requerimos de una Constitución real, no esa ley básica con la que juguetea Arafat; nos urge una verdadera democracia representativa que sólo los palestinos podremos proporcionarnos mediante una asamblea fundante. Este es el único paso positivo que puede revertir el proceso de deshumanización que ha infectado a tantos sectores del mundo árabe. De otra manera nos hundiremos en nuestro sufrimiento y continuaremos soportando las horribles tribulaciones del castigo colectivo que nos imponen los israelíes, algo que sólo una independencia política colectiva (de la que aún somos capaces) podrá frenar. Nunca nos tragaremos la buena voluntad y la fabulada "moderación" de Colin Powell. Nunca.
©Edward W. Said
Traducción: Ramón Vera Herrera