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Medio Oriente

10 de mayo de 2002

Inseguridad ciudadana

Santiago Alba Rico

Imaginemos lo peor, lo más terrible, una de esas escenas cuyo horror se representa con un escalofrío hasta el más cínico o indiferente de los hombres. Imaginemos a la familia Williams: James y su esposa Cindy; los tres hijos, Kate, Douglas y Henry; y la abuela Elizabeth (a la que llaman cariñosamente "mami"). James es un hábil corredor de bolsa, jovial y respetado, muy aficionado a la pesca; Cindy, brillante diseñadora de modas, ha presentado varias colecciones en televisión. La familia Williams se dispone a cenar bajo la cálida lámpara del comedor, protegida del viento, la obscuridad y el infinito, inquietante ajetreo del exterior; se dispone a cenar en la segura intimidad de una casa, esa barrera que los hombres imponen a la naturaleza y contra la que van a chocar todas las asechanzas; se dispone a cenar -y un bote de ketchup circula ya de mano en mano- cuando de pronto hombres armados derriban la puerta con explosivos, irrumpen en la habitación entre gritos de amenaza, obligan a las mujeres Williams a desnudarse, destrozan el vídeo, el televisor y los dos ordenadores, pintarrajean leyendas obscenas y terribles en las paredes, defecan encima de la mesa, empujan, insultan y manosean, violan cajones, armarios y gavetas, roban las joyas y el dinero, se comen el contenido de la nevera y esparcen la basura por el suelo, arrancan la cortina de la ducha, los cuadros, las lámparas del techo, acuchillan los sillones, atan las manos a los hombres Williams, los ponen contra la pared y, antes de marcharse, disparan al papá James en medio de la cara.
Podemos imaginar ahora una escena un poco menos terrible: imaginemos que los hombres armados irrumpen en la casa, desnudan a las mujeres, destrozan el mobiliario, roban el dinero, defecan sobre la mesa, atan las manos a los hombres, matan a papá James y además le rompen la cabeza al hijo Henry, que tiene tres años. Pero James estaba en paro y bebía, Cindy no había salido nunca en televisión y la familia Williams vivía en un barrio pobre de Chicago, poblado de chicanos y negros.
Imaginemos ahora una escena aún menos terrible: imaginemos que los hombres armados irrumpen en la casa, desnudan a las mujeres, destruyen el mobiliario, defecan sobre la mesa, pintarrajean las paredes, roban el dinero, atan las manos a los hombres, matan al papá James, rompen la cabeza al niño Henry y además hacen abortar a la mamá Cindy, que está embarazada de seis meses. Pero James no se llama James sino Samir y Henry no se llama Henry sino Mohamed y Elizabeth no se llama Elizabeth sino Hamisa; y la familia Williams es la familia Taher, es palestina y reza a otro Dios y admira a otros héroes.
Pero podemos imaginar una escena menos terrible todavía: imaginemos que después de irrumpir en la casa, desnudar a las mujeres, destruir el mobiliario, defecar sobre la mesa, pintarrajear en las paredes, robar el dinero, atar a los hombres, matar al papá Samir, romper la cabeza al niño Mohamed y hacer abortar a la mamá Hamisa, los hombres armados dinamitan el edificio sin preocuparse demasiado de si la familia Taher ha conseguido abandonarlo a tiempo.
Podemos imaginar a continuación una escena que nos impresione menos: podemos imaginar que, antes de irrumpir en la casa, desnudar a las mujeres, destruir el mobiliario, defecar sobre la mesa, pintarrajear las paredes, robar el dinero, atar a los hombres, matar al papá Samir, romper la cabeza al niño Mohamed, hacer abortar a la mamá Hamisa y dinamitar el edificio sin cerciorarse de que la familia Taher lo ha abandonado a tiempo, los hombres armados se han apoderado de su pozo, han arrancado sus olivos y borrado sus nombres escritos sobre la verja.
Imaginemos ahora una escena ya casi insignificante para la sensibilidad, que no nos dice nada, que apenas si roza la superficie de nuestra conciencia: imaginemos que los hombres armados se apoderan del pozo, arrancan los olivos y borran los nombres de los Taher, irrumpen en su casa, desnudan a las mujeres, destruyen el mobiliario, defecan sobre la mesa, pintarrajean las paredes, roban el dinero, atan a los hombres, matan al papá Samir, rompen la cabeza al niño Mohamed, hacen abortar a la mamá Hamisa y dinamitan el edificio en el que viven y que hacen esto todos los días desde hace cincuenta años.
E imaginemos por fin una escena que es menos que insignificante, que es casi agradable; una acción que, en esta escala descendente, ya no sólo no nos parece reprobable o moralmente repugnante sino que consideramos meritoria, legítima o cuando menos justificada: imaginemos que los hombres armados hacen todo esto (apoderarse del pozo, arrancar los olivos, borrar los nombres, irrumpir en la casas, desnudar a las mujeres, destruir su mobiliario, matar al papá, romper la cabeza al niño, hacer abortar a la mamá, dinamitar el edificio, etc.) todos los días desde hace cincuenta años a tres millones doscientos mil palestinos.
Si en algo están de acuerdo todos nuestros políticos (de Aznar a Le Pen, de Zapatero a Bush, de Berlusconi a Blair, de Sharon a Chirac) es en esto: en que el más grave, más acuciante, más serio problema que aqueja a las sociedades occidentales es el de la inseguridad ciudadana.