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Medio Oriente

12 de abril del 2002

Qué importa que no sean nazis si son unos asesinos

Santiago Alba Rico

La comparación de Saramago -exacta al pie de la letra: leed con qué cuidado dice "en espíritu"- ha tenido la desafortunada consecuencia de volver a llamar la atención sobre el Holocausto en detrimento de la Ocupación. Todo se plantea como si hubiera que demostrar el parentesco de Israel con el nazismo para poder condenar sus acciones; como si, de no probarse esta afinidad, los israelíes pudiesen permitirse humillar, robar, asesinar, conservando siempre la inocencia

Niego que los nazis persiguieran, torturaran y exterminaran a seis millones de judíos. Niego que Turquía haya arrasado 3.200 aldeas, haya matado a miles de kurdos y encarcele a hombres y mujeres por transcribir sus nombres en lengua kurda. Niego que EEUU haya causado la muerte, directa o indirectamente, a 25 millones de personas (Corea, Vietnam, Guatemala, Afganistán, Chile, Argentina, Angola, Panamá, Afganistán, Yugoslavia y un largo etcétera) desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Niego que los israelíes vuelen casas, arranquen olivos, volteen ambulancias, tiroteen periodistas, mutilen niños, ejecuten sumariamente a resistentes y traten de exterminar, mediante hambre y fuego, a cuatro millones de palestinos. ¿Por qué? ¿Por qué -quiero decir- el que se atreve a negar el Holocausto es objeto de un merecido oprobio, ve sus libros prohibidos y sus declaraciones denunciadas, debe afrontar el aislamiento, la marginación e incluso la cárcel y el que niega o silencia o justifica los crímenes de Turquía, EEUU o Israel -por citar sólo algunos casos- es en cambio promovido en su carrera, premiado con un cargo público, recompensado con una columna diaria en un periódico de gran tirada, adulado con ediciones de lujo y críticas encomiásticas y, en general, respetado, bendecido, condecorado y aplaudido?
Afirmo que los nazis persiguieron, torturaron y exterminaron a seis millones de judíos. Afirmo que Turquía, EEUU e Israel han abierto tres heridas más en el costado doliente de la humanidad. Y digo que todos debemos afirmarlo, so pena de clavar también nuestra navaja de bolsillo en esa llaga. Y digo que el que no es capaz o no quiere afirmar todas estas cosas al mismo tiempo no incurre solamente en una prevaricación moral: se hace cómplice retrospectivamente -mucho más- de todos los horrores del Holocausto y merece por tanto el castigo que Nuremberg reservó a los colaboracionistas.
A los condenados de la tierra los hemos condenado también a moverse en el angostísimo espacio de estas dos únicas alternativas: la tentación del odio y la tentación de la bondad sobrenatural. Admiramos al esclavo bueno y hasta importamos sus creencias, junto con su café y su cacao, para espiritualizar nuestras digestiones de los domingos; y, si nos alineamos un poco más a la izquierda, comprendemos también -sin dejar, eso sí, de denunciar sus excesos- la rabia y el rencor de los esclavos malos. Ni siquiera esto les dejamos a los palestinos. Permitimos a los kosovares que odien al serbio opresor. Permitimos a los hutu que odien a los tutsi, a los beréberes que odien a los árabes, a los negros que odien a los blancos. Permitimos quizás a los timorenses y a los kurdos que odien a sus verdugos. Permitimos -claro está- que las víctimas del terrorismo odien a ETA y a Ben Laden (y permitimos, además, que ese odio se materialice en bombas termobáricas y patadones de misil). A los palestinos no. Si un soldado israelí, enrocado en su armadura, pone de hinojos a un muchacho palestino, le ata las manos a la espalda y le rompe a culatazos los huesos de los brazos, el odio de ese palestino constituye un delito inconmensurablemente más grave -¡antisemitismo!- que la acción de su agresor. Aún más: el odio del palestino justifica, legitima, purifica la conducta del soldado. Si "judío" quiere decir "víctima", si sólo "judío" quiere decir "víctima", si todos los judíos -Primo Levi y Sharon, Ana Frank y Rotschild por igual- son víctimas, entonces "Estado judío" y "espada judía" y "verdugo judío" quiere decir "víctima"; y las víctimas de esas víctimas son los verdugos. En estos días, tanques judíos desarmados afrontan a niños que tienen dientes; y aviones indefensos se defienden de madres que esconden un dolor entre las faldas; y misiles completamente desprotegidos -como el David de la Biblia- apuntan a altísimos gigantes de dignidad y de decencia. A esta desproporción estupefaciente, a esta desigualdad manifiesta entre la tecnología de guerra desamparada y una humanidad superior, una dignidad superior y una razón superior los periódicos más moderados y los políticos más atrevidos la llaman "combates".

El 'despropósito' de Saramago

El Holocausto, como la muerte de Cristo, se produjo en un momento de la Historia, pero se arroga una especie de hiperrealidad metafísica, ahistórica, siempre sincrónica que, como la eternidad traumática de ciertas neurosis, impide reconocer que siguen sucediendo cosas y, aún más, que seguimos haciendo cosas y que somos responsables de lo que hacemos. La herida originaria del "Estado judío", como el trauma originario del neurótico, culpabiliza sin interrupción al universo; y si se le pilla en falta, entonces el "Estado judío" culpabiliza al universo de su propio sentimiento de culpa: a un dolor tan grande no se le puede reprochar un crimen tan pequeño sin hacerse culpable de una agresión que es ya la repetición virtual de la escena brutal de los orígenes. La culpa del que recuerda al neurótico que también él puede ser culpable se llama "insensibilidad". La culpa del que recuerda al "Estado judío" que también él puede ser culpable se llama "antisemitismo". Antes del Holocausto no hubo ninguna infelicidad de la que extraer lecciones (si excluimos, tal vez, la de los hebreos esclavizados por el Faraón); después del Holocausto, todos los crímenes son perdonables, salvo la pretensión del otro de rivalizar en dolor con el dolor "judío": los gemidos mismos son "antisemitas": la fotografía de Mohamed Dorra abrazado al cadáver de su hijo es un instrumento de la conspiración contra el "pueblo elegido". Escandalizado por las ya famosas declaraciones de Saramago, su editor en lengua hebrea, Menahem Peri, manifestaba sentirse muy ofendido: "Sólo si enviáramos hoy en día a seis millones de árabes a las cámaras de gas tendría derecho a hacer una comparación como ésa". ¿Nos damos cuenta? Lo que Peri quiere decir es que, por debajo de seis millones, todo nos está permitido, que por debajo de esa cifra nuestra inocencia está asegurada, que nunca seremos nazis y, por lo tanto, nunca seremos tampoco "malos"; y que cualquiera que se atreva a denunciar nuestro modesto baño de sangre incurre, como Saramago, en "ceguera moral" y "odio antisemita". Peri puede estar tranquilo: en Palestina sólo hay cuatro millones de palestinos. Y si sus tanques indefensos logran matar en estos días a la mitad, habrá logrado reducir también la base de esa descabellada comparación -pues sólo quedarán dos millones. Cuantos menos palestinos queden, más lejos estará la sombra del nazismo. Y cuando sólo quede uno, vencido y solitario sobre dos pies gigantesca y exactamente humanos, ponerlo de hinojos, atarle las manos y romperle los brazos a culatazos será la prueba y la causa de nuestra inalienable bondad. Cuando ya no podamos matar a nadie, ningún "antisemita" podrá reprocharnos nuestra crueldad.
Las comparaciones son, en efecto, odiosas. Amoz Oz, buen escritor e izquierdista apócrifo, reaccionaba también ante el despropósito de Saramago con una típica proyección freudiana: "La ocupación israelí es injusta pero compararla a los crímenes nazis sería como comparar a Saramago con Stalin". Recuerdo haber leído la anécdota de un hombre que acudió a una iglesia a confesar sus pecados: "Padre, he sido injusto... he degollado a mi padre, he violado a mi madre y he envenenado a mis hermanos". "Pero hijo mío" -se estremeció el sacerdote- ¡Eso es un crimen!". Bombardear escuelas y hospitales, ¿es "injusto"? Arrancar 120.000 olivos, demoler o dinamitar 3.750 viviendas y expulsar a 40.000 personas en un año, ¿es "injusto"? Robar 3.669.000 m2 de tierras, ¿es "injusto"? Disparar a niños a la cabeza, ejecutar a hombres desarmados en un callejón, privar de agua, comida y luz a la población civil, ¿es "injusto"? ¿Es "injusto" marcar los brazos, encerrar en campos de detención, impedir el paso de las ambulancias, borrar los nombres de las aldeas palestinas, volar el edificio del Registro de Ramala, asaltar iglesias e incendiar mezquitas, orinar en los cuartos de los niños? ¿Considera Amoz Oz sencillamente "injusto" al kamikaze que hace estallar una bomba en un restaurante de Tel Aviv? Un tratado puede ser injusto; y puede ser injusto un castigo; y será injusto, sin duda, que queden sin castigo los horrores de la ocupación. Pero la ocupación... la ocupación no es injusta: la ocupación es un crimen. Y todo el que no lo vea así está sin duda más cerca de Hitler o Stalin que de Saramago.
La comparación de Saramago -exacta al pie de la letra: leed con qué cuidado dice "en espíritu"- ha tenido la desafortunada consecuencia de volver a llamar la atención sobre el Holocausto en detrimento de la Ocupación. Todo se plantea como si hubiera que demostrar el parentesco de Israel con el nazismo para poder condenar sus acciones; como si, de no probarse esta afinidad, los israelíes pudiesen permitírse humillar, robar, asesinar, conservando siempre la inocencia. Pero no os dejaremos conservar la inocencia; no dejaremos que os llamen nazis; no sois nazis, es verdad: sois unos vulgares matarifes sin entrañas, asesinos de viejos, matadores de niños, sucios humilladores de mujeres, ladrones de tierras, saqueadores de chabolas, puteadores sin principios, idiotas morales, arrogantes bestias colonizadoras que queréis engrandecer vuestro país empequeñeciendo vuestra (toda) humanidad. Pero no os dejaremos conservar vuestra inocencia; de nada os sirve no ser nazis si sois unos criminales. Al menos perderéis eso en la matanza de estos gigantes: os estáis degradando a la medida exacta de vuestros crímenes; venceréis, pero no nos convenceréis de vuestra pureza; os quedaréis las tierras y el agua de vuestras víctimas, pero no os perdonaremos; seréis quizás invulnerables, pero no nos daréis ya lecciones; os pavonearéis sin resistencia en el desierto de todos los valores, pero seréis pequeños, vulgares, miserables, como todos los que construyen su grandeza mundana sobre su debilidad moral. Israel -dejemos en paz a los judíos- ya no es el nombre de un pueblo; es el nombre de un ángel exterminador, la cifra de un delito, la temperatura de una ideología; y si no os dais prisa en corregiros, si no recapacitáis enseguida y cambiáis el rumbo de vuestros pasos, acabaréis borrando el recuerdo del Holocausto, que contra vosotros tendremos los demás que mantener con vida; lograréis que cuando se quiera exagerar, quintaesenciar la "maldad" de un atropello, nombrar lo más execrable y despreciado o desahogar en un insulto el dolor de una injusticia ya no se diga "nazi": se diga "israelita". Y esto, en efecto, tampoco será justo.
Hace unos días, aupado en su columnita de un diario nacional, un ex comunista citaba a Sartre para intimidar a los "antisemitas" que tratan de salvar vidas en Palestina. Mis noticias de Sartre son mucho más recientes; Sartre ha escrito hoy, hace un momento, estas palabras que publicó en 1961, en plena guerra de Argelia: "Primero hay que afrontar un espectáculo inesperado: el streptease de nuestro humanismo. Helo aquí desnudo y nada hermoso: no era sino una ideología mentirosa, la exquisita justificación del pillaje; sus ternuras y su preciosismo justificaban nuestras agresiones. ¡Qué bello predicar la no violencia!: ¡Ni víctimas ni verdugos! ¡Vamos! Si no son ustedes víctimas, cuando el gobierno que han aceptado en un plebiscito, cuando el ejército en que han servido sus hermanos menores, sin vacilación ni remordimiento, han emprendido un "genocidio", indudablemente son verdugos. Compréndanlo de una vez: si la violencia acaba de empezar, si la explotación y la opresión no han existido jamás sobre la Tierra, quizás la pregonada "no violencia" podría poner fin a la querella. Pero si el régimen todo y hasta sus ideas sobre la no violencia están condicionados por una opresión milenaria, su pasividad no sirve sino para alinearlos del lado de los opresores". Hay víctimas y hay verdugos: y los que niegan, los que silencian, los que mienten, los que disculpan, los que matizan -desde su columna o desde el gobierno- han escogido el partido inicuo de los segundos.
"Después de Auschwitz, todos somos judíos", escribió Sartre. Pero el neurótico que nos recuerda esta cita desde su periódico blindado olvida que Sartre era un hombre sano, un hombre que no vivía en el trauma originario sino en el curso de la historia, que sabía que después de Auschwitz han corrido, siguen corriendo ríos de sangre, un hombre ante los ojos del cual seguían pasando cosas. Y que por eso también escribió en 1961: "Todos somos argelinos". Y en 1967: "Todos somos vietnamitas". Y en 1975: "Todos somos timorentes". Un hombre sano que hoy, 7 de abril del 2002, mientras Sharon ha cerrado los campos y ciudades palestinas para poder bombardearlas sin que nadie le moleste, hubiese escrito sin duda: "Todos somos palestinos".
Si judío quiere decir víctima, entonces hoy los palestinos son los judíos. Si judío significa otra cosa, si significa la esencia inalienable y particular de un pueblo elegido, la sustancia específica de una raza o una cultura, nadie puede exigir al Hombre que experimente como propio su dolor, que condene a los que los gasearon, que se convierta en "judío" cada vez que sea necesario combatir de nuevo a sus perseguidores. Pero "judío" significa víctima; es uno de los muchos -demasiados- sinónimos que nuestro siglo encogido y sangriento ha forjado para nombrarlas. Eichmann y Barbie no fueron juzgados por crímenes contra el "judaísmo"; fueron juzgados por Crímenes contra la Humanidad. Por eso todas las víctimas -y sólo las víctimas- son judías (como son afganas, iraquíes, palestinas, saharauis, kurdas, argentinas, tzotziles, mapuches, ecuatorianas... ). Por eso Sharon no es judío; por eso no hay un solo judío en el gobierno de Israel y muy pocos entre sus ciudadanos (pero dejadme citar aquí el nombre de algunos valientes "antisemitas" judíos e israelíes ante los que me inclino con respeto y admiración: los pacifistas de Gosh Shalom, Uri Avneri, la periodista Amira Hass, los 257 reservistas refuseniks, Assaf Oron, las Mujeres de Negro y tantos y tantos otros, víctimas en su país del rechazo, la marginación y la opresión de la mayoría).
Todos somos judíos, los judíos son de todos. Menos de Israel y sus sostenedores; menos del neurótico encaramado en su columna; menos de Bush y Solana; menos de la cobarde, lacayuna Unión Europea; menos de los corruptos y dictatoriales regímenes árabes que se envuelven en la bandera palestina mientras reprimen a los que se manifiestan en El Cairo, en Túnez y en Ammán. No sólo Saramago; hasta Wafá Idris, kamikaze y asesina, tiene más autoridad moral para hablar del Holocausto que Amoz Oz o Menahem Peri. Y por eso, mientras los F-16 destruyen el casco histórico de Nablus y los tanques impiden recoger a los heridos, hay que decir: "¡Judíos de todo el mundo, uniós!". Uníos, judíos, contra el gobierno de Israel, uníos contra el imperialismo y la guerra global, uníos contra todos los asesinos, los mentirosos, los negacionistas, los indiferentes, los ventajistas, los corruptos, los explotadores, aunque no sean nazis.

Refundar Israel

Los israelíes tienen que comprender que no se puede demorar más la refundación o reconstitución del Estado de Israel sobre unas bases nuevas, lejos de las "rentas" del Holocausto y del nacionalismo histérico, místico y expansionista del sionismo, que ha edificado una Patria ideológica sobre la manipulación del dolor propio y la multiplicación del dolor ajeno. Desde el primer momento, el movimiento creado por Theodor Herzl en 1897 estuvo gobernado por la Razón de Estado y por la necesidad de privilegiar la construcción de un Estado judío por encima de cualquier otra cuestión política o moral. Sólo los nazis tienen menos derecho a jugar con la tragedia judía de la Soah. Entre agosto de 1933 y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, con las leyes de Nuremberg en vigor y después de la Noche de Cristal, la Agencia Nacional Sionista y el gobierno de Hitler mantuvieron relaciones económicas oficiales en el marco del acuerdo conocido como Haavara, que permitía a los sionistas atraer grandes fortunas judías a Palestina y a la industria alemana dar salida a sus exportaciones, sometidas al boicot internacional. El 7 de diciembre de 1938, Ben Gurion declina la oferta inglesa de acoger a algunos millares de niños judíos de Austria y Alemania: "Si se me diese la posibilidad de escoger entre salvar a todos los niños judíos de Alemania llevándolos a Inglaterra o salvar sólo la mitad transportándolos a Eretz-Israel, optaría por la segunda alternativa. Pues debemos considerar, no sólo la vida de estos niños, sino igualmente la historia del pueblo de Israel". El 11 de noviembre de 1940 a los refugiados judíos alojados en el Patria, una nave anclada en el puerto de Haifa, se les niega autorización para desembarcar en palestina, ofreciéndoseles a cambio la posibilidad de trasladarse a las Islas Mauricio; la Agencia Nacional Judía presiona sin éxito al gobierno británico y el 25 del mismo mes una explosión mata a 240 refugiados y doce policías, en una operación diseñada por Eliahu Golomb, amigo personal y brazo derecho de Ben Gurion. En 1943, mientras se gasea en Treblinka, Sobibor y Auschwitz, el Congreso sionista americano decide dar prioridad a la creación de un Estado judío en Palestina, al terminar la guerra, sobre la salvación inmediata de los judíos europeos. Todavía en 1944, el notorio terrorista Izhak Shamir, primer ministro israelí durante la conferencia de Madrid (1991), negociaba con el ejército alemán en dificultades la entrega de unos camiones para transporte de tropas (¿o prisioneros?), a condición de que sólo fueran usados en el frente de Rusia. Eso es el sionismo. A finales de los años setenta y principios de los ochenta, el gobierno de Israel armaba y entrenaba a los escuadrones de la muerte en Bolivia y Guatemala (250.000 muertos) en operaciones clandestinas cuyo intermediario era... Klaus Barbie, nazi conspicuo condenado después en el juicio de Lyon por crímenes contra la Humanidad. Y la historia sigue, contra todas las ilusiones de la neurosis. Hace sólo dos meses, el 25 de enero del 2002 el comentarista militar de Ha'eretz, Amir Oren, escribía en las páginas de ese periódico israelí: "Para prepararnos adecuadamente para la próxima etapa, uno de los comandantes del ejército israelí en los territorios (ocupados) dijo recientemente que es justificado e incluso vital extraer lecciones de cualquier fuente posible. Si la misión es la ocupación de un territorio densamente poblado, o de la Kasbah de Nablus, y la misión del comandante es tratar de realizar la misión sin sufrir bajas, de ninguno de los dos lados, entonces necesita analizar e interiorizar las lecciones de las batallas anteriores: incluso -por horrible que pueda sonar- de cómo el ejército alemán operó en el gueto de Varsovia". Dos meses después, en Ramalah, en Jenin, en Tulkarem, en Nablus, podemos medir todo el partido que el ejército israelí ha sabido extraer de esta lección. Las comparaciones son odiosas cuando las hace Saramago y se trata de denunciar un crimen; pero si se trata de prepararlo, entonces son -como se ve- "justificadas e incluso vitales".

Seguir callando

No podemos seguir callados si queremos conservar -sencillamente- la salud. Dejadme citar de nuevo, para acabar, a Sartre, el hombre más sano y más inteligente del mundo, uno de los pocos verdaderamente grandes en un siglo de enanos claudicantes y cantamañanas retóricos. Así se dirigía a los franceses mientras los argelinos se preparaban a enterrar un millón de muertos, víctimas de -como dicen algunos de Israel- la única democracia del norte de África: "No es bueno, compatriotas, ustedes que conocen todos los crímenes cometidos en nuestro nombre, no es realmente bueno que no digan a nadie una sola palabra, ni siquiera a su propia alma, por miedo a tener que juzgarse a sí mismos. Al principio ustedes ignoraban, quiero creerlo, luego dudaron y ahora saben, pero siguen callados. Ocho años de silencio degradan. Y en vano: ahora, el sol cegador de la tortura está en el cenit, alumbra a todo el país; bajo esa luz, ninguna risa suena bien, no hay una cara que se cubra de afeites para disimular la cólera o el miedo, no hay un acto que no traicione nuestra repugnancia y complicidad. Basta actualmente que dos franceses se encuentren para que haya entre ellos un cadáver. Y cuando digo uno... Francia era antes el nombre de un país, hay que tener cuidado de que no sea, en 1961, el nombre de una neurosis". Donde dice "ocho años" escribamos "treinta y cinco"; donde dice Francia, pongamos Israel o -da lo mismo- el mundo. Israel puede llegar a ser un país y prefiere ser una neurosis; el mundo podría llegar a ser un planeta ("una unidad infinita de reciprocidades", dice también Sartre) y prefiere ser una psicopatía.
¿Sanaremos? La humanidad -como el psicoanalista- tiene que ocuparse, tiene que seguir ocupándose del Holocausto; pero la historia, el Derecho, los hombres, tienen que ocuparse del dolor de cada día, tienen que pedir cuentas de cada atrocidad nueva, tienen que tratar de impedir las sangrías venideras. Tienen que ocuparse de la Ocupación. No importa que los israelíes no sean nazis si son los asesinos; no importa que los palestinos no sean judíos si son las víctimas. La neurosis no distingue el pasado del presente, ni la realidad de la ficción, ni la guerra de la paz, ni culpables de inocentes; curarse es trazar líneas, restablecer fronteras, establecer reglas -aunque para ello tengamos que abrir los ojos y ariesgarnos a quedar tuertos. Sin ese mínimo de salud no valdrá la pena que siga habiendo un mundo después de la próxima guerra.
*Santiago Alba, filósofo y ensayista, es autor de Dejar de pensar y Volver a pensar. Finalista del Premio Anagrama de Ensayo 1995 por su obra Las reglas del caos. Ediciones Orates y Virus publicaron en 1992 sus guiones televisivos de "Los electroduendes" (1984-1988) bajo el título ¡Viva el mal!, ¡Viva el capital!